En primera persona

País que viene

Del costo de no construir un puente y de los afectos tras la guerra.

La única vez que había visto antes a un guerrillero armado había sido en una carretera viniendo de Málaga de ver a mi hija. Tenían un retén los elenos en un alto y allá había ido a caer yo, junto con otros tres o cuatro carros. Cagado del susto, tanto por quedarme retenido como porque llegara el Ejército y se armara la plomacera, intenté hacer conversa para rebajar los nervios. Les conté que era profe de la Universidad Industrial de Santander (y para mi fortuna tenía el contrato a la mano) les pregunté por una y otra cosa, pero ellos, la cara ceniza, los ojos pendientes de nosotros y de quién viniera, poco dijeron. Al final, me largaron con todo y carro (por ser profe), pero a otro señor si lo dejaron con su campero esperando para que los movilizara.

Esta vez no me los encontré por casualidad ni con miedo, sino que fui a buscarlos, no a los elenos sino al Bloque Oriental de las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) que fuera comandado por el difunto Jorge Briceño “el mono Jojoy”, para reportar su desplazamiento desde la vereda El Paraíso, de La Uribe (Meta) hasta la vereda La Guajira, de Mesetas (Meta), en la ejecución de uno de los asuntos más increíbles de los pactados en La Habana, la concentración de las tropas guerrilleras en puntos concretos, las Zonas Veredales Transitorias de Normalización, con el fin de que, al cabo de 180 días, se reintegren a la vida civil ya desarmados.

“Cuando los papás oían pasar un helicóptero, no mandaban a los niños a la escuela porque seguro había problemas. Pero a veces, igual, los combates se formaban de repente. Una vez nos tocó uno ahí atrás de la escuela. Los niños fueron los que me dijeron dónde era seguro hacernos. La escuela quedó sin vidrios desde ese entonces… Es que eso, el que no ha visto sino por televisión no se imagina lo que es. Hoy en cambio, la llegada de los helicópteros o de gente que no es de acá, hace que los niños salgan a mirar y a tomarse fotos. Esto es otra cosa sin la guerra. Igual, faltan cosas, muchas, pero pues ya por lo menos la vida no la tiene uno en vilo”, nos dijo la profesora de una de las escuelas que quedaban de camino a La Uribe.

Mucha tierra hubimos de recorrer, montaña adentro dejando el llano, por entre unas tierras hermosas, para topárnoslos ya a media tarde, muy tranquilos en la zona de preconcentración aledaña a la vereda. Varias decenas de camperos y camiones, la mayor parte ya cargados, estaban parqueados desde la mañana en un descampado, mientras la tropa guerrillera andaba en jornada de descanso, sueltos por ahí charlando, secando la ropa, mamando gallo, haciéndose pechiches con su pareja, intentando coger señal para sus celulares en una ladera para hablar con sus familiares.

“Sí, mami. Gracias, mami. Nooo, mami, no me encomiende a Dios, que en su nombre se han hecho todas las guerras de este mundo. Bueno, sí, señora, bendición, mami, mañana nos vemos”, le alcancé a oír a uno de los muchachos, que cuando me oyó a mi decirle a mi mujer al teléfono que “estaba parado en una loma, cogiendo señal al lado de un guerrillero”… agregó: “A mucho honor”.

Nos resultábamos curiosos el uno al otro. Yo, que veía en él a un guerrillero puro y duro, mientras intentaba yo resignificar la palabra, quitando la prevención de su connotación y él, que veía en mi al periodista (uno con una cámara es un periodista), de esos que solo saben dar de ellos la versión de la propaganda oficial, hecha de la consecuencia de sus propios actos. Y al final, solo dos tipos, uno de ciudad, otro de campo, tratando de hablar con su gente del alma, buscando acomodo para no perder el hilo de señal celular. Seguramente nos cruzamos en la quebrada para pegarnos el baño al final de la tarde o estuvimos al lado tomando una cerveza para bajarle al calor. Me recordó él incluso a mi mismo cuando fui soldado: enérgico, medio atravesado, con ganas de novia y soñando un mundo mejor.

Después de ‘almuerzocenar’ con mis compañeros, logramos conseguir una habitación en la tienda cantina de la vereda para intentar dormir en medio de un furioso concierto de música de vitrola, totes de tejo y gemidos del último polvo antes de dejar oficialmente el monte que solo atinaron a callarse cerca de las tres de la mañana.

Antes del amanecer la tropa ya estaba en movimiento por todas partes. De entre la manigua salían sin parar guerrilleros y guerrilleras cargando ollas, bultos, troncos, trebecos de cada clase para llevar a los camiones. Las gentes que ayer vimos con ropas combinadas de civil y fatiga, e incluso algunos con los que charlamos de civil, hoy iban muy formales, uniformados, fusil terciado, cartucheras y morrales en su puesto, y muchos de ellos, con sus hijos cargados o de la mano. Algunos, no pocos, cargaban perros, gatos (hubo uno que llevaba a los dos), pericos, monos y hasta un gallo de mascota. “¿Cómo se llama el gallo?”, le preguntamos al guerrillero que lo traía alzado con especial cuidado. “No sé, yo creo que se llama Niño. Mi mujer lo llama ‘niño, venga’ y el man llega de una y se deja coger”.

No nos imaginábamos que los combatientes que mantuvieron una guerra con el Estado de más de 50 años, que destrozaron y se destrozaron en medio de la selva, pudieran andar con esos afectos tan a la mano. Pero sí, como cualquier mortal, gustan de la vida y estos son tiempos para nuevos paradigmas, tiempos para el arraigo y para sembrar la ilusión de que alguien se encargue de que sus propios empeños se mantengan en el tiempo.

“Es que uno no sabe”, dijo el comandante de uno de los frentes, mientras sostenía en las piernas al hijo de una guerrillera que se lo había llevado para que lo conociera, “puede que este chinito, que nació en la guerra, sea el próximo presidente de Colombia. Tómeme una foto, que nunca se sabe”. Y sí, nunca se sabe.

Terminamos por llegar al casco urbano de La Uribe un poco antes que la caravana guerrillera que escoltaba la gente del mecanismo tripartito (ONU, gobierno y guerrilla) para buscar acomodo para las tomas del arribo. Cientos de personas esperaban, banderas blancas y pancartas en mano la llegada de la gente. “No es que aplaudamos a la guerrilla por guerrilla”, nos aclaró un poblador buscando que los periodistas no los considerásemos auxiliadores de ellos, “los aplaudimos por tener el valor de dejar las armas y venirse a discutir este país como iguales”. Un señor mayor, de bigote, sombrero y camisa, la cara cobre de sol y sin visos de conocer a ninguno, estuvo parado todo el rato con su bandera y un letrero a mano inscrito en ella: Paz con Justicia.

Cuando finalmente aparecieron en la curva, todo fue cámaras, fotos, saludos y el zumbido de un dron de un canal brasileño. Los niños del colegio hicieron un baile de joropo para que los guerrilleros miraran y luego, cambiando los turnos, los guerrilleros acabaron de entrar en fila y los chicos se unieron al tumulto para ir a mirar los guerrilleros. Desde los tiempos de la zona de distensión no ocurría que la guerrilla llegara a La Uribe, uniformada, armada y sin temores de nadie. Los chicos ni siquiera habían nacido entonces y su imagen de “un guerrillero” era la que hubieran podido ver por las noticias. Algunos pobladores convidaron a la tropa a que entrara al centro del pueblo, pero la tropa se limitó a decir “lo que ordene el comandante” y el comandante tenía claro los protocolos y no ordenó tal cosa.

Muchos abrazos hubo ese mediodía, muchos re encuentros, “¿No se acuerda de mi? estudiamos juntos…”. Madres, primos, amigos, compañeros de infancia en uno y otro lado, y hasta compañeros de tropa que habían cambiado de frente tuvieron tiempo para reconocerse. Tras un breve discurso del comandante, un himno de las FARC sonó buen rato a todo pulmón en un parlante instalado en una tienda cercana.

Tras del almuerzo, salió la caravana hacia el punto designado para que pasaran la noche y nosotros a buscar la manera de descargar el material para el envío a la oficina.

El día siguiente no fue muy distinto: la misma madrugada (con la brillante excepción de que la dormida en el Hotel Copete no incluyó vitrola, mechas explotando, ni gemidos de amor), las mismas madres, mascotas, fusiles y uniformes, un recibimiento en Jardín de Peñas menos tumultuoso, con cura haciéndola de periodista, cámara en mano, niños saliendo al paso a saludar y un discurso a los pobladores que incluyó las palabras de un “histórico” de las primeras marchas de los campesinos, antes de que las FARC hubieran nacido, de los tiempos de Rojas Pinilla y Guillermo León Valencia: “Solo pedíamos un puente ¡un miserable puente! y terminaron bombardeándonos. Nos tomó 50 años de guerra, miles de muertos y el puente sigue sin hacerse, aunque en papeles dizque ya está construido. Esperamos que esta vez si entiendan que es más barato hacer un puente”.

El almuerzo terminó por llegar tarde y en mal estado, en esas vainas de la burocracia y de la dificultad de planear desde la distancia la movida de los 400 y pico guerrilleros que venían en la caravana. Al final, se resolvió, como cada cosa desde hace 4 años, negociando, acordando, discutiendo.

Ya muy sobre las 5 apareció finalmente el campamento, en donde uno a uno entraron los camiones y camperos trocheros, más enrazados de tractor que de vehículos de transporte, cargados de la tropa que constituyó uno de los más temidos y activos bloques de la FARC.

Nuevos abrazos, fotos de celular a granel que terminarán en los muros de Facebook de los guerrilleros “a mucho honor” que ya empezamos a encontrar por ahí como sugeridos, el olor del café que comenzaba a colarse por galones en el rancho del campamento, para luego comenzar, como una colonia de hormigas, cada quien en su tarea, a construir su campamento mientras resuelven, en una nueva negociación, si se quedan en este campamento o en el otro ya equipado. Puntos de honor a cada paso que siguen a los acuerdos generales que se negociaron en La Habana.

Los pobladores tienen su susto de lo que siga después: ¿quién va a llenar el hueco de poder que dejan los guerrilleros?, ¿los paras –que ya no se llaman así, pero que hacen lo mismo, mandados por los mismos- que ya se anuncian?,¿el Estado ausente que han conocido hasta ahora o el que se promete a sí mismo ahora?

Tal vez la misma guerrilla se pregunte si podrán seguir siendo una fuerza movilizadora, ahora que pierdan sus fusiles que obligaban voluntades o protegían de las amenazas externas. O si podrán confiar del todo en el Estado y en el sistema de cosas, cuando cada día ven en las noticias del mundo que les espera, de la gente que muere de vieja pidiendo una cita o un medicamento en su EPS, de las millonadas que se van de corrupción en los buches gordos de políticos y empresarios que se corrompen unos a otros. “Igual, la lucha la vamos a seguir dando, porque no llegamos hasta acá para sentarnos a esperar a ver qué nos mandan”, me aclara una de las voceras con las que charlamos. “La tarea es larga, pero nos vinimos del monte fue a construir una nueva Colombia.”

Una profe de otra vereda me hace un retrato del estado de las cosas: “Cada cosa que necesitamos en la escuela, que unos libros, que unos balones, que cualquier cosa, es una rogadera. Y casi toca quedar comprometidos con el alcalde o concejal que concede. Ya ni siquiera los almuerzos de los niños tenemos para dar. La última vez fui a donde un señor que es dueño de un pocotón de bombas de gasolina, para pedirle ayuda para unos uniformes. Mandó a que me dieran 20 mil pesos. Me dio una furia, pero le agradecí y le dije que no, que gracias. Pero vea, que igual uno también puede moverse. El año pasado, a punta de empanadas y bazares, logramos llevar a los niños a conocer el mar. No nos creían, pero allá fuimos.”

Comenzaba a caer la noche cuando, antes de salir de la zona, un par de guerrilleros sin fusil nos hicieron señas de parar. Paramos. “¿Nos pueden echar estos palos en la camioneta hasta allí?”. La camioneta iba cargada y no podíamos. “No, no podemos, va lleno el platón”. Nos disculpamos y arrancamos. Pasados unos minutos nos dimos cuenta de lo que habíamos hecho. Habíamos parado en un retén guerrillero y no sentimos miedo. Les habíamos dicho que no a su solicitud y nadie nos obligó a otra cosa. Tuvimos ambos que plantearnos en la solicitud la opción de un sí o un no y asumimos la respuesta. Tal vez sí sea cierto que un nuevo país está comenzando.