“¡Y si después de tantas palabras, no sobrevive la palabra..!”
La palabra ha sido herida mortalmente. El vínculo que históricamente ha representado entre los seres humanos, su poder convocante alrededor del entendimiento y su función mitigante de la ruptura, ha sido desgarrado. Ya ha sido advertido por poetas y artistas (ya lo había hecho tantas veces Gabo), que la violencia extiende su efecto corrosivo en el idioma y el lenguaje, destinándonos a brechas insospechadas y acrecentando los sentimientos de discordia. Y si la palabra languidece, la confianza expira.
Hace unas cuantas décadas -dicen los mayores- valía y bastaba la palabra; a ella se le reconocía suficiente garantía de honorabilidad para acometer un contrato o compromiso. Luego vino la moda de la firma y la facultad tinterilla se impuso fortaleciendo el ámbito de las notarías. La obligación de estampar la rúbrica se cumplía cabalmente y era suficiente cualquier garabato ó una equis temblorosa para que la mayoría iletrada se incorporara a las formas modernas de legalización. La fuente de confianza entonces transitó desde la palabra dicha hacia la palabra escrita.
Pero en Colombia la perfección de la trampa es una ciencia, y no tuvo que pasar mucho tiempo para evidenciarse que firmando también se miente: firme usted aquí y ya veremos qué se cumple.
Así llegamos hasta el día de la flamante firma de los acuerdos para una paz estable y duradera y la expectativa de lo que significa su refrendación in extremis vía Congreso luego del fiasco del referendo popular. Este acontecimiento, vale decir, no solo ha estimulado positivamente buena parte de la diáspora colombiana desperdigada por el planeta, sino que ha insuflado moderado optimismo en la amplia red de solidaridad internacionalista que durante muchos años ha constituido una herramienta efectiva de acompañamiento de comunidades y organizaciones sociales golpeadas por la violencia política.
Sin embargo, tal sentimiento de esperanza se desinfla con las percepciones contenidas en el informe preliminar que presenta la Comisión Europea de verificación de DDHH que estuvo en territorio colombiano desde el 16 de marzo hasta el 1 de abril pasados.
La Comisión, conformada por responsables institucionales y miembros de asociaciones civiles de variopinta tendencia ideológica y procedentes de Bélgica, Alemania, España e Italia, ha comprobado luego de una intensa agenda (que incluyó tanto voceros de organizaciones civiles como responsables del alto gobierno) que la firma de los acuerdos no ha significado aún ni un pequeño alivio al tremendo ahogo al que están sometidos los derechos civiles y políticos en Colombia. Por el contrario todo indica que se exacerban las formas de terror y eliminación de quienes se oponen a la lógica de la economía extractivista y que denuncian la falacia de los mecanismos institucionales dispuestos para garantizar la participación política de los ciudadanos. Una vez más las palabras son impresas en papel mojado y la firma del acuerdo no parece tener cuerpo ni valor aprehensible.
El informe habla y manifiesta preocupación -entre otras cosas- por la “modificación en trámite parlamentario de aquello acordado (…) especialmente las modificaciones (…) en lo referente a las fuertes limitaciones establecidas a la responsabilidad de mando [militar] y al blindaje fijado para los agentes privados, participantes o financiadores de la violencia…”.
Igualmente da cuenta del dramático ascenso de muertes y agresiones a mujeres, que según las autoridades se dan por móviles pasionales pero que en realidad obedecen a una criminal ola de violencia para el acallamiento de lideresas sociales, y de la expansión sin freno de las hordas paramilitares y su copamiento de las zonas abandonadas por la guerrilla, con el consecuente incremento de la violación de los derechos humanos y el derecho a la vida, haciendo especial mención del cinismo con que dichos grupos campean, con complicidad de las autoridades militares, en el territorio mismo de la Comunidad de Paz de San José de Apartadó.
Para muchas de los cientos de miles de personas que nos hemos visto obligadas a cruzar las fronteras buscando refugio y oportunidad de realización por fuera de Colombia, la firma de los acuerdos ha significado un asomo de luz al final del túnel, acarreando sin duda la esperanza de un regreso. Pero… ¿cómo afianzar la confianza en ese horizonte de otro país, si el caudal de palabras dichas y escritas desafina de forma atorrante con la realidad de los hechos?
Posiblemente las empresas multinacionales se regocijen por la seguridad jurídica que ofrece el gobierno y las gabelas tributarias que estimulan su asentamiento en Colombia con alto margen de rentabilidad. Posiblemente la palabra aventada en los cócteles del lobby para el desarrollo económico y la firma de convenios para la protección del gran capital gocen de mayor honorabilidad que la palabra y la firma empeñadas en el acuerdo para la paz.
Incertidumbre: aún no es dicha la palabra que nombre el resarcimiento definitivo de la larga noche de tormentos, ni aún ocurre el hecho esencial que la convierta en depositaria de nuestra confianza. Como dijera Vallejo:
¡Y si después de tantas palabras, no sobrevive la palabra!
¡Si después de las alas de los pájaros,
no sobrevive el pájaro parado!
¡Más valdría, en verdad,
que se lo coman todo y acabemos!
*Cantautor en el exilio