“Muerta la sombra que protege, lloramos”

¿Cómo vislumbrar camino en un antiguo terreno de gravedades enrocadas, laberintos y emboscadas? ¿Cómo perfilar una actuación de salvamento que suponga el advenimiento de otra escena social y que demuestre un rompimiento definitivo con el atroz pasado? Difícil responder.

Tal vez habría que recurrir a las mentes más avezadas de la física cuántica para que aplicaran sus fórmulas de indagación sobre las complejas fronteras del espacio-tiempo. Y es que no me cabe duda de que Colombia es lo más parecido en la tierra a lo que es un agujero negro en el cosmos: una masa específica de anomalías de tal densidad y con una fuerza gravitacional tan grande, que termina por absorber todo nuevo signo y suceso avisador de cambio. En definitiva, una repetición infinita del pasado, del mal pasado.

No de otra forma podría explicarse el hecho de que en pleno siglo XXI, un país en el que las élites de poder presumen de modernismo y calidad democrática, reciba un informe sobre criminalización y ataques contra los pueblos y comunidades indígenas que defienden sus derechos, y que de él se desprenda una solicitud tan vergonzante como que la “… comunidad internacional […] ayude a que se respeten los derechos fundamentales de los Pueblos Indígenas en Colombia y que se pronuncie de manera inmediata acerca de la situación de exterminio en la que se encuentran […] en tiempos de paz”.

¡Exterminio en tiempos de paz! Vaya si hay algo aquí que se perdió en un hoyo, porque según el documento en cuestión en lo que va de implementación de los Acuerdos de Paz, (desde noviembre del 2016 hasta marzo del 2018) han ocurrido 4.281 desplazamientos forzados, 133 amenazas directas y 48 homicidios -sólo entre la población indígena-, además de la concluyente advertencia de que hay 32 comunidades en inminente riesgo de extinción.

El juicioso informe presentado el pasado agosto por la ONIC -Organización Nacional Indígena de Colombia-, recoge el período transcurrido desde 1926 hasta lo que va del presente año, y las cifras que presenta son el mantra repetido de una vieja denuncia que proviene desde el fondo de los tiempos y que una vez más sucumbe en el agujero negro de un país atrofiado e inmovilizado en el peor pasado.

Calcada a la prensa de pretéritos tiempos, las poderosas empresas de medios hacen su turbia tarea: una mezcla de silencio calculado, junto a una tanda de titulares que vaya, por ejemplo, de las hazañas de Maluma al sindicalismo inusitado de Uribe velando por maximizar el salario mínimo, será suficiente para sumir en el fondo oscuro del olvido, a las cifras trágicas de agresiones y maltrato a las comunidades indígenas.

Una noticia que ha sido documentada desde los días propios de la invasión europea al continente americano y que sigue exponiendo al día de hoy lo peor de un modelo modernizador impositivo y cruento, caracterizado por el desprecio a la vida, la naturaleza y la cultura aborigen, no concita un debate urgente ni merece una opinión institucional de fondo o una declaración de gobierno que refleje una consideración seria sobre la gravedad del asunto.

Al contrario y como aliento feroz de lo que ya debiera estar enterrado, el flamante senador Germán Vargas Lleras –emblemático de esa política oportunista, clientelista y ajustable al mandato de mañas rentísticas- encabeza ahora una cruzada dizque para reglamentar la consulta previa, argumentando que su aplicación sin control ha torpedeado la fiesta desarrollista de los megaproyectos y, por ende, perjudicado el interés general.

Será el interés de su cuenta bancaria y del empresariado que le aúpa porque el interés general hoy está en aprender de las consecuencias que han traído, con claridad pedagógica, el envenenamiento de aguas en las zonas de grandes enclaves mineros o el corrimiento de montañas por el desvío de los ríos; el interés general está en defender la consulta previa como un derecho colectivo, amparado por la constitución y el derecho internacional para que las comunidades, verdaderas conocedoras y protectoras del latido de la tierra, puedan contener en algo, a la ruinosa voracidad del capital y a la expansión indiscriminada de los proyectos inversores. Lo otro que se diga es agujero negro.

El próximo 12 de octubre se conmemoran 526 años de la llegada de los primeros conquistadores a un continente que ya se sabía a sí mismo y cuyos habitantes serían sorprendidos por formas inconcebibles de intromisión, desmantelamiento y exterminio. A estas alturas del tiempo pos-conquista, la Colombia institucional y gubernamental no ha significado un ápice de invención democrática suficiente para reconocer con integralidad, la pertenencia y titularidad histórica de los pueblos indígenas en esa parte del planeta. Anclados en el pasado, en lo peor del pasado, el resto del país les tratamos como a marginales incapaces y les acorralamos hasta la extinción.

En un antiguo y anónimo poema, Elegía a la muerte de Atahualpa, ya se avisaban de las señales persecutorias y de la encrucijada que medio milenio después seguirían padeciendo los hijos de Abya Yala, como si el tiempo no hubiese pasado: “Bajo extraño imperio, aglomerados los martirios, y destruidos; perplejos, extraviados, negada la memoria, solos; muerta la sombra que protege lloramos; sin tener a quién o dónde volver, estamos delirando”.

*Cantautor en el exilio