Derribar estatuas, campanazo para el diálogo

Esta semana el país vio cómo miembros de los pueblos indígenas Misak, Pijao y Nasa tumbaron la estatua del conquistador Sebastián de Belalcázar, lo cual desató una polémica y persecución judicial lideradas por el alcalde de  Popayán y la Policía que ofrecieron  una recompensa de 5.000.000 de pesos para encontrar a los responsables de este “atentado al patrimonio”.

El mundo contemporáneo ha sido espectador de derribamientos similares como los dados en  Irak y Rusia, que tenían  efigies que representaban a los gobernantes de períodos que querían superar. Lo más reciente ha ocurrido en Estados Unidos con representaciones de esclavistas.

En Colombia tenemos otros ejemplos. Es conocido que en la ciudad de Barrancabermeja-Santander se levantó un busto en homenaje al sacerdote y sociólogo  Camilo Torres, con ocasión de la conmemoración de sus 20 años de muerte, el 15 de febrero de 1986, pero en la madrugada de ese día un comando paramilitar decapitó esa estatua de un balazo, por ello a dicho parque se le conoce popularmente como el “descabezado”. Mientras que para el movimiento sindical y popular el  busto era un homenaje a un luchador social, para el paramilitarismo era una afrenta, porque Camilo estuvo en  la guerrilla sus últimos 4 meses de vida.

Similar situación fue el reclamo del gobierno de Colombia a su homólogo de Venezuela, una década atrás, por la estatua erigida en un  lugar de Caracas en honor a Manuel Marulanda Vélez, pues fue interpretado como una afrenta a las víctimas de las extintas FARC-EP.

Es decir, las estatuas normalmente se levantan para rendir homenaje a alguien considerado digno de tal reconocimiento para quienes las erigen, pero en muchos casos, para otros puede significar una bofetada a su historia.

Muchos han salido a juzgar y descalificar a los indígenas por este hecho, al argumentar que la estatua  es una obra de arte y que el pasado se debe respetar, en contraste,  están los argumentos de quienes llevaron a cabo este hecho,  que explican fue en cumplimiento de un juicio realizado en junio pasado y cuya condena reza a la letra:

“Nosotros, PIUREK, hijos e hijas del agua, del sueño, la palabra y el aro iris, de los que no pudiste matar ni torturar nos encontramos hoy aquí,  después de 485 años reclamando justicia por la memoria de la resistencia y la reexistencia de nuestros Taitas Payán, Yazguen, Calambas, y Petecuy y Mama Machagara, de los miles de nativos que combatieron en las guerras sanguinarias.

Este juicio lo enmarcamos dentro de un compromiso que tenemos frente a la memoria colectiva de nuestra sangre, razón por la cual estamos convocados a reescribir la historia liberándonos de toda huella producto de la colonialidad del saber…El consejo de Tatas, Taitas, Mayores, Mayoras, Sgures y Shuras  determinan que Sebastián Moyano y Cabrera, alias “Sebastián de Belalcázar” es culpable de TODOS los delitos aquí descritos y que por tal motivo es condenado en la historia universal como GENOCIDA DE LA FEDERACIÓN DE PUEBLOS QUE HACÍAN PARTE DEL VALLE DE PUBENZA”[1]

Este ejercicio antes que ser perseguido debe trascender en la comprensión de la lectura de los pueblos originarios y su reclamo histórico e invisibilizado, pues como suele ser,  la historia escrita y enseñada por los vencedores es la narrativa hegemónica aplastante.  

En la conquista y colonización se derribaron y destruyeron los símbolos e imágenes que encarnaban el conocimiento ancestral, expresado muchas veces en lenguaje, hoy nombrado como religioso, pero que condensaban saber, poder y guía de comportamiento. Un repaso por toda la geografía de América evidencia  la cantidad de estatuas o similares que hicieron polvo los invasores revestidos de poder político y religioso.

Cito  un solo ejemplo de esos símbolos destruidos que  se encuentra en la descripción que hizo, en el siglo XVI,  el provincial de los Jesuitas Joseph de Acosta:

“El principal ídolo de los mexicanos era Vitzilipuztli; ésta era una estatua de madera estrellada en semejanza de un hombre sentado en un escaño azul fundado en unas andas, y de cada esquina salía un madero con una cabeza de sierpe al cabo; el escaño denotaba que estaba sentado en el cielo…Tenía en la mano derecha un báculo labrado a manera de culebra, todo azul ondeado… En Cholula, que es cerca de México…adoraban un famoso ídolo…llamábanle Quetzalcoatl. Está este ídolo en una gran plaza en un templo muy alto. …era una figura de hombre, pero la cara de pájaro  con un pico colorado…No se contentaban estos bárbaros de tener dioses, sino que también tenías sus diosas, como las fábulas de los poetas las introdujeron, y la ciega gentilidad de griegos y romanos las veneraron…”[2]

Estos símbolos fueron juzgados de superstición e idolatría,  negando con ello que representaban un  saber y una práctica ancestral. Fueron destruidos y sobre ellos se levantaron nuevos símbolos, nuevos templos y nuevas estatuas.  Como otrora aconteció con el Panteón Romano, donde las esculturas de sus dioses fueron reemplazadas por las de apóstoles y santos cristianos.

Es necesario afinar el oído para escuchar con nitidez el tañer de este campanazo para que se abra el diálogo sobre la memoria, la de antaño y la reciente de nuestra conflictiva historia de Colombia, para que identifiquemos cuáles son los símbolos que  para las víctimas representan imposición, dolor, masacre y esclavitud, para que en su lugar rindamos homenaje a las víctimas, a los vencidos para que hagamos un Pacto por la Vida que refleje la convivencia pluralista y no el monismo de la dominación política, pero esto implica una resignificación, una relectura de la historia con visión crítica y ponderada.

Gracias hermanos indígenas por este grito, este trueno que convoca a la descolonización del pensamiento para que derribemos en nuestro interior todas los  símbolos con representaciones falsas,  que han inoculado impunemente en nuestras inocentes conciencias de la infancia.

**Antropólogo, teólogo y doctor en Antropología. Exdirectivo de la UNICLARETIANA. Acompañante por más de 25 años a pueblos indígenas y comunidades afrocolombianas en el Pacífico. En la actualidad Decano de la Facultad de Humanidades de la Universidad Autónoma de Occidente en Cali y asesor de la Comisión Interétnica de la Verdad del Pacífico (CIVP).


[1] Movimiento de Autoridades Indígenas del Suroccidente. Comunicado Público.

[2] De Acosta Joseph. Vida Religiosa y Civil de los Indios. UNAM 1963. México. Pp 26-29