La democracia es tamal

Las elecciones en el país requieren algo más que una urna y unos votantes. La maquinaria clientelar funciona de forma cada vez más sutil, pero no es capaz de renunciar al tamal y el pollo frito.

A la entrada de Villa Santana se forma un atasco enorme de motos, busetas, carros y montoneras de personas que se agolpan afuera del colegio. Es domingo 11 de marzo, jornada de votaciones. Esta comuna de Pereira (Risaralda), donde habitan más de 30.000 personas de estratos uno y dos, ha sido famosa por ser un fortín de los gamonales políticos. Acá se define quién va a ser alcalde o concejal de la ciudad. Acá se puede conseguir o perder una curul en la Cámara y el Senado. Acá se ganan las elecciones, acá donde según el último censo del DANE, el 87% de la población no obtiene los ingresos necesarios para sobrevivir.

No obstante, el paisaje es diferente al de otras jornadas: no se ven largas filas para recibir mercados, ni hay abundancia de carpas y puestos con propaganda de los candidatos. La maquinaria se ha hecho sutil, camaleónica, casi perfecta. Desde el año anterior los barones electorales movieron sus fichas en los barrios y comenzaron a reclutar gente. “No están comprando los votos directamente, no se le está diciendo a la gente «venga yo le doy tanto para que vote por éste»” explica Lina⃰, una activista comunitaria bastante empapada de la dinámica: “Es un trabajo de más tiempo que lleva ya varios meses. Ellos vienen, buscan los líderes comunales y compran a esos líderes, que son los que se encargan de contratar algunas personas para que salgan a llevar la gente a votar”. Colombia Plural visitó cuatro barrios de esta comuna durante la jornada electoral.

Todo el día pululan alrededor de los puestos de votación centenares de personas “reclutadas” por los políticos, ninguno lleva símbolos evidentes de las campañas ni publicidad abierta porque la ley lo prohíbe, pero utilizan camisetas de colores vistosos y calcomanías que los identificaban: los del Movimiento MIRA tienen una con forma de ojo, los del Partido de la U van vestidos de verde, los liberales se distinguen con un corazoncito rojo y negro, los que trabajan para Samy Merheg, el barón local del Partido Conservador, portan pines con los colores de la campaña pero sin el logotipo. Generalmente son vecinos del mismo barrio encargados de atrapar transeúntes y convencer la gente prometiendo mercados, ayudas económicas y favores burocráticos como conseguir citas médicas o el ingreso a algún programa asistencialista del Estado. “Se identifica a la gente más vulnerable y la que pueda tener más votos en su familia” continúa explicando Lina. “Si saben que en tu casa viven ocho personas y de esas pueden votar cuatro, van a ir a tu casa. Comprometen los cuatro votos por un mercado. Los mercados lo entregan hoy”.

Este será el único día del año que habrá tanta comida regalada y transporte gratis hasta la puerta de la casa. También será la única vez que los vasallos de los políticos vengan a dar la cara a estos barrios. A sus jefes aquí sólo los conocen de oídas o en las fotos de las pancartas. Desde temprano suben y bajan carros lujosos por las calles empinadas trasteando votantes de un lugar a otro, o descargando los consabidos tamales, almuerzos y refrigerios que se reparten en casas del sector alejadas de los puestos de votación.

“Tuve la oportunidad de crecer acá en el barrio y poco ha cambiado, es un fortín para la compra de votos”, dice Edison Osorio, comunicador y veedor independiente de las elecciones. “Compran los votantes con comida, puestos de trabajo, con conciertos, con paseos, con promesas que nunca van a suceder”, concluye.

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La Misión de Observación Electoral (MOE) publicó un mapa de riesgos electorales que detalla los posibles fraudes o elementos perturbadores en todos los municipios del país. La lista de factores que alteran el desarrollo libre de las elecciones contempla una veintena de ítems que van desde el constreñimiento de grupos armados, donde se incluye a disidencias de las FARC y nuevas generaciones de paramilitares, pero también prácticas archiconocidas como el trasteo de votantes, la compra de votos, la alteración de resultados, y modalidades más recientes para manipular a la ciudadanía como la publicación de noticias falsas y encuestas amañadas.

Según la MOE, el proceso de paz con las FARC disminuyó las amenazas por violencia en 170 municipios, sin embargo, se intensificó el riesgo en siete regiones problemáticas del país: Catatumbo, sur de Bolívar, el nudo del Paramillo entre Córdoba y Antioquia, Arauca y Casanare, la costa Pacífica nariñense, las subregiones de los ríos San Juan y Baudó en el Chocó, y finalmente, el corredor amazónico de los ríos Meta, Guaviare y Putumayo. Estas regiones coinciden con las zonas donde se ha incrementado la violencia y el asesinato de líderes sociales después de la firma del acuerdo de paz de La Habana, algunas son importantes enclaves con recursos mineros y petroleros, y en todas hay grandes cultivos de coca.

No obstante, la maquinaria evidente y burda que paga votos al contado opaca la otra, la de los circuitos del clientelismo y la contratación pública, que constriñe gente a las malas y opera en grandes ciudades captando miles de votos sin necesidad de invertir. En Risaralda, por ejemplo, obligaron a muchos trabajadores de los hospitales públicos, so pena de perder sus puestos, a que consiguieran 40 votos para la campaña de Samy Merheg, senador vigente del Partido Conservador quién además es hermano del prófugo Habib Merheg, ex congresista con probados vínculos con los grupos paramilitares.

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“Las clases dirigentes formaron a la gente en la idea de que el voto es un favor y a cambio se recibe algo”, asegura Carlos Alfredo Crosthwaite, un conocido concejal y veedor ciudadano que ha denunciado incontables casos de corrupción en el eje cafetero. “Nada ha cambiado, al contrario se ha agudizado la situación en materia de transparencia electoral. Yo he estado en muchas elecciones, algunas veces como candidato, otras como elector, algunas veces elegido, otras no. Hay personas que uno ve rondando en el Concejo, en la Alcaldía, en la Asamblea, son dizque los ‘líderes’, ellos hacen el trabajo sucio, son como los proxenetas. Dicen: «tengo cien votos en tal parte y valen tanto». Están dedicados a eso, es un mercado, como el que vende jabones, perfumes, alimentos. Cada concejal, cada diputado vale una plata. Un comunero, un presidente de las juntas de acción comunal vale plata. A los presidentes de juntas los reclutan un año antes y les pagan ochocientos mil pesos todo un año para que trabajen en las campañas”.

Refrigerios, tamales, vehículos para transportar votantes, publicidades, gente pagada en los barrios… Todo sumado cuesta una fortuna que ningún candidato va a poner de su bolsillo. El dinero, lógicamente, sale del erario público, de los contratos que los aliados políticos de otorgaron antes o después de las elecciones. Todos los expertos coinciden en que una campaña para el Senado gasta cinco o seis mil millones de pesos, cuando el tope permitido por la ley es de poco más de 800 millones.

Adriana González, una veterana abogada de trabajadores y defensora de Derechos Humanos, varias veces amenazada de muerte, reparte volantes a pleno sol dos días antes de las elecciones, casa por casa, en un barrio aledaño al aeropuerto de Pereira. Adriana aspira a una curul de la Cámara de Representantes por la Coalición Colombia. Su campaña se hizo desde abajo, con pocos recursos y apelando al voto de opinión. Sabe que libra una lucha desigual en la que se enfrenta a contendores tramposos que son dueños del poder y el dinero, pero insiste en su postura: “Ganemos o perdamos, siempre nos ven en la calle peleando los derechos”. Para Adriana la cuestión de fondo se enraíza con los problemas estructurales de desigualdad y pobreza de la sociedad colombiana, que convierten a los ciudadanos en seres dependientes, poco informados y manipulables. “Le quitan el estatus de ciudadanía a la gente cada que recortan sus derechos fundamentales: la salud, la educación, el empleo. Eso para volverlos mendigos a partir de programas como Familias en acción, Ser pilo paga, y tienen el presupuesto del Estado para hacer las campañas con tanto derroche”.

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“Hay gente que está pagando 30, 35, 45, 50 mil, lo máximo que hemos escuchado es algunos que están pagando 70.000 pesos por trabajar hoy consiguiendo votantes”, dice Lina, quejándose porque ella, aunque no comparte esta práctica, terminó trasteándole personas a una política local porque andaba necesitada de dinero. “Se supone que la gente que está trabajando tiene que salir a votar primero y obviamente darle el voto al candidato con el que está, después salir a mirar a ver quién le regala el voto”.

Al final del día, cuando el atasco de carros y motos ya se ha despejado, las calles de Villa Santana quedan repletas de papelitos y propagandas tapizando las aceras, hay restos de pollo frito y tamal en mitad de la calle y un río de papeles, de basuras, de vasos desechables y botellas plásticas por todas partes, de gente que camina desorientada. Pareciera que por acá hubiera pasado un huracán y no unas elecciones.

⃰ Nombre cambiado por seguridad de la fuente.