La UP: historia del fracaso más sangriento en Colombia
Nadie sabe qué pasó exactamente. Unos porque no lo quieren recordar, a otros porque no les conviene y a millones porque no les tocó. Pero, entre 1984 y 2003, es decir, durante 29 años, los integrantes del primer partido político nacido de un proceso de paz en Colombia, la Unión Patriótica, fueron perseguidos, asesinados, desaparecidos u obligados al exilio en la campaña de eliminación política más terrorífica, sistemática e ignorada de la historia.
Lo otro que nadie sabe exactamente es cuántas personas vinculadas a la UP (y a los partidos A Luchar y Frente Popular) murieron asesinados o fueron desaparecidos en esa campaña de exterminio, aunque lo que sí se sabe es la otra cifra aterradora: cero. Nunca nadie fue encarcelado ni condenado por esos hechos, a pesar de que los hermanos Fidel y Carlos Castaño hubieran sido condenados como personas ausentes por la muerte de una persona, el candidato presidencial Bernardo Jaramillo Ossa, delito que el segundo de ellos siempre negó.
La Unión Patriótica fue el resultado de los primeros acuerdos suscritos entre el gobierno (conservador) de Belisario Betancur y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), en un proceso de negociación que se conoció como los acuerdos de La Uribe -municipio del Meta-, sede histórica de la guerrilla que entonces comandaban militarmente Manuel Marulanda Vélez (Pedro Antonio Marín) y políticamente Jacobo Arenas (Luis Alberto Morantes Jaimes). El primero era el líder de la guerrilla campesina liberal que, en 1964, se había levantado en armas contra el Estado como las autodefensas campesinas del Pato y Marquetalia -entonces departamento del Huila, hoy Caquetá- y el segundo era el comandante político que había llegado a la insurgencia como delegado del Partido Comunista Colombiano (PCC) cuando la guerrilla adoptó los lineamientos ideológicos de este partido, entonces en la clandestinidad.
La Unión Patriótica nació como un mecanismo para ensayar una apertura política en Colombia, pero terminó siendo una de las más grandes tragedias de la historia nacional. Para no repetir.
El gobierno de Betancur llegó ofreciendo un plan para pacificar el país mediante la negociación política que incluía a las FARC, el Ejército Popular de Liberación (EPL), el M-19 y la guerrilla indigenista Quintín Lame. Solo el ELN rechazó la oferta gubernamental, aunque, como los primeros, también formó un grupo político en la legalidad.
La UP no era un proyecto histórico, sino un mecanismo que serviría para que los guerrilleros de las FARC entraran a la vida política y se formó a partir de convergencias y alianzas con dirigentes y militantes del PCC, de organizaciones sociales y en zonas como Urabá, de la participación de dirigentes sindicales y de políticos de los partidos liberal y conservador. Debía ser un mecanismo de transición mientras los acuerdos, casi tan avanzados como los del gobierno de Juan Manuel Santos en La Habana, se ponían en práctica.
Pero el responsable gubernamental del proceso, el ex ministro Otto Morales Benítez, renunció a su cargo sorpresivamente usando la expresión que marcó la suerte de aquellos diálogos: «En Colombia existen enemigos agazapados de la paz» y hasta el día de su muerte, casi 30 años después de esa renuncia, se negó a identificarlos públicamente.
Paralelo con los diálogos con las FARC, el gobierno se empeñó en adelantar una reforma política que impulsara nuevos mecanismos de democracia local (se llamó «descentralización política y administrativa», que incluía la elección popular de alcaldes) y en las elecciones parlamentarias de 1984 (los cuerpos colegiados exceptuado el Senado, se elegían cada dos años en elecciones conocidas como «mitaca») se estrenó la nueva fuerza política: la UP.
El proceso de paz vivió un permanente deterioro a partir de 1984 y las elecciones presidenciales de 1986
Pero nació con un defecto: fue acusada de realizar proselitismo armado porque las FARC no habían entregado las armas y eso, decían sus detractores en todo el establecimiento, facilitaba por coerción, la captura literal de votos.
Pero las FARC tenían un argumento para negarse a entregar las armas: sus campamentos, usados como lugares para concentrar a sus tropas, eran constantemente provocados por las tropas del Ejército, en prácticas que dejaban claro que el gobierno civil en Bogotá no controlaba completamente a las unidades militares a lo largo del país.
La UP se estrenó, oficialmente, en un acto realizado en Pueblo Bello, una ranchería del departamento del Cesar, donde se concentraron unidades guerrilleras y simpatizantes y activistas de las organizaciones sociales. Pocas semanas después, en septiembre de 1984, en el mismo lugar, se produjo el primer ataque contra sus simpatizantes: murieron dos líderes agrarios y uno más fue desaparecido. Ahí comenzó lo que años después, en la Corte Interamericana de Derechos Humanos, se describió como «El baile rojo», un plan sistemático orquestado por dirigentes políticos, miembros de las Fuerzas Armadas e integrantes de lo que desde entonces se conoció pública y notoriamente como fuerzas paramilitares. Pero todos lo negaron.
‘Ticfijo’ y narcoguerra
La dirección de ese nuevo movimiento se la entregaron al ex magistrado del Consejo de Estado y presidente de Asonal Judicial, Jaime Pardo Leal, un aguerrido dirigente boyacense, heredero de la oratoria gaitanista, así como a un grupo de intelectuales del PCC y a dos comandantes de las FARC, alias Iván Márquez y Braulio Herrera, aquel más político y este francamente militar. Ambos resultaron elegidos a la Cámara de Representantes.
La gran prensa, sin embargo, se empeñó más en hacer notar a sus audiencias que el presidente de la UP padecía un tic que lo hacía mover involuntariamente los músculos de su cara. En lugar de escuchar sus puntos de vista, el «país nacional» conoció a Pardo Leal como «ticfijo» para hacer sorna con «tirofijo», apodo de combate del comandante militar de las Farc.
Entre las acusaciones mutuas de proselitismo armado contra las FARC y de los hostigamientos contra los campamentos guerrilleros en tregua, el proceso de paz vivió un permanente deterioro a partir de 1984 y las elecciones presidenciales de 1986, en las cuales la UP alcanzó un histórico 4,6 % del total de los votos, que se realizaron en medio de un ambiente de hostilidades de hecho, aunque no declarado. Como si lo anterior fuera poco, el entonces embajador de Estados Unidos en Colombia, Lewis Tambs, declaró que la guerrilla colombiana se financiaba con las actividades del narcotráfico (el país vivía la explosión del tráfico de cocaína por el llamado cartel de Medellín) y desde entonces el argumento de los narcóticos en el conflicto armado colombiano quedó como una de las claves que lo iban a explicar y, si el Estado nunca había aceptado las motivaciones políticas de la guerra, la declaración del diplomático la convirtió en un problema de delincuencia y eso impidió la materialización de diálogos por los siguientes 25 años. Lo paradójico es que el embajador Tambs terminó involucrado en narcotráfico después de que fue trasladado a la sede diplomática de su país en Costa Rica.
A los atentados personales se fueron uniendo las masacres. La zona de Urabá fue el escenario más frecuente de esas acciones.
Pero el proyecto político que iba a ser transitorio siguió siendo impulsado, en parte porque lograba convocar buena parte de las voluntades y las organizaciones sociales, sindicales y políticas de la izquierda y con esa idea, su presidente nacional, Jaime Pardo, se convirtió en candidato presidencial en 1986.
Sin embargo, la masacre ya había comenzado. En poco tiempo, los representantes a la Cámara electos por ese grupo y que venían de la guerrilla renunciaron a sus curules y regresaron a la clandestinidad. Márquez se convirtió en miembro del Secretariado y Herrera fue expulsado de la guerrilla, tras haber sido acusado de asesinar a un grupo significativo de sus hombres y de perder el “control” que ejercían las Farc en el Magdalena Medio.
A pesar de lo anterior, la actividad política de la UP no solo no se redujo sino que siguió creciendo. Pardo Leal fue asesinado en octubre de 1987 y su lugar fue asumido por el abogado manizalita Bernardo Jaramillo Ossa. La presencia electoral de la UP se hizo importante en el nordeste antioqueño, el Bajo Cauca, el Magdalena Medio, la zona de Urabá, Chocó, Arauca, Meta y en Medellín y Bogotá. Para las elecciones de mayo de 1988, eligió cinco senadores, nueve representantes, 14 diputados, 23 alcaldes y 351 concejales.
A los atentados personales se fueron uniendo las masacres. La zona de Urabá fue el escenario más frecuente de esas acciones que convirtieron a la región agroindustrial en la zona más golpeada por el fenómeno del paramilitarismo. Los nombres de Los Cocos, La Honduras, La Negra, Puerto Galleta, San Juan, San Pedro o Policarpa se hicieron tristemente célebres en la historia de esa guerra contra la UP: tres alcaldes de Apartadó fueron acribillados en esa zona o en Medellín, casi todo un concejo (el electo en 1988) fue asesinado, el coordinador departamental en Antioquia, el diputado Gabriel Jaime Santamaría fue asesinado en su despacho oficial -y en complicidad de sus escoltas-, en las calles de Medellín y en las aulas de la Universidad de Antioquia, en despachos de alcaldías alejadas, en las veredas o camino del exilio fueron cayendo, uno a uno o por grupos, los integrantes de esa organización política.
Ese año, el de la mayor votación de la UP en su corta y sangrienta historia, se formalizó la separación de las FARC con el movimiento político legal, así como el final de la participación de los armados con el proceso de paz que, en la práctica, había terminado en noviembre de 1985 cuando el M-19 se había tomado, a sangre y fuego, el Palacio de Justicia, en Bogotá.
Pero en la vida política se habían quedado miles de personas que no tenía vínculos directos con los alzados en armas. Contra ellos siguió la campaña de exterminio. El siguiente magnicidio ocurrió en marzo de 1990 cuando un sicario disparó contra el senador y candidato presidencial Bernardo Jaramillo Ossa en el aeropuerto de Bogotá. El dirigente se preparaba para quitarle izquierda a la UP y convocar a un movimiento más moderado, pero las balas no le dieron tiempo.
El odio contra lo que representaba la UP queda ilustrado en la siguiente anécdota: el obispo de Manizales, hoy cardenal emérito, José de Jesús Pimiento Rodríguez, prohibió que en la jurisdicción de su diócesis se celebraran las exequias católicas del líder asesinado.
El último esfuerzo de la UP por aparecer en el escenario de la democracia colombiana fueron las elecciones de la constituyente de 1990, donde lograron algunos escaños. La casualidad -o la paradoja- fue que la primera presidente de la Asamblea Nacional Constituyente fuera la dirigente Aida Abella -por el orden alfabético- electa por la UP. Seis años después, en 1996, la constituyente, convertida en concejal de Bogotá, fue blanco de un atentado que la obligó al exilio, cuando ya pasaban de 3.000 los casos documentados en la CIDH de atentados contra ese movimiento.
El último asesinato del que se tiene noticia ocurrió en 2003, contra el dirigente costeño Alberto Márquez. La UP ya no tenía siquiera existencia jurídica (misma que le fue devuelta en 2012).
Fueron miles de personas y de familias -aunque en esencia fue la sociedad colombiana entera- quienes pagaron con un costo incalculable el experimento de un partido político nuevo al final de un conflicto. Y ese es el temor que se posa como una sombra desde La Habana hasta las calles y campos de Colombia.