Las guerras después de la guerra
Confundir el acuerdo de paz entre el Gobierno y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) con un acuerdo de paz total o con el fin de la (s) violencia (s) sería ignorar la realidad de los conflictos violentos que va a seguir sufriendo la población civil. Son muchos los actores involucrados y Colombia llega a este momento de la historia con un complejo entramado de violencias directas, estructurales y culturales que obliga a la cautela. El poeta Juan Manuel Roca escribió que «En Colombia la guerra siempre viene después de la posguerra, eternamente»… Estas son algunas de las «guerras» de esta posguerra, postconflicto, postacuerdo…
La guerra contra las y los defensores de Derechos Humanos
El último informe semestral de Somos Defensores es desolador. Entre el 1 de enero y el 30 de junio de 2016 han sido asesinados 35 defensores. Si sumamos hasta el septiembre la cifra asciende a 51 ya que sólo entre el 26 de agosto y el 13 de septiembre 11 defensores y defensoras de los derechos individuales o colectivos fueron asesinados.
Las violencias contra los líderes y las lideresas comunitarios, ambientales o étnicos no parece tener fin. De hecho, en el primer semestre de 2016, Somos Defensores registró 314 agresiones individuales de las que la mayoría son amenazas directas.
El acuerdo 3.4 consignado en el documento de La Habana consensuado entre el Gobierno y las FARC se refiere, literalmente, a las “garantías de seguridad y lucha contra las organizaciones criminales responsables de homicidios o masacres o que atentan contra defensores /as de derechos humanos, movimientos sociales o movimientos políticos (…)”.
La guerra contra las y los defensores es alimentada por diferentes actores. Si en el primer trimestre del año la mayoría de asesinados eran miembros de la Cumbre de los Pueblos, la Marcha Patriótica o la Cumbre Agraria –es decir, homicidios con claro sesgo de ‘limpieza’ política-, en los últimos meses se han incrementado los ataques y las muertes de líderes que defienden sus territorios de la minería o de otras agresiones ambientales.
Somos Defensores duda de la capacidad del estado de cumplir los compromisos consignados en los acuerdos de La Habana porque, hasta hora, la propia Unidad Nacional de Protección ha hecho aguas desde su nacimiento. “Surge la natural duda acerca de la capacidad de la UNP para proteger a estos ‘nuevos vecinos’ teniendo en cuenta los casi insalvables descalabros financieros del pasado reciente que de no ser la intervención del gobierno nacional a la entidad cambiando a su director y aplicando control directo a sus acciones, habrían hecho colapsar a la entidad y a la protección de más de 8.000 personas en el país”.
El informe señala tres puntos críticos tras los acuerdos: la disidencia dentro de las FARC, la “paz incompleta” que aún no cobija al ELN y el “hoyo negro” paramilitar, éste último el actor que más ataca a los y las defensoras.
La guerrilla que perdura
La segunda guerrilla en tamaño y en historia de Colombia es la del Ejército de Liberación Nacional (ELN). Nacida en 1964, el ELN se diferencia en muchos aspectos de las FARC pero quizá lo más importante es que no tiene unidad de mando como el movimiento que ahora comienza su desarme.
Las conversaciones con el ELN han transcurrido de forma paralela a las de las FARC durante los últimos dos años, pero no han logrado dar el salto a la fase pública. La gran diferencia en la posición del ELN es que presiona para que los grandes temas de transformación social y económica se negocien en la denominada como Mesa Social, con representación de la sociedad civil.
El problema es que en el terreno, los frentes del ELN están manteniendo una alta beligerancia contra el Estado pero, ante todo, en una guerra posicional con grupos paramilitares. De hecho, entre este 12 y 15 de septiembre, el Frente Oriental del ELN decretó un paro armado en los departamentos de Santander, Norte de Santander, Arauca, Vichada, Casanare y Boyacá.
Algunos de los comandantes en el terreno calculan que los disidentes de las FARC que no entren al proceso de desmovilización, o que lo abandonen en algún momento, se incorporarán a sus filas. Aunque la fuerza armada del ELN no es como la de las FARC, se calcula que es de unos 2.500 hombres, su presencia en algunas zonas es significativa (como en el Catatumbo o en el río San Juan, Chocó) y cuenta con una militancia urbana significativa. La tentac
ión de ocupar las zonas ‘despejadas’ por las FARC parece evidente.
Otro de los conflictos posibles es entre guerrilleros del ELN y desmovilizados de las FARC o actores que formen parte de la futura fuerza política que se cree. De hecho, Carlos Lozano, portavoz de la Marcha Patriótica y director del semanario Voz, ha hecho pública una carta en la que pide al ELN que no mate a más comunistas y le recuerda los intentos hechos desde hace años por acabar con el “absurdo enfrentamiento entre el ELN y las FARC-EP en varios territorios y del ‘daño colateral’, como lo calificó Antonio [García, jefe militar del ELN], de las muertes de militantes del Partido Comunista Colombiano”.
Los grupos paramilitares
El Centro de Memoria Histórica recuerda que, “según la oficina del Alto Comisionado de Paz de la presidencia de Álvaro Uribe Vélez, durante este periodo se desmovilizaron 31.671 combatientes [paramilitares] y se entregaron 18.051 armas, en los 38 actos de desmovilización” formalizados entre 2003 y 2006.
Siempre pareció una cifra ‘inflada’ pero era el hito de paz que el Gobierno de Álvaro Uribe mostraba como éxito y, en aquellos momentos, todos los que cuestionaban el supuesto proceso de desmovilización eran antipatriotas o, lo que podía ser lo mismo, enemigos de la patria.
Desde entonces, el paramilitarismo ha sabido reinventarse y el Estado, dando por desmontadas las estructuras criminales de la ultraderecha, se dedicó a cambiarles el nombre. Ningún nombre es inocente. Primero fue Bacrim (Bandas Criminales Emergentes), para borrar el estigma de las oscuras relaciones con el poder civil y el militar. Bacrim fueron en medio del escándalo de la parapolítica y Bacrim han sido hasta hace solo unos meses, aunque en los territorios estos hombres han seguido nombrándose entre susurros y con un apócope: paras.
En mayo de 2016 se supo que el ministro de Defensa, Luis Carlos Villegas, había firmado la Directiva 15 los nombra como “Grupos Delictivos Organizados” (GDO) o como “Grupos Armados Organizados” (GAO) y que así, justificaba el alto funcionario, se autorizaba a las Fuerzas Militares a usar “todas las fuerzas del Estado, sin excepción”, contra ellos.
La diferencia entre los GDO y los GAO es que los últimos además de estar organizados para delinquir, tiene control territorial y suman un número de “combatientes” significativo. El Gobierno insiste en que esta nueva denominación no significa la concesión de un estatus político, aunque la lucha contra ellos se militarice y entre dentro del marco del DIH (Derecho Internacional Humanitario para guerras). La directiva en general busca: situar a los paramilitares en el ámbito de la delincuencia internacional, acabar con el debate sobre sus relaciones con empresas o actores públicos, ordenar al ejército la persecución de estos grupos.
La pregunta, siempre en el ambiente, es si el Estado tendrá la capacidad (y la voluntad política) de frenar un movimiento con el que ha tenido estrechas relaciones.
En los territorios el temor a la ocupación del espacio que dejen las FARC por los paramilitares es evidente. Este 12 de septiembre, la resistente Comunidad de Paz de San José de Apartadó, en el Urabá antioqueño, denunciaba el reingreso en sus veredas de grupos paramilitares y la connivencia de las autoridades municipales y militares. En zonas del Medio y Bajo Atrato (el Chocó), desde hace meses, hay una fuerte presencia de hombres uniformados y armados portando la simbología de las autodenominadas Autodefensas Gaitanistas de Colombia (Clan Úsuga). En Buenaventura (Valle), los movimientos sociales describen la victoria territorial que han obtenido los paramilitares en los últimos meses.
Los acuerdos contemplan numerosas referencias sobre la lucha contra estos grupos paramilitares organizados. De hecho, el paramilitarismo aparece en los capítulos sobre el Fin del Conflicto, la Solución al problema de las Drogas Ilícitas, el Acuerdo sobre las Víctimas o el capítulo 6 sobre la implementación, verificación y refrendo de los acuerdos. Y se especifica la urgencia en aprobar una “Ley sobre la Unidad para la investigación y desmantelamiento de las organizaciones criminales entre ellas las sucesoras del paramilitarismo”. La pregunta, siempre en el ambiente, es si el Estado tendrá la capacidad (y la voluntad política) de frenar un movimiento con el que ha tenido estrechas relaciones.
Los restos del EPL
Oficialmente el EPL (Ejército Popular de Liberación) se desmovilizó casi al completo en 1991. Fue un proceso doloroso en el que participaron unos 2.200 hombres en armas y que luego fueron víctimas de una dura ofensiva de las FARC
Teóricamente, 25 años después, queda una estructura activa del EPL en el Catatumbo, Norte de Santander: el frente Libardo Mora Toro, que cuenta, según informaciones periodísticas en la zona, con algo más de 100 hombres.
Este grupo que se autoidentifica como EPL tiene el respaldo de un partido político marginal (El Partido Comunista de Colombia Marxista Leninista, PCdeC-ML) e intentó en 2004 que el Gobierno de Santos lo tuviera en cuenta en el proceso de negociación. Nada ha ocurrido al respecto porque se trata de un grupo marginal dadas las dimensiones de los conflictos. Pero en lugares como La Playa de Belén, Hacarí, El Tarra o San Calixto, en el Catatumbo, este EPL es muy real (y hegemónico).
La Policía ha estado más concentrada en el conflicto armado que en garantizar la seguridad ciudadana.
Las bandas urbanas
En 2015, las autoridades tenían identificadas al menos 517 pandillas en seis de las principales ciudades del país (Cali, Medellín, Bogotá, Barranquilla, Bucaramanga y Cartagena). Sólo en Cali, se calcula que hay unos 2.200 pandilleros que actúan en 80 barrios.
Las guerras entre pandillas, las extorsiones, los rituales de entrada, los robos, el microtráfico… esta guerra compleja relacionada con la violencia estructural a la que está sometida una buena parte de la población tiene repercusiones directas en la vida de las personas. Y tiene múltiples interrelaciones: con el narcotráfico, con los paramilitares, con otras organizaciones del crimen organizado, con funcionarios públicos…
Parte de la explicación de la proliferación e impunidad con la que actúan estas bandas en los barrios tiene que ver con una Policía que ha estado más concentrada en el conflicto armado que en garantizar la seguridad ciudadana. No sólo en las ciudades, en localidades pequeñas y rurales, como Puerto Tejada (Cauca), las bandas ya son un problema al que se enfrenta la población. El periodista Álvaro Sierra recuerda que “no hay sitio más seguro para golpear o robar a alguien que frente a un comando de la Policía. Mientras tú robas, los agentes están mirando a ver por dónde le cae la guerrilla”.
El narco
Para hablar del negocio del narcotráfico y de la violencia directa que genera habría que remitirse al punto sobre los paramilitares. Tras la fragmentación y guerra interna de los grandes cárteles de la droga en el país en los noventa, el jugoso negocio ha quedado en manos de estas estructuras criminales.
Si bien las FARC o el ELN han reconocido en diferentes momentos que parte de su financiación ha provenido en los últimos años de los impuestos al gramaje (la salida de la coca para uso ilícito de los territorios que controlan), la transformación y comercialización es cosa de las grandes bandas paramilitares: el Clan Úsuga, Los Puntilleros y los Pelusos son las más numerosas pero, según la Defensoría del Pueblo, los paramilitares mestizados con el narco hacen presencia en 27 de los 32 departamentos de Colombia.
Las violencias cruzadas obligan a entender la complejidad para intuir salidas al enredo.