Marmato: después de la avalancha
“Acá trabaja mucha gente”, dice Mario Tangarife. “Es que el cálculo no lo tenemos exacto, pero sabemos que somos más de 4.000 o 4.500 mineros informales. Es mucha la gente que llega de otros lados”. Mario, el presidente de la Asociación de mineros tradicionales de Marmato, nos recibe al borde de un precipicio por donde ruedan toneladas de piedras ocres y amarillentas. En esta zona conocida como las “minas de Cien Pesos”, centenares de túneles como bocas oscuras perforan la montaña pelada, centenares de vagones salen de esos agujeros cargados con balastros y arenas auríferas, centenares de cables con góndolas redondas cruzan el cielo transportando el mineral, centenares de molinos voltean día y noche triturando la marmaja, una roca que contiene incrustadas partículas de oro, centenares de chorros y mangueras escurren por todas partes lavando el metal, centenares de troncos se descargan para apuntalar los socavones, troncos que llegan todos los días en camiones del Chocó o del Valle y que son encaramados en mulas por esta montaña cruzada de casas, de edificios coloniales, de motocicletas sin freno, de canecas de cianuro, de buses repletos en todos los sentidos, de jeeps que llegan o se van en una danza vertiginosa, imposible de detener…
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En Marmato la gente cuenta que la madrugada del 18 de abril de 2006 de la montaña cayó una avalancha de lodo que parecía capaz de llevarse el pueblo. El Burro, el cerro escarpado donde se recuesta este pequeño municipio de Caldas, vomitaba chorros de agua, pantano y rocas que averiaron veinte viviendas dañando el casco histórico. Tres semanas más tarde otra avalancha volvió a bajar por entre las casas y el gobierno nacional aprovechó para insistir en un proyecto de traslado del que se venía hablando meses antes. Los argumentos desde Bogotá tenían que ver con mitigar el supuesto riesgo que vivía la población al situarse en una ladera inestable perforada durante cinco siglos de actividad minera. Marmato, dijeron, debía reubicarse tres kilómetros abajo, sobre la explanada donde hay un caserío llamado El Llano, y justo allí comenzaron las obras de construcción de un moderno colegio y un hospital.
Pero el proyecto de traslado no tenía nada que ver con la avalancha, que sólo fue el pretexto utilizado por Estado. Colombia Goldfields, una compañía de capital anglo-canadiense, había aterrizado un año antes en Marmato comprando las minas y entables de producción de oro del cerro. En 2009, la multinacional canadiense Medoro Resources adquirió todos los derechos de esta empresa en la región por 333 millones de dólares, con esto se apoderaba legalmente de 95 minas en la parte alta del cerro y también de los viejos molinos en que se beneficiaba el mineral. La compañía ofreció trasladar todo el municipio y pagar con sus dineros la construcción de un nuevo pueblo en El Llano, lo que permitiría realizar una explotación a cielo abierto en el cerro.
A principios de 2010, Medoro adquirió por 35 millones de dólares la totalidad de acciones de Mineros Nacionales, una firma colombiana propietaria de la mina más grande de la zona, ubicada en la parte baja de la montaña. Con esta operación Medoro, además, se hacía dueña de grandes yacimientos de oro en los municipios antioqueños de Segovia y Remedios. Después de varias fusiones corporativas, Medoro Resources cambió su nombre por Gran Colombia Gold Corporation. En su página de internet presenta este proyecto con las siguientes palabras: “Marmato: una montaña de oro con 14 millones de onzas en reservas”. Los estudios de la compañía hablan de más de 9 millones de onzas de oro y 59 millones de onzas de plata. Para sacar semejante cantidad de riqueza forzosamente tendrán que desaparecer forzadamente al pueblo y a sus habitantes, y después… la montaña.
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“Éramos contestatarios; cómo se movía la compañía, así mismo nos movíamos nosotros”, explica José Yamil Ammar, el líder de un Comité Cívico que desde la llegada de la multinacional comenzó a oponerse al gran proyecto minero. Si la compañía ofrecía dinero a los propietarios de las minas, ellos intentaban convencer a la gente para que no vendiera. Si prometían construir un nuevo edificio para la alcaldía abajo, en El Llano, ellos proponían mejor reformar alguna de las edificaciones históricas construidas hace doscientos años por los ingleses. Si la compañía hablaba de desalojar por riesgo, ellos más bien organizaban convites para limpiar los residuos de la avalancha, trabajaban en el mejoramiento de los taludes, o se reunían a embellecer la plaza del pueblo. No obstante, la multinacional logró apoderarse de la mayoría de las minas con una política agresiva de compra y sobornos; a los hermanos Gallego les compraron la mina La Villonza, una de las más ricas, por algo más de 400 millones de pesos. Otras las pagaban a 40, 50, 80 millones, y mucha gente acostumbrada a una minería de subsistencia que daba más problemas que rentabilidades prefería vender.
Uriel Ortiz, un gran propietario de minas y ex alcalde del pueblo, les brindó su respaldo, también el gobernador de Caldas de la época, Mario Aristizabal. Con casi todas las minas y títulos en su poder, la multinacional era dueña absoluta de la situación y la cosa parecía sólo cuestión de tiempo: esperaban doblegar pronto a los pequeños y medianos mineros que no habían querido vender y, para acelerar ese tiempo, cerraron los túneles y destruyeron los molinos donde se separa el metal para que la economía del pueblo se fuera a pique.
Sin embargo, cuando las minas llevaban un año cerradas el precio del oro en el mercado internacional comenzó a repuntar. Entonces, sucedió algo que no estaba en los planes ni del Estado, ni de la empresa: cualquier día de 2008 varios mineros desesperados por el hambre se internaron en uno de los socavones abandonados y comenzaron a trabajar clandestinamente. En una semana sacaron tanto oro que el rumor no tardó en esparcirse por el pueblo y por la región; en menos de un año todas las minas habían sido invadidas. “La gente llegaba a sacarse dos, tres millones de pesos en una semana trabajando cuatro horas diarias”, recuerda Mario Tangarife. “Eso se volvió un desorden impresionante, todo por culpa de la compañía. Si ellos no hubieran cometido el error de cerrar los socavones en este momento serían los dueños de Marmato”. Un apartado del Código Minero dice que si una mina es abandonada por más de seis meses el propietario del título pierde los derechos, en otras palabras, la compañía había perdido sus inversiones de decenas de millones de dólares por un error jurídico y de procedimiento.
Fue allí cuando el destino de Marmato se partió en dos. “No fue el flujo de lodo de 2006 el que cambió la historia, fue el Gobierno con su mala voluntad”, asegura Adriana Palomino, otra de las activistas de Comité Cívico que se ha opuesto a los proyectos de la multinacional. Un censo de la asociación de mineros tradicionales estableció que había llegado gente de 17 departamentos distintos del país, eran los famosos “guacheros”, mineros informales acostumbrados a trabajar en las peores condiciones, hombres sin ley, algunos de ellos adictos a las drogas, que invadieron los socavones y abrieron nuevos túneles. La situación del municipio se sumergió en la anarquía y el desorden actual, que hasta ahora ni el Estado, ni los marmateños, ni la multinacional han logrado resolver.
Hoy, a principios de 2018, existen algo más de 500 minas abiertas en el cerro y alrededor de 100 entables con molinos de trituración y tanques para separar el oro usando cianuro. En estas minas trabajan entre 4.000 y 5.000 obreros y la mayoría de ellos no posee ni títulos, ni permisos para operar. Hay también algunos viejos propietarios que nunca quisieron venderle a la multinacional y siguen explotando como lo hicieron toda la vida, y empresas nacionales nuevas, como la Sky Group Minerals de Manizales, que aparecieron con multimillonarias inversiones asociándose con los ocupantes de las minas. Y abajo del cerro está la Gran Colombia Gold Corporation, que tiene un túnel, 1.200 trabajadores y una gran planta de beneficio hasta donde llega dos veces a la semana un helicóptero a llevarse el oro. Con tantos intereses de por medio, el Estado, en lugar de reconocer que la compañía había perdido los títulos, lo que hizo fue declarar ilegales a los ocupantes, efectuó operativos fallidos de desalojo y comenzó un bloqueo económico y jurídico contra el municipio: clausuró la venta de dinamita a los mineros, que aprendieron a fabricar explosivos artesanales; prohibió a las compraventas que adquirieran el oro, así que llegaron los negociantes del mercado negro, que compran el mineral por debajo de precio y lo legalizan en otras regiones del país, lo que implica que el municipio no recibe dinero por regalías; complicó y puso trabas a cualquier inversión oficial en el casco antiguo del pueblo argumentando que no se pueden ejecutar obras en zonas de riesgo. “Todo esto hizo que el pueblo se acabara”, opina Mario Tangarife. “A ellos les interesa es eso, que el pueblo se acabe, para que la Multinacional logre su objetivo. Hemos pedido por todos los medios que nos devuelvan esos títulos, pero ha sido imposible. Ellos abandonaron, según la ley perdieron todos los derechos en la parte alta. El gobierno nos dice que lo mejor que podemos hacer es firmarle un documento de arriendo a la multinacional, pero ¿cómo vamos a perder la pelea de todos estos años? Nosotros no podemos reconocer que la multinacional es la dueña del cerro”.
Después de diez años de movilizaciones y batallas legales, y de crímenes oscuros jamás aclarados -como el asesinato del cura Reynel Restrepo en 2011, quien había apoyado las protestas-, por fin la Corte Constitucional se pronunció. Un fallo de febrero de 2017 suspendió las órdenes de desalojo y ratificó un viejo decreto de los tiempos de Mariano Ospina Pérez que establece la zona alta del cerro El Burro para la pequeña minería y la zona baja para la mediana minería. Además, ordenó una consulta previa que nadie sabe cómo se va a realizar. Un mes antes, la Corte había suspendido 44 títulos mineros en los municipios vecinos de Riosucio y Supía, por encontrarse dentro de un territorio indígena. Luego, en julio un tribunal de Pereira falló a favor de una comunidad campesina de Quinchía, en Risaralda, avalando los derechos de doscientos mineros tradicionales que explotan oro en el cerro Miraflores, lo que obliga a otra multinacional, la Seafield Resources, a negociar con ellos, aunque esta decisión fue impugnada y, en segunda instancia, el fallo favoreció a la empresa, según por teléfono explicó a este medio Esaú Mora, el líder de los mineros.
“Ahora, la lucha va a ser más fuerte; ahora, van a arremeter contra nosotros, las multinacionales no van a perder sus títulos mineros así como así”, anticipa Adriana Palomino, que argumenta que si la Gran Colombia Gold demandó al Estado por 700 millones de dólares, supuestamente por todas las inversiones que ha perdido en Marmato, pues los marmateños deberían demandar a su vez a la compañía por todo el daño que le ha causado al pueblo. “Afortunadamente la Corte estuvo del lado de nosotros, pero eso no quiere decir que el Gobierno vaya a respetar eso”.
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Karim, nuestro guía, se detiene al frente de “El Retén”, una taberna célebre a donde llegan los mineros para emborracharse y buscar mujeres. “El Retén”, una casa morada sostenida con pilotes de concreto fue una de las estructuras en la zona del flujo de lodo que quedó en pie cuando bajó la avalancha. Las borrascas le pasan por el lado y por debajo, pero jamás tumban la edificación, hasta se diría que la favorecen. “Esa no se acaba”, dice riéndose Karim. La metáfora valdría la pena si no fuera tan obvia: el oro suele arrasarlo todo y dejar tras de sí prostíbulos, contaminación, drogas, pobreza.
Karim Ammar, que nació y creció acá, recuerda los tiempos en que Marmato era el pesebre de Colombia, un pueblito colonial hermoso, el cuarto más antiguo del país, encaramado a una montaña de callejones empedrados. Ya no queda mucho de eso y no precisamente por las avalanchas de lodo, sino por el desorden que la actividad minera sin control ha causado. “Los guacheros terminan de aliados indirectos de la multinacional”, explica, “porque sólo les interesa sacar el oro, no quieren un pueblo, no han vivido aquí, no les interesa preservar nada”. Karim sabe que la última esperanza de Marmato es la resistencia cultural: el apego de esta comunidad a su territorio, la única manera de frenar la avalancha minera que, con multinacional o sin ella, acabará por demoler la montaña. “El problema no es por plata”, asegura, “no es mucha la gente que tienen que negociar. Si esto no trasciende a las nuevas generaciones, entonces no hay nada que hacer”.