Los momentos con las FARC que tocaron mi vida (Parte I)
Riochiquito (Huila), 1965 – El miedo de las élites al opositor político
Cuando nací en 1967, hace 49 años, ya existía el Bloque Sur, la unión de varios grupos armados comunistas que dieron origen a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, FARC. El bloque guerrillero se había constituido tres años atrás luego de la operación del Ejército Nacional que destruyó Marquetalia, un poblado donde vivían mezclados campesinos liberales perseguidos por la violencia bipartidista de mitad de siglo y otros con una marcada influencia del Partido Comunista.
El más rancio establecimiento colombiano denominó a ese sitio, igual que a los caseríos similares de Riochiquito, El Pato, Guayabero y Sumapaz, como “repúblicas independientes”. Así las llamó en el Congreso de la República, en 1962, Álvaro Gómez Hurtado, hijo de Laureano Gómez, un político sectario que ayudó a incendiar el país desde la dirección nacional del Partido Conservador.
Para las FARC, ese ataque militar se constituye en su momento fundacional, en el hito que su historia insurgente marca como el inicio de todo lo que son. Pero, ¿qué tan “repúblicas” eran?, ¿cuál era su poder para volverse “independientes”? Eso solo lo pudimos ver con nuestros propios ojos décadas después, cuando llegó Internet y las FARC subieron a la red un documental de 1965 llamado ‘Riochiquito’. Ese es un documento histórico, pues muestra el ataque similar del gobierno al poblado del Huila que tuvo ese nombre.
Al verlo, me quedó la convicción de que esta guerrilla fue –simple y llanamente– consecuencia del miedo de una clase política excluyente y temerosa de compartir los espacios institucionales. Fue el fruto del odio y el temor a quienes tenían una ideología distinta y reclamaban un espacio en la sociedad colombiana de entonces.
En el video (que mostramos aquí), se ve a una paupérrima autodefensa campesina, mal armada, formada incluso con mujeres y niños que arrastraban consigo vacas, marranos y gallinas. Comunistas sí, pero débiles y aislados.
Cuando veo ese documental pienso cómo ese grupo diminuto se convirtió en el ejército temido y arrogante que llegaron a ser las FARC, y en cómo las posturas de dirigentes fanáticos y temerosos propiciaron un error histórico que generaciones enteras sufrimos después.
Y me da temor que el odio y la miopía política de hoy lleve a repetir un error de ese tamaño por la influencia de quienes se oponen a que este conflicto termine de manera negociada.
«Me da temor que el odio y la miopía política de hoy lleve a repetir un error de ese tamaño por la influencia de quienes se oponen a que este conflicto termine de manera negociada»
Barrio Santa Mónica (Medellín), 1984 – Rodear de símbolos y apoyos a la paz
Aquel domingo, cuya fecha no recuerdo, nos reunimos seis o siete amigos frente a la iglesia del barrio a pintar una enorme paloma blanca. La habíamos hecho primero entre una cuadrícula, en un papelito, y luego la trazamos con cuidado en la calle donde todos los días jugábamos fútbol.
Nos quedó un poco gorda, solo pudimos hacerle los contornos por falta de más pintura, pero estábamos satisfechos con ella. Teníamos entre 14 y 16 años, no habíamos terminado el bachillerato, y estuvimos sentados junto al dibujo de la paloma hasta después de la misa de mediodía, orgullosos de nuestro gesto de paz.
Aquel día se dibujaron miles de palomas blancas en calles y paredes de todo el país, como un gesto de apoyo ciudadano a las negociaciones de paz que había iniciado el Gobierno Nacional de Belisario Betancur (1982-1986) con varios grupos guerrilleros, entre ellos las FARC.
Muchos dijeron que aquello era una tontería, que dibujando palomitas blancas no se lograba ninguna paz. Pero otros empezamos a creer desde entonces que los procesos políticos también hay que rodearlos de simbología y de expresiones populares que ayuden a crear otros imaginarios entre la gente y, especialmente, entre quienes tienen el poder para tomar las decisiones que transformarán la vida de todos.
Tarazá (Bajo Cauca antioqueño), 1990 – La guerra ante mis ojos
No creí lo que me dijo el soldado. Contó que durante el ataque a la base militar del municipio de Tarazá, donde prestaba su servicio militar, él y sus compañeros se defendieron disparando ráfagas de fusil, morteros y granadas, y que partieron en dos a un guerrillero que estaba a unos 50 metros:
“Cayó herido y un compañero suyo lo fue a recoger. Lo agarró de los brazos y se quedó con el cuerpo de la cintura para arriba. El pedazo de cuerpo apenas gritaba…”
Me pareció que exageraba, hasta que en el cementerio local vi acostados en el suelo, uno al lado de otro, a 16 cadáveres de miembros de las FARC y al otro medio cuerpo del que solo le quedaban los pies.
Aquel día murieron también siete soldados, un policía, un teniente del Ejército y el comandante de la propia unidad militar, un teniente coronel.
El conflicto armado vendría con mayor intensidad a mediados de esa década de 1990, cuando las FARC arreciaron su ofensiva contra el Estado y pasaron de la guerra de movimientos a la guerra de posiciones.
Los ataques de Patascoy, Las Delicias, El Billar, Mitú, Miraflores… fueron los más duros golpes al Ejército y las batallas más sangrientas. Algunas duraron varios días y no unas cuantas horas, como esta que me tocó cubrir como periodista.
Ver la guerra y sus desastres humanos y materiales me llevó a asumir la promoción de los Derechos Humanos, el Derecho Internacional Humanitario y la vida misma, por encima de cualquier consideración política o económica.
«Tantos en Colombia quieren que la guerra siga simplemente porque no han visto nada de ella»
Creo que tantos en Colombia quieren que la guerra siga simplemente porque no han visto nada de ella, no tienen la más remota idea de la asquerosidad que ella representa: solo les anima el odio, la venganza, y el estar seguros que ni ellos ni sus hijos van a ponerle el pecho en un enfrentamiento armado en cualquier monte solitario.
Campamento (Nordeste Antioqueño), 1991 – Irse a la guerrilla por amor
La guerrillera más hermosa que he visto se llamaba Marisol, tenía 18 años y un rostro perfecto. Su largo cabello rubio contrastaba con el uniforme verde oliva que vestía. Si hubiera nacido en una ciudad y asistido a una academia de modelaje, habría sido la imagen de alguna marca de ropa fina o de costosos cosméticos.
Pero no, nació y creció en el municipio de Campamento, en el Nordeste de Antioquia, y allí, un año antes de finalizar su bachillerato en el liceo local, conoció a uno de los comandantes del Frente 36 de las FARC y se fue al monte con él.
En el pueblo, unos dijeron que lo hizo por amor y otros que porque se dejó echar el cuento de la revolución, el cambio social y todo aquello.
Cocinaba en un fogón de leña un sancocho de gallina delicioso que preparó junto a otra guerrillera muy bonita, una trigueña de la costa Atlántica extrovertida y conversadora.
Eran las únicas alrededor de la enorme olla porque los hombres de aquel grupo rebelde solo estaban mirando con sus fusiles al hombro. Marisol prácticamente no levantó la cabeza ni habló palabra en aquel rato, solo contestó con monosílabos lo que le preguntaban.
Los guerrilleros entregaron a la comisión humanitaria, de la cual yo hacía parte, a tres policías que habían tomado prisioneros unas semanas antes en un ataque a la estación del mismo municipio. Cuando volvimos al pueblo aquella tarde, me contaron la historia de Marisol.
Un año después, un domingo, la IV Brigada del Ejército envió a la prensa un escueto comunicado que decía -palabras más, palabras menos- que en zona montañosa de Campamento había sido “dada de baja alias Marisol”.
Me dieron ganas de llamar al B-5 -la unidad que por entonces manejaba la información pública de las brigadas- a decir que respetaran al enemigo muerto, que ese no era ningún alias sino el nombre verdadero de aquella muchacha, como todos en el pueblo sabían.
No lo hice simplemente para evitar problemas con quienes en ese bando de la confrontación –como pasa igual en todos– usan el lenguaje para deshumanizar, manipular, tergiversar o destruir simbólicamente a su oponente. Para quienes tienen en la palabra otra arma de guerra.
Santa Rita, Ituango (norte de Antioquia), 1991 – El Estado ausente
Dos pancartas de tela blanca no muy ancha cruzaban de lado a lado la calle principal del corregimiento Santa Rita, situado montaña arriba a unas cuatro horas de la cabecera urbana del municipio de Ituango, en el nudo del Paramillo. Las pancartas decían en letras negras: “Prohibido arrojar basura en la calle. FARC-EP” y “Prohibido correr en las bestias. FARC-EP”.
Los guerrilleros del Frente 35 que estaban en el pueblo se paseaban tranquilos para arriba y para abajo, y cuando llegaron sus comandantes entraron a las casas que quisieron sin pedir permiso.
Se dieron el lujo de ingresar a varias para escoger donde protocolizarían la entrega, a una comisión humanitaria de la Gobernación de Antioquia, la Procuraduría y la prensa, de 11 infantes de marina que habían secuestrado o “retenido”, según enfatizaban en su discurso, cuando viajaban de civil en un bus.
Allí las FARC eran el Estado y cuando años después llegaron los escuadrones paramilitares a cobrarles a bala y cuchillo a los campesinos aquella presencia guerrillera, tampoco hubo Estado.
En centenares de municipios, corregimientos, veredas e inspecciones hay oficinas gubernamentales, hasta funcionarios diligentes, pero son tan débiles que a eso le llamo el “Estado caricatura”.
Esa debilidad crónica o su simple ausencia –como la que evidencié allí como nunca antes en mi vida– ha sido una de las causas más profundas de esta larga guerra que queremos que termine pronto.
*Periodista, profesor Universidad EAFIT (Medellín)