La parábola de Carlitos

La historia de la esclavización contemporánea sigue germinando en los predios del Ingenio Risaralda. Y la historia de la injusticia y la represión se resume en la vida de Carlos Ossa. ¿Sabes quién es?

Carlos Ossa ya no sabe leer, ni contar, y olvidó cosas tan importantes como montar en bicicleta, descifrar los números del reloj o recordar la fecha. Carlitos –así le dicen aunque mide casi dos metros– tampoco sabe agarrar el machete como lo hacía antes para cortar caña de azúcar… algunas veces ni siquiera consigue mantener el equilibrio para seguir de pie. Carlos Ossa, padre de dos niñas y activista sindical de los corteros de caña del Ingenio Risaralda, recibió en la cara un disparo de gas lacrimógeno que le reventó el ojo derecho durante las protestas que los obreros realizaron el 5 marzo de 2015 exigiendo contratación directa. Con el impacto cayó al suelo y una docena de miembros del ESMAD lo rodearon y apalearon y machetearon hasta dejarlo sin consciencia. Cuando fue rescatado tenía fracturas en el esternón y las costillas y un machetazo en la cabeza que le partió el cráneo. Los médicos dijeron que había perdido parte del cerebro y probablemente iba a morir pronto. Si sobrevivía, advirtieron, quedaría para siempre como un vegetal.

Once días más tarde Carlitos despertó. Había perdido la memoria, sufrió una reducción de la movilidad y lo atacaban dolores espantosos en la cabeza. No obstante, supo que sus compañeros consiguieron un salario más justo y mejores condiciones laborales gracias a él. Y aunque olvidó muchas cosas, no se arrepiente. Tampoco olvida que su ojo derecho y sus facultades fueron parte del precio que los obreros pagaron por conseguir que se cumplieran sus derechos básicos.

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El Ingenio Risaralda fue un gran proyecto agroindustrial creado con fondos públicos del departamento entre las décadas del sesenta y setenta en asocio con grandes terratenientes que acaparaban las mejores tierras del valle del río Risaralda. Aquellos terrenos fértiles ocultaban una vieja historia de despojo a las comunidades negras asentadas en el Cañaveral del Carmen, el poblado de pescadores y tabacaleros que fue arrasado a comienzos del siglo XX por los colonos antioqueños. Posteriormente, en los años sesenta de ese mismo siglo, durante la fallida reforma agraria del presidente Carlos Lleras, los hacendados del valle “barrieron” sus fincas desalojando a los campesinos para evitar que reclamaran derechos sobre las tierras. La implantación de los enormes cultivos de caña y de una factoría para procesarla en azúcar fue la estrategia que rentabilizó y valorizó con dineros públicos las enormes propiedades particulares de un puñado de familias ricas de Pereira y Manizales.

Así, el Ingenio se convirtió en la principal empresa agrícola de la región, con influencia sobre territorios de municipios como Cartago, Obando y Ansermanuevo en el Valle del Cauca, La Virginia, Apía, Santuario, Balboa y Pereira en Risaralda, y Belalcázar y Viterbo en Caldas. Según datos de la misma empresa, el Ingenio aprovecha alrededor de unas 11.000 hectáreas sembradas de caña de azúcar en el valle del río Risaralda y el norte del Valle del Cauca, que se destinan a la elaboración de azúcar y alcohol carburante. Este volumen de producción supone el corte de más de un millón de toneladas de caña cada año, una labor durísima que realizan los “corteros” o “iguazos”, la mayoría de ellos son jornaleros rurales de la región, hijos o nietos de los antiguos aparceros y campesinos del río Risaralda.

A comienzos de los noventa, con la liberalización económica y la furia privatizadora que siguió al gobierno de César Gaviria Trujillo, el departamento de Risaralda y las corporaciones públicas que tenían acciones en el Ingenio vendieron su participación. Hoy el principal accionista del Ingenio Risaralda es el grupo económico de Carlos Ardila Lülle, quien es el mismo propietario de Postobón y RCN. Ardila Lülle, uno de los hombres más ricos y poderosos del país, también posee el control de la mayor parte de ingenios azucareros del Valle del Cauca, lo que le otorga un dominio casi absoluto del monopolio del azúcar en Colombia.

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Juan de la Rosa es famoso en La Virginia por un puesto de cachivaches en la plaza de mercado y por su vieja militancia izquierdista. Hubo un tiempo en que era el único que repartía propaganda del Polo Democrático en su pueblo y echaba rollos sobre el antiimperialismo y la revolución a cuanto cliente se arrimara a comprarle un trapo para la cocina. Cuando los corteros de caña del Ingenio llegaban los domingos a mercar, Juan les hablaba de la injusticia, de luchar por sus derechos, de la necesidad de organizarse… La mayoría lo escuchaba con temor, otros pasaban de largo. “En el Valle unos compañeros trataron de organizar a los corteros” –cuenta- “yo venía con esa orientación: cogía los comunicados que llegaban del Valle y me iba sólo en la madrugada, a pié, a repartirlos en los sitios donde ellos esperaban el bus”.

En 2008, después de la huelga de 54 días con la que los corteros paralizaron el sector azucarero del Valle del Cauca en protesta por las terribles condiciones de precarización y sobreexplotación laboral, comenzó el proceso de organizar sindicatos en los diferentes ingenios. Algunos activistas revivieron a SINTRAINAGRO, una antigua agrupación casi extinta a punta de matanzas y persecuciones que agremió a miles de jornaleros y trabajadores de las plantaciones bananeras del Urabá. Los corteros del Ingenio Risaralda no alcanzaron a participar de este movimiento pero seguían con atención los hechos. Por esos años el Ingenio había comprado dos modernas máquinas de corte que reemplazaban el trabajo de cien hombres sobre el terreno, lo que agravó sus preocupaciones.

Ninguno de los corteros era contratado directamente por la empresa, sino por alguno de los seis subcontratistas con los que el Ingenio acordaba las labores de corte. Por eso, en teoría, era imposible reclamar algo ante los patrones y mucho menos formar cualquier tipo de asociación sindical. Como si fuera poco, los subcontratistas no pagaban un salario fijo, sino montos a destajo sobre las toneladas cortadas por precios irrisorios; los obreros tenían que trabajar domingos, festivos y hasta de noche, sin recargos ni pago de horas extras; no tenían derecho a vacaciones, ni liquidación y podían ser despedidos en cualquier momento. A fin de mes, cuando salían las cuentas de toneladas cortadas y días trabajados, muchos obreros no alcanzaban siquiera los topes del salario mínimo. Arnobio Estrada, uno de los dirigentes, cuenta indignado que a veces los contratistas encendían la luz de los buses y apuntaban hacia el cultivo para que los corteros siguieran trabajando hasta la noche. “Nos pagaban la quincena un lunes y desde el jueves o viernes anterior había gente sin comida en la casa”. Cuando hablan de aquello todos emplean la misma palabra: esclavitud. “Era de oscuro a oscuro”, dice uno: “Llegábamos por la noche y no encontrábamos ni la familia porque todos estaban dormidos”.

“Yo seguí yendo todos los días con un megáfono, solo, a hablar en la puerta del Ingenio” recuerda Juan de la Rosa. “Todos se alegraban cuando me veían, pero siempre con ese miedo tan verraco”. Eso fue entre 2010 y 2013, hasta que un día apareció Arley Bonilla, un afrocolombiano con vocación de líder nato, que comenzó a reunirse con Juan por la noche en un lote baldío, en secreto, invitando cada vez a más compañeros. En cierta ocasión llegaron quince corteros; luego veinte, después treinta… En una de esas reuniones estuvo Adolfo Tigreros, el conocido dirigente de los cañeros en Palmira. Por fin, un viernes de mediados de 2013 convocaron a una reunión secreta en Cartago a la que llegaron 48 obreros. Deliberaron hasta las tres de la madrugada, el propósito era fundar un sindicato y nadie podía enterarse pues corrían el riesgo de que los echaran del trabajo al día siguiente.

Una vez hecho el papeleo y formalizadas las cosas, los corteros convocaron una segunda asamblea, ahora sí abierta y pública. Ese día llegaron y se afiliaron 350 obreros que salieron marchando por las calles de La Virginia y gritando arengas contra la explotación laboral. Después, el 21 de febrero de 2014 medio millar de corteros de caña marcharon hasta Pereira exigiendo la contratación directa y el fin de los abusos; de no lograr un acuerdo irían a la huelga.

Arley Bonilla, el presidente del sindicato de corteros del Ingenio Risaralda, afirma que hoy en día buena parte de las labores del Ingenio están tercerizadas. Aunque la tercerización es ilegal, los empresarios siempre encuentran baches jurídicos y fórmulas para implantarla. Esta es una estrategia económica de las grandes empresas para burlar impuestos y responsabilidades directas con sus trabajadores: de este modo no asumen vínculos directos, no pagan parafiscales, y ahorran costos de planta. Colombia Plural intentó una entrevista con los representantes del Ingenio Risaralda para que explicaran por qué mantuvieron durante más de diez años este modelo de vinculación laboral, sin embargo, no hubo respuesta.

Pero quizá la peor consecuencia de la tercerización es que anula la organización de los obreros, pues al no tener contratos directos con la empresa no pueden formar sindicatos y generalmente deben entenderse con subcontratistas arbitrarios y violentos que imponen condiciones leoninas de trabajo. Ante cualquier protesta o intento de organización la respuesta inmediata de los subcontratistas es poner a los revoltosos en la calle y contratar a nuevo personal. “La cuestión es que a la gente le da miedo ir a dar una pelea porque no hay una fuerza, es muy difícil cuando no hay masa, cuando no hay fuerza para sindicalizarse” se lamenta Arley.

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El mismo día en que los corteros del Ingenio Risaralda declararon la huelga exigiendo la vinculación directa por parte de la empresa, el 5 de marzo de 2015, el ESMAD los atacó de madrugada a la entrada de la factoría donde estaban acampando. Al final, hubo varios heridos graves y cuantiosos daños materiales, la batalla campal sólo se detuvo cuando los corteros tomaron las instalaciones del Ingenio y amenazaron con prender fuego a los tanques de combustible si la Policía no se retiraba. Se cuenta que un alto general de la Policía en Bogotá tuvo que intervenir con una llamada para frenar la brutalidad de los antidisturbios, que parecían dispuestos a destruir las instalaciones del Ingenio. Ante el escándalo y la presión de los obreros, los empresarios se vieron forzados a negociar y tras una dura pugna se firmó, después de muchos años, una convención colectiva entre el Ingenio Risaralda y los corteros de caña, que consiguieron una modalidad de contratación más ventajosa y evidentes mejoras en sus condiciones de trabajo. Por una vez los trabajadores habían ganado.

Desde esa madrugada Carlos Ossa, Carlitos, no puede trabajar, ni montar en bicicleta, ni entender los números del reloj. “Yo era un hombre alentado” –dice- “pero mire como me dejaron esos bandidos”. La empresa jamás respondió por él, argumentando que no era un empleado del Ingenio sino de los subcontratistas, por eso Carlitos no ha logrado conseguir una jubilación por invalidez. Sus compañeros recogen dinero cada mes para aportarle al mantenimiento de la familia, hacen colectas con qué pagar los tratamientos y se turnan para acompañarlo en la interminable sucesión de citas médicas. Jamás lo han abandonado.

Por las tardes, cuando los corteros regresan al barrio empapados de sudor tras la faena concluida, lo saludan desde la puerta y él responde a cada uno llamándolo por su nombre. Ellos lo respetan, lo admiran. “A mí no me tocó esta época, mire cómo me dejaron”, insiste “pero vivo contento con los compañeros que ahora tienen buena comidita y se compuso la situación, con sacrificios. Tenía que ocurrir lo que ocurrió para que las cosas se cuadraran. Es dura la vida. Tenían que dejarme a mí inválido para que las cosas se cuadraran, así tenía que ser”.