2017: los retos de la paz más allá del acuerdo
El año 2016 ha sido de infarto. La recta final de las negociaciones de La Habana, el estrepitoso fracaso del plebiscito en el que se empeñó Santos, el giro de 180 grados en el discurso y en la estética de las FARC, la montaña –o ruleta- rusa del ELN, la retórica guerrerista camuflada del uribismo, la irrupción política de las iglesias cristianas y el ocultismo de la católica, la breve “primavera” urbana con marchas y vigilias fugaces, o la reforma tributaria que sólo mantiene contentos a los que más tienen… Se cierra con la implementación de los acuerdos “reconvertidos” entre el Gobierno y las FARC y un clima de incertidumbre sobre el futuro. Estos son cinco de los retos en los que habrá que avanzar positivamente en 2017 si no se quiere que la precampaña electoral -que parece haber comenzado en el plebiscito- no devore las expectativas de paz de la parte del país que aún le apuesta a un futuro diferente donde los disensos no sean equivalentes a muerte.
1/ Llenar los espacios
Con la salida de las FARC de los territorios que habitualmente ha ocupado –y controlado- se ha desatado una lucha por el control de esas áreas en la que participan diversos grupos paramilitares y, en algunos casos, el ELN y el reducto del EPL que aún persiste alzado en armas. O el Estado entra a disputar esos territorios y hace presencia efectiva (y no sólo militar) en ellos o se corre el riesgo de permitir que las narcorepúblicas armadas que comenzaron a consolidarse a finales de los noventa sean inexpugnables. No sólo se trata de amplias zonas en la Colombia rural, sino de barrios enteros en las ciudades controlados social, económica y políticamente por grupos armados al margen de la ley. El Estado (con sus tres ramas: ejecutiva, legislativa y judicial) debe retomar la confianza y los espacios perdidos –o nunca ganados, desde que en la consolidación de la república se impusieron los intereses locales de los gamonales sobre la idea de nación-. Este proceso no puede lograrse en un año, pero estos primeros meses tras la puesta en marcha de los acuerdos de paz serán clave para enviar señales claras de la voluntad del Estado de salir de la burbuja bogotana para gestionar todo el país.
2/ Cerrar las brechas
Si algo han señalado los protagonistas de otros procesos de paz en el mundo es que si no se comienzan a abordar los problemas estructurales, la violencia o regresa con diferentes razones sociales o se transforma y se degrada. Es en lo estructural donde se puede dar el paso de la paz negativa (el silencio de las armas) a la paz positiva. Mantenemos una pobreza estructural que roza al 30% de la población y unas durísimas condiciones de vida para la mayoría de los ciudadanos. La situación es especialmente en las zonas rurales dispersas, con una pobreza monetaria que supera el 40% y en ciudades como Quibdó (50,2%), Riohacha (41%) o Florencia (32,6%). Las brechas de acceso al empleo digno (con derechos laborales y prestaciones sociales), a la vivienda y los servicios públicos o a la salud y educación de calidad siguen siendo abismos en un país cuya economía aparece cada vez más (re) primarizada: un ejemplo es que las exportaciones han repuntado en noviembre gracias al oro o, incluso, al café sin tostar.
3/ Frenar el paramilitarismo
La concreción del acuerdo de paz ha ido acompañada de una ofensiva sistemática contra líderes sociales, campesinos y estudiantiles en todo el país. Asesinatos, atentados y amenazas se sienten especialmente en el Cauca, Nariño, la Costa Atlántica o en el Valle del Cauca. El aparato del Estado debe dar muestras de que es capaz de proteger a estas personas. Es mala señal el empeño de la Fiscalía General y del Ministerio de Defensa de negar la sistematicidad de estas acciones firmadas, en general, por grupos paramilitares.
Los acuerdos de paz, adicionalmente, incluyen un paquete de medidas para acabar con los grupos herederos del paramilitarismo. Es de las primeras acciones contundentes que deben producirse para que se regenere la confianza en un estado que, hasta ahora, no ha sido aliado de la población civil.
4/ No olvidar la “Paz territorial”
En los últimos dos meses ha desaparecido del discurso oficial una de las ideas más interesantes planteadas por el Alto Comisionado de Paz, Sergio Jaramillo: la paz territorial. Aunque nunca quedó muy clara la traducción a la práctica del término, sí parecía evidente que se iban a tener muy en cuenta la diversidad territorial, cultural y étnica del país y que se respetarían las visiones territoriales del desarrollo, tradicionalmente enfrentadas a los planes diseñados desde Bogotá. En este primer año de implementación será de suma importancia que se escuche y se respete a los territorios. Lo tendrá que hacer el mismo Gobierno que ha sido reacio a cumplir sus compromisos con pueblos enteros como el Chocó o la Guajira, donde los movimientos cívicos denuncian los permanentes incumplimientos de los funcionarios respecto lo acordado tras jornadas de protesta. Esa paz territorial no se puede traducir simplemente en la transferencia de recursos a los municipios ya que muchos de ellos han perdido la confianza de unos ciudadanos cansados de casos de corrupción o de ineficacia. La paz territorial, al menos en su primer año, deberá suponer la reconstrucción del débil tejido que sigue uniendo a los territorios invisibles (la mayoría de los departamentos del país) con la Colombia visible (la de las grandes capitales y del eje geográfico central de la economía). La paz territorial, aunque sea tímidamente, deberá hacer moverse al Gobierno de la apuesta por la minería y la extracción de hidrocarburos como única alternativa para el progreso del país.
5/ La reforma de la que nadie quiere hablar
Poco a poco, en silencio, como se quiera, pero las Fuerzas Militares deben ser reformadas. Una vez que han salido premiadas en el acuerdo de paz (la Ley de Amnistía es especialmente beneficiosa para sus miembros acusados de delitos contra los derechos humanos), ahora toca una triple reforma: en su doctrina (para abandonar la lógica del “enemigo interno” impuesta en toda América Latina en la segunda mitad del siglo XX), en su tamaño (sobredimensionadas para un periodo de paz con casi medio millón de efectivos), y en su relación con la población civil (a la que ya no puede ver como potencial sustento de la guerrilla). Esas tres espinas deben ser gestionadas por civiles porque las fuerzas militares deben estar subordinadas al poder civil y dejar de ser una cuarta pata del estado sin control. Además, tocará comenzar con la reconversión de la Policía Nacional para sacarla de la estructura de la Fuerza Pública y concentrar su acción en la garantía de la seguridad pública. El proceso de reforma, tan necesario como complejo, también debe suponer la depuración interna de oficiales relacionados con el paramilitarismo, con las ejecuciones extrajudiciales (falsos positivos) y, en general, con la violación de los derechos humanos. Hasta ahora, se ha premiado con ascensos a muchos altos mandos en investigación por estos casos y en los territorios siguen siendo permanentes las denuncias de la población de una cierta connivencia o permisividad ante el accionar del crimen organizado.