Dos nuevos asesinatos confirman la arremetida ‘para’ en el Bajo Atrato
(Felipe Chica recorrió el río Salaquí y compartió con sus gentes en la primera semana de diciembre de 2016 como parte del trabajo de campo para el especial 1996-2016: Las heridas de Riosucio)
Dicen que lo golpearon hasta matarlo, que su hijo estaba presente y que a él también lo asesinaron. A Juan de la Cruz y Moisés Mosquera los mataron hombres que se identificaron como miembros de las autodenominadas Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC). Mientras les propinaban la golpiza mortal, los tildaban de guerrilleros. Según denuncia la Asociación de Afrodescendientes Desplazados (Afrodes), «Juan De la Cruz Mosquera se encontraba viviendo en condiciones de desplazado en Riosucio a donde llegaron personas conocidas y le invitaron a viajar a la Comunidad de Caño Seco, en el Río Salaquí donde los paramilitares tienen una base de mando, la cual se encuentra a pocos kilómetros de la base militar del ejército. Una vez allá le pidieron llamar a su hijo Moisés que se encontraba en la comunidad de Tamboral con quién necesitaban resolver un problema, cuando este llego, el día sábado 7 de enero de inmediato fue asesinado. Su padre quien se encontraba retenido por el grupo se enteró de su muerte el día lunes 9, de inmediato los confronto y estos procedieron con asesinarlo». Juan De la Cruz y su hijo eran familiares de Marino Córdoba, presidente de Afrodes, a quien también le asesinaron un hijo en el mismo municipio a finales del año pasado. (Ver Comunicado Afrodes)
Estos son los primeros homicidios de 2017 en el Bajo Atrato pero se suma a los últimos siete presentados en proximidades a Riosucio (Chocó) según la Asociación de Comunidades del Bajo Atrato. Desde 2015 han sido asesinados al menos cuatro líderes de los distintos Consejos Comunitarios que ocupan esa parte del Chocó.
El modus operandi en la muerte de Moises no es muy diferente al resto de otros líderes en el país: afinidad con el proceso de paz que se adelanta con las FARC, influencia organizativa en proximidades a las zonas de concentración -en este caso Vigía del Fuerte y Riosucio donde se estableció que habría zonas campamentarias para la llegada de desmovilizados de esa guerrilla-, y el lugar común, pero obligatorio en este caso, de la ausencia del Estado en la zona del crimen. Sin embargo, hay una agravante particular en el caso del Bajo Atrato: mucho dinero en juego que se genera en las tierras usurpadas a comunidades negras hoy ocupadas por grandes proyectos agroindustriales, rutas del narcotráfico y minería.
En resumen, hace décadas que comenzó una disputa territorial por la zona que compromete actores armados y al mismo Estado. La expansión del departamento de Antioquia sustituyó la selva por potreros y monocultivos, la contención chocoana apalancada por la Corte Constitucional frenó la ocupación por medio de Consejos Comunitarios, una figura creada por la ley 70 de 1993 que ordena el terrritorio para comunidades negras. Todo eso se nota con tan solo mirar a lado y lado del río Atrato: la ribera derecha en dirección a la corriente es lineal, monótona; la izquierda, en cambio, es una selva imposible. Sobre esa composición territorial es que cada actor armado, de izquierda y de derecha, se mimetiza. Sin embargo, la coincidencia viene desapareciendo por cuenta de una guerrilla en proceso de desmovilización y un paramilitarismo creciente que busca ocupar esos espacios con miras al control territorial sobre las economías de tráfico de madera, coca para uso ilícito y acumulación de tierras.
Una sentencia de la Sala de Justicia y Paz del Tribunal Superior de Medellín detalla la magnitud de la paraeconomía del desmovilizado y transformado Bloque Elmer Cárdenas. Según este Tribunal, solo en 2001 la empresa Maderas del Darién -que tuvo asiento en Riosucio- aportó 150.000.000 de pesos al bloque y también cobró vacunas a pequeños aserradores clasificados por tipo de madera, peajes, transportadores, ventas informales y otros ‘rubros’ organizados con cuidado en esa contabilidad criminal, que en ese mismo año alcanzó a registrar 37.466.118.000 de pesos en utilidades brutas. Los montos ya venían creciendo desde finales de los noventa. En 2006, fecha en la que inicia la desmovilización de este bloque, el recaudo fue de 9.083.800.000.
La desmovilización propiciada por Justicia y Paz en el gobierno de Álvaro Uribe no acabó con esa alianza entre terratenientes, narcotraficantes, políticos y militares. Con la capacidad monetaria que les dio el control de la vasta región de Urabá, el proyecto paramilitar al mando de Freddy Rendón, alias El Alemán, era inevitable su fortalecimiento y continuidad. Rendón, luego de pagar ocho años de prisión, se encuentra en libertad desde 2015.
Varias personas de Riosucio aseguraron a Colombia Plural, en una gira realizada en diciembre, que el aparato paramilitar se ha reactivado en los últimos dos años y conserva “intacta” su capacidad bélica. Los antecedentes soportan esa afirmación. En versiones libre ante Justicia y Paz, Raúl Emilio Hasbún, alias Pedro Bonito, le contó a la jueza los detalles de la Operación Agredo en la que Hasbún participó para la entrada de 4.200 fusiles comprados en Bulgaria y que ingresaron a Colombia por Urabá. Él se encargó de la legalización del transporte. Las armas llegaron al Golfo en barcos bananeros y pasaron el Canal de Panamá con el pretexto de ser dotación para ese país, pero terminaron en las filas del Bloque Élmer Cárdenas y otros grupos de autodefensas. ¿Cuántas de esas armas continúan hoy en manos de los neoparamilitares de AGC luego de la desmovilización? ¿Cuántos cargamentos más hubo? ¿Por qué las autoridades colombianas no han cotejado la entrega de armas en el marco de Justicia y Paz contra los testimonios de los jefes paramilitares que hablan sobre las cantidades de armamento importado? Son preguntas que hoy siguen sin responderse de forma satisfactoria. Los testimonios de los comandantes paramilitares en las versiones libres ofrecen datos a la justicia colombiana para saber que el nivel belicoso del paramilitarismo más que subestimado ha sido ignorado. Hoy es un reto mayúsculo para la implementación de los acuerdos de paz, en especial para el punto 3.4 que establece la protección de los líderes comunitarios.
Según testimonios locales, las AGC ejercen influencia sobre Antioquia en Necoclí, Vigía del fuerte, Murindó, Dabieda, Mutatá, San Juan de Urabá, Arboletes y Uramita. En el Chocó lo hacen en Acandí, Ungía, Riosucio, Bojayá, Juradó, Condoto y Curvaradó y Quibdó. “El objetivo es consolidar las rutas del narcotráfico, la minería ilegal e impedir la restitución de tierras planteada en los acuerdos”, afirma un líder local cuyo nombre se omite por razones de seguridad. La Corporación Nuevo Arco Iris dice que se trata de un estratagema para “la protección armada de las tierras despojadas a las comunidades afros e indígenas” y el “fortalecimiento de su capacidad de fuego y de desestabilización armada del territorio, con el objetivo de aumentar su capacidad de negociación con el estado de cara a presionar un proceso de desmovilización, similar al efectuado en el año 2006, con el gobierno de Álvaro Uribe Vélez”.
El año que termina se caracterizó por una disminución de acciones armadas dentro del conflicto en contraste con un aumento brutal del asesinato de líderes y lideresas a lo largo y ancho del país. Cauca, Nariño, Antioquia, Santander y Valle del Cauca son algunos de los departamentos más afectados. Un informe de Verdad Abierta establece que fueron al menos 77 los líderes asesinados en 2016. Otro reporte de Somos Defensores encontró que para el primer semestre del año se presentaron 314 agresiones a este perfil de personas. Bajo las cifras, la muerte de cada líder o lideresa cae en una injusta indiferencia de nombres que desaparece con el tiempo, por eso, en esta ‘nueva’ etapa choca que el Fiscal General de la Nación afirme que no hay pruebas de un ejercicio sistemático de asesinato a líderes sociales.