Los 119.471 colombianos que no importan

Las cárceles del país son un no-lugar social. Nadie mira hacia ellas y las denuncias que ha hecho el Defensor del Pueblo no impactan en el Gobierno, que tampoco parece conmoverse ante las sentencias de la Corte Constitucional. ¿A quién le importa lo que ocurra con los 119.471 personas que malviven en prisión?

“Encontré un panorama terrible. Hay un hacinamiento insoportable para cualquier ser humano, no hay dignidad, los presos duermen en el suelo, en los baños, aquí coloquialmente los llaman ‘los zarzos’ y ‘las busetas’, eso es lo más indignante que he visto en mi vida”.

El Defensor del Pueblo, Carlos Alfonso Negret Mosquera, ha tardado cinco meses, desde que tomara posesión, en descubrir la Colombia entre rejas y lo ha hecho en la cárcel de Bellavista (en Bello, Antioquia), donde el hacinamiento es a febrero de 2017 del 93%. Es decir: en el espacio para 2.424 presos se agolpan 4.700. No es la peor del país, en realidad. Negret, sin embargo, ha pedido el “cierre inmediato” de Bellavista sin proponer ninguna solución viable porque el panorama no es mejor en el resto del país donde la población privada de libertad (119.474 personas) habita celdas y pasillos con capacidad sólo para 78.418. La media de hacinamiento es del 52,36%. El Defensor radicó el lunes 6 de febrero la petición de cierre ante la Corte Constitucional y se fue de gira a otra cárcel, la de Las Mercedes, en Montería (120% de sobrepoblación). Para esta no pide el cierre pero sí acciones para mejorar, entre otras muchas cosas, el alcantarillado.

Negret alabó, durante su esclarecedora visita a Bellavista el 2 de febrero, el esfuerzo del Ministerio de Justicia por reducir el hacinamiento, pero esta dependencia tampoco puede con una realidad acosada por el insuficiente presupuesto, la precariedad del sistema judicial y la indiferencia política y social a la situación de las personas privadas de libertad. De hecho, en mayo de 2016, el Ministerio decretó la emergencia sanitaria ante la grave desatención médica de, al menos, 10.000 presos en 74 de los 136 establecimientos de reclusión del país.

El diagnóstico conocido

Carlos Alfonso Negret Mosquera no tenía que hacer una gira para saber lo que es de público conocimiento y para profundizar en lo que la Corte Constitucional ha denominado como Estado de Cosas Inconstitucional en las cárceles del país. En tres sentencias espeluznantes (la T-762 de diciembre de 2015, la T-388 de 2013 y la T-153 de 1998), los magistrados desgranan una situación generalizada de vulneración de los derechos más básicos y denuncian “la institucionalización de prácticas en el sistema penitenciario y carcelario que son evidentemente inconstitucionales. Por ejemplo, la exigencia de la interposición de acciones de tutela para la prestación de servicios de salud, que ni así, llegan a sus destinatarios; el hacinamiento como fenómeno estructural; la indefinición de competencias de las autoridades; la corrupción y comercialización de bienes y servicios básicos en los establecimientos (camas, colchonetas, jabones); el encierro permanente y prolongado de los reclusos sin luz solar, entre otras”.

De esta situación saben bien las 558 personas privadas de libertad en Riohacha (la Guajira), con una sobrepoblación del 458%, o las 1.158 que sobreviven en la tétrica cárcel de Valledupar (Cesar), con un hacinamiento del 352%, o las 6.653 Cali (Valle), con una sobrepoblación del 264%, o las 201 de Magangué (258%), o las 1.498 de Pasto (163% de hacinamiento), o las 1.579 de Barranquilla (146%), o las 3.088 de Bucaramanga (103%)… El caso de Riohacha es significativo porque de los 558 reclusos, nada más que tiene condena 59 personas y el resto, 495, esperan un juicio en condiciones infrahumanas.

El populismo punitivo

La Corte Constitucional también indagó en las razones de esta inmensa y abandonada población carcelaria. No se trata de que en Colombia se haya dado un pico de criminalidad inmanejable, sino que “la política criminal colombiana se ha caracterizado por ser reactiva, desprovista de una adecuada fundamentación empírica, incoherente, tendiente al endurecimiento punitivo, populista, poco reflexiva frente a los retos del contexto nacional, subordinada a la política de seguridad, volátil y débil”. Es decir, los diferentes gobiernos han practicado lo que la Corte denomina como “populismo punitivo” y han ido cambiando la legislación penal no como fruto de una reflexión compleja sino como parte de campañas electorales o de reacciones a casos mediáticos.

De hecho, la población reclusa se triplicó entre 1992 y 2010, pasando de 27.000 personas a 81.000. La Corte analiza como entre 2000 y 211 se crearon 47 nuevos tipos penales y se incrementaron las penas de 80 delitos ya existentes: una “severidad punitiva” populista e incoherente, según señalan los magistrados, que ha hecho insostenible la situación carcelaria.

Juan Manuel Santos, desde que llegó a la Presidencia en 2012, ha estado anunciando planes de choque que no han logrado una mejora de la realidad mientras la población penitenciaria aumentaba en un 47% en sus seis años al frente del Gobierno, pasando de 81.095 en 2010 a los 119.474 actuales. La última promesa tiene forma de proyecto de ley (148 de 2016) y fue presentado en la Comisión Primera del Senado el 20 de septiembre de 2016. La paz atrasa todo, así que hoy, seis meses después, el Congreso informa que esta iniciativa -“por medio del cual se modifican la Ley 1709 de 2014, algunas disposiciones del Código Penal, el Código de Procedimiento Penal, el Código Penitenciario y Carcelario, el Código de Infancia y Adolescencia, la Ley 1121 de 2006 y se dictan otras disposiciones”- sigue pendiente de ponencia para un primer debate (de ocho).

Si durante la administración Santos el incremento de la población tras las rejas ha sido significativo (39.379 presos más que cuando llegó), durante los dos mandatos de Álvaro Uribe (2002-2010) también aumentó en un 58% (de 51.276 a 81.095 reclusos). Es decir, sólo sumando los periodos de Uribe y Santos el país vio crecer su población reclusa en un 133%. Ningún proyecto de construcción de cárceles puede ir a esa velocidad.

La falta de presión social y el desinterés de la opinión pública hace que se más rentable políticamente meter gente a la cárcel que responsabilizarse por garantizar sus derechos humanos.