En esta información no vamos a dar datos, ni cifras de menores muertos por desnutrición ni índices de necesidades básicas insatisfechas. No al menos las que llevan a La Guajira a las portadas de periódicos. Para qué, si el propio Plan de Desarrollo del Departamento para 2016-2019 rebate todos los números oficiales del Estado y le acusa de no conocer, ni siquiera, cuántos habitantes tiene en realidad, si habla de un subregistro de nacimientos del 79%; para qué si está convencido de que “lo que no se conoce no se puede gobernar”.
Es el escenario en el que tratar de aproximarse a los porqués de lo que ocurre en La Guajira, un momento en el que la Corte Constitucional ordena inspecciones judiciales por la crisis que enfrenta ese departamento donde los menores mueren por desnutrición y enfermedades respiratorias; las heridas del extractivismo se cuentan en clave de contaminación y sed; y la preocupación y presencia institucional se narra en clave de escándalos de corrupción, robo y ausencia de datos reales; cómo se va a gobernar lo que no se conoce. Un momento en el que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) otorga, por segunda vez en menos de dos años, medidas cautelares para el pueblo Wayúu; en 2015 lo hizo por los menores que morían por desnutrición y ahora lo hace por las madres lactantes y las mujeres embarazadas. Cuando el presidente, Juan Manuel Santos, anuncia que no declarará el estado de excepción en La Guajira, como había reclamado la comunidad Wayúu, porque eso se reserva para hechos anormales que el Estado sólo pueda controlar con facultades extraordinarias. Un momento en el que el Gobierno sí anuncia, ante la crisis institucional, que asumirá temporalmente el manejo de recursos de salud, educación y agua potable de La Guajira. Este mismo mes, el gobernador de La Guajira, Wilmer González Brito, fue enviado a la cárcel por un presunto delito de compra de votos. No es el primer gobernador ni el primer alcalde en el foco de la justicia. (Para conocer de cerca La Guajira le puede interesar ‘Crónicas wayúu’, un extenso trabajo de campo publicado por Otramérica).
«La situación de La Guajira se encubría con muchas otras cosas. Estaba incubándose y en algún momento tenía que salir esto», reflexiona Jackeline Romero, una lideresa de la Baja Guajira del colectivo Fuerza Mujeres Wayúu, quien insiste en las cosas van más allá de la corrupción. En su diagnóstico hay una idea que atraviesa todo el discurso : «La corrupción se fue fortaleciendo por la incomprensión del Estado en la forma de invertir recursos. Se hace desde oficinas frías de Bogotá, sin entendimiento e intercambio cultural sobre las necesidades reales del Pueblo Wayúu. Así, el olvido fue creciendo«. Junto a ello, las palabras sobre la voracidad de los proyectos extractivos y la estigmatización de la población guajira sirven para completar su cuadro sobre el hoy y el porqué de este hoy.
“En la zona Rosa de Bogotá ni se imaginan La Guajira. Hay pereza para entenderla, estudiarla y respetarla”. Así trata de describir la relación de La Guajira con el resto del país el antropólogo Weildler Guerra (nombrado este 23 de febrero como gobernador encargado por el Gobierno central). De incertidumbre y desconfianza, de desesperanza habla Toni Argote, médico de la Fundación Salud al Alcance de Todos. En las palabras de ambos se repiten dos ideas: el abandono estatal, la rapiña de recursos, la crisis institucional y política, y la necesidad de que la solución venga desde dentro. “Que ellos digan lo que necesitan y hacerles acompañamiento”. Como ejemplo, un informe de la Controlaría General de la República sobre las inversiones públicas de 2012 asegura que se vulneraron los derechos de participación de las comunidades, beneficiando a pequeños grupos, lo que llevó a una mala gestión y desviación de recursos. Entre 1995 y 2015 La Guajira, narra una información de El Heraldo, recibió regalías del carbón y el petróleo por valor de 4,8 billones de pesos, pero en 2016 el municipio tenía una deuda de 360 mil millones y un presupuesto de sólo 400 mil millones. Para Jackeline Romero, la institucionalidad tiene que entender la dinámica de los pueblos. Superar la verticalidad de las instituciones. Hay que «pensar en la integralidad de la atención más allá del asistencialismo«. Esta lideresa wayúu insiste en que se estigmatiza a la familia wayúu y se pone el foco en el niño desnutrido, pero «ese niño desnutrido viene de una madre con carencias nutricionales y de una pobreza multifuncional. En esa dinámica de atención hay que comprende el concepto amplio y extendido de la familia wayúu».
Algo más que la desnutrición
Antropólogo y doctor insisten en que la realidad de hoy en La Guajira responde a un conjunto de cosas que van mucho más allá de la desnutrición. Hoy el mapa de La Guajira tiene una cicatriz visible que corta en dos el territorio, los 150 kilómetros de la vía del tren minero que saca los 32 millones de toneladas de carbón que cada año produce la mina El Cerrejón; y otras invisibles, las del abandono y la desesperanza, la del irrespeto a la cosmovisión y a las lógicas de los indígenas, el acaparamiento de tierras y la del agua secuestrada.
Weildler Guerra abre el foco desde las noticias puntuales -de sucesos- para mirar a la raíz de la “crisis institucional, económica y ambiental” que atraviesa La Guajira y para ello apunta a un “trasfondo histórico más profundo”. Recuerda que la nación Wayúu era una nación anterior a la República con unos lazos muy fuertes con El Caribe, del que ahora se le ha aislado, y una identidad muy diferente al resto del país. La República la tomó como una zona lejana, “una colonia distante, un lugar de recursos con el que no hay reciprocidad”. Una concepción que se traduce hoy en una zona “supremamente golpeada, donde todo sale y nada retorna”, en una “economía de enclave” que no se articula con la economía regional y que provoca conflictos. “La Guajira es muy rica pero pocos se quedan con esa riqueza”, reflexiona Toni Argote en el mismo sentido.
El Cerrejón es la mayor empresa de exportación privada de Colombia, sus mercancías salen principalmente por Puerto Bolívar. A unos kilómetros de allí, cerca de bahía Portete -su nombre evoca el dolor de la masacre de los paramilitares de las AUC- se encuentra el primer parque eólico de Colombia, Jepirachi. Una infraestructura de la multinacional Empresas Públicas de Medellín (EPM) que tiene una capacidad instalada de 19,5 MW de potencia nominal en 15 aerogeneradores que recorren una línea de un kilómetro paralelo a la costa. Según la Federación Colombiana de Ganaderos (Fedegán), en diez años ni un solo megavatio ha sido destinado a La Guajira. En 2014 el 40% de la producción de gas del país salía de La Guajira (según el Ministerio de Minas) y ahora el foco se ha puesto en futuras plataformas de extracción petrolera en el mar. A ello hay que sumar el turismo. En La Guajira también hay salinas que, en sus mejores tiempos, llegaron a producir un millón de toneladas al año. En su día, en manos de los Wayúu. Hoy son de propiedad privada.
Extractivismo: El daño a la madre tierra
«Nuestros ancianos dicen que el tiempo ha enloquecido. Esto pasa y una de sus causas es el daño que le hacemos a la madre tierra», marra una Jackeline Romero que aún recuerda años en los que el agua no era un problema y aporta los testimonios de comunidades que evocan la abundancia de alimentos. «A la mina no se le quiere dar la relevancia que tiene, pero las estadísticas dicen cómo ha cambiado la actividad agrícola y el uso del suelo en 30 años. 30 años, casualidad, que son los que lleva la mina de El Cerrejón». Romero reconoce que no es solo un problema de La Guajira, sino de un modelo económico que se repite en otros lugares del país. «Llegaban regalías pero se las quedaban los dirigentes políticos que prefieren ocultar las consecuencias de la actividad extractiva«.
El antropólogo Weildler Guerra reconoce los costes ambientales del extractivismo, pero plantea que podrían paliarse si el Estado tuviera en cuenta los intereses colectivos de La Guajira. “Los guajiros no controlan los recursos, los niños se están muriendo pero no tienen acceso a ellos”. El antropólogo lamenta su constante aislamiento y el desprecio y la falta de respeto hacia el pueblo Wayúu. Y no quiere quedarse solo en materia de recursos económicos. La potencialidad de La Guajira está también en sus recursos humanos y culturales. Aquí se lanza a enumerar nombres y referentes que pasan por la mitología que inspiró a García Márquez, al vallenato o los palabreros Wayúu -declarados patrimonio inmaterial de la Humanidad por la Unesco-. Guerra enumera una decena de universidades de todo el mundo que han realizado investigaciones sobre La Guajira “pero ni un solo alto funcionario de Colombia se ha leído ni media página”. Es un reflejo, dice, del desprecio, la discriminación y los prejuicios hacia este territorio.
El desconocimiento
La Guajira es una de las regiones con mayor diversidad étnica de Colombia con dinámicas y comportamientos demográficos particulares. Es la descripción de ese plan/denuncia de desarrollo del departamento que se otorga el título de “oportunidad para todos” (para reconocer la igualdad de derechos) y de “propósito de país” (para recordarle a la República que “La Guajira también es Colombia”). En su decenas de páginas afirma que los datos censales de poblaciones étnica son “extremadamente pobres y no se ajustan a una realidad en la que hay criollos, afrodescendientes, blancos, wayúu (mayoritarios), indígenas serranos (wiwa, Kogui, arhuaco, ingas), zenues, árabes y mestizos. El plan de desarrollo del departamento cree que ya en la actualidad se supera el millón y medio de habitantes que el DANE prevé para 2050. Algo tan simple como esa cifra errónea determina no solo los programas de educación, vacunación, empleo o asistencia, sino la asignación de recursos. También rebaten al DANE cuando dice que hay grandes zonas de territorio con muy baja población: “Si no saben dónde está la población y cuántos son, las intervenciones estarán erradas”, se lamenta. De nuevo la máxima de su introducción ¿cómo se va a gobernar lo que nos e conoce?
“Incertidumbre y desconfianza” son las palabras más repetidas por el doctor Tony Argote de la Fundación Salud al Alcance de Todos. Incertidumbre política de la que se aprovechan dirigentes y responsables públicos, y detrás de la que hay “intereses políticos y mucho dinero en juego”. Junto a ese “robo de regalías” alude a la problemática cultural y las consecuencias de una política asistencialista que ha llevado a las poblaciones indígenas a dejar de hacer y perder muchas de sus actividades tradicionales. “Se implanta la idea de que no tienen futuro”, explica, y la desconfianza. Por un lado, porque el Gobierno inicia procesos que deja en el aire, “los usan para tomarse la foto y los dejan botados”, y por otro el trato que reciben en instituciones como las de la salud. “Es difícil convencerles de ir a la medicina convencional y llegan y se encuentran centros llenos o que se les pone mala cara”. Las consecuencias son niños que se mueren “de algo tan simple como una otitis media”.
Para Argote, hay asuntos urgentes -como la salud, la desnutrición, o las anemias-, pero lo más importante es un trabajo más lento. El de la educación, empoderar líderes locales que sirvan de ejemplo y de guías, enseñarles qué pueden hacer con los recursos propios y su cultura, “que ellos digan lo que necesitan y hacerles acompañamiento, pero en sus procesos (…) La solución no debe venir tanto de afuera como de dentro. Se necesita una clase política que lo entienda”. Si no es así el escenario es del de una Guajira con una “desesperación terrible, donde las personas no aspiran a un futuro más allá del mañana. No tienen esperanza y hablar del mañana es básicamente sobrevivir”. Para describir ese estado de ánimo, el doctor Argote afirma que los adultos no sonríen y a los niños les cuesta, y solo por esa empatía de la infancia que reproduce lo que ve acaban por hacerlo. La juventud, gracias a la tecnología, explica, tiene una mayor esperanza y trata de reivindicarse ante el sistema, pero muchos tras el tercer grado dejan de estudiar y pasan a la producción de artesanía.
Esta semana, la comisión séptima de la Corte Constitucional ha visitado las comunidades indígenas de La Guajira, especialmente de los municipios de Uribia, Manaure y Riohacha. Allí han escuchado de manos de sus protagonistas la grave situación humanitaria que vive el pueblo Wayúu. También han hecho inspecciones a obras de acueductos, hospitales y centros zonales del ICBF, para recoger evidencias para cumplir la acción de tutela presentada contra el Estado colombiano por la presunta violación de los derechos fundamentales a la vida, el agua y la alimentación del pueblo Wayúu. Sin embargo no hay muchas esperanzas ante estas medidas. Las comunidades del sur de La Guajira han pedido que se las incluya en esta inspección y se tenga en cuenta de que la represa del río Ranchería impide el acceso al agua de la población. «¿Qué ha pasado con la responsabilidad institucional? Estamos cerca del agua pero muy lejos de ella, porque no tenemos ni recursos ni capacidad para acceder a ella», alerta Jackelin Romero.
El agua secuestrada
La Sociedad Colombiana de Pediatría calcula que un niño indígena tiene 24 veces mayor riesgo de morir por desnutrición que los del resto del país. Argote asegura que el clima ha sido determinante en los últimos 4 años en La Guajira. “Falta agua y la que hay está contaminada. La mina de El Cerrejón es un factor determinante porque antes, cuando llegaban las sequías, los wayúu emigraban al sur, pero con el complejo minero y los desvíos del agua la que queda es poca y contaminada”. La reserva minera de la multinacional ocupa una superficie de 362 hectáreas.
Censat-Agua Viva cree que atribuir a la sequía o a los efectos del niño o del cambio climático y presentar las consecuencias de la falta de agua como producto solo de fenómenos naturales es una explicación “ligera y conveniente” para el Gobierno. Por eso recurre a una “breve mirada” a la historia de la costa de El Caribe para aportar otras explicaciones. En este sentido, un informe de 2015 recuerda que en menos de 30 años las principales fuentes de agua de La Guajira “se han contaminado, acaparado, despojado y controlado por las industrias mineras y agrícolas”. Censat hace especial hincapié en la minería de carbón a cielo abierto de El Cerrejón, que necesita 17 millones diarios de litros de agua del río Ranchería. La afección no viene solo por la apropiación de grandes cantidades de agua, sino por las sustancias químicas que se generan en el proceso y el polvo que genera la mina que respira la población y que contamina otras fuentes de agua. Jackeline Romero habla de una «apropiación fraudulenta» del río mientras «el Gobierno calla y no escucha a las víctimas». El proyecto de desvío del Ranchería y del arroyo Bruno está ‘aparcado’, «pero siguen interviniendo el río y cuando protestamos se nos persigue y judicializa».
«¿Porque hace 40 años había agua y ahora no?«, se pregunta Romero. Frente a esos 17 millones de litros diarios de El Cerrejón, el consumo medio de una persona al día en la Alta Guajira, según datos del PNUD, es de 0,7 litros de agua no tratada. “Al tener en cuenta estas cifras, es innegable que existe acaparamiento del agua por parte de El Cerrejón, y contrasta de manera dramática con las posibilidades de acceso al agua y de mantener la vida para la población guajira”, señala el informe de Censat, que habla del desecado de fuentes que en el pasado representaban la posibilidad de existencia de los pueblos de esta zona. De hecho, aseguran que los testimonios de las poblaciones negra o cimarrones (Caracolí, Manatial, Oreganal, Tabaco) recuerdan la abundancia de agua en ríos, arroyos, manantiales y fuentes tanto superficiales como subterráneas en torno a las que se desarrollaron. Las comunidades indígenas de resguardos como Provincial o Cerro de Hatonuevo también recuerdan la herencia hídrica que la naturaleza y sus ancestros les entregaron y que les permitían una producción agrícola y pecuaria que garantizaba su soberanía alimentaria.
Según las comunidades indígenas y afrodescendientes de la región, recoge el informe de Censat, los arroyos de Tabaco, Cerrejoncito, Araña, El Gato, Bartolico, entre muchos otros, “desaparecieron producto de la actividad minera”. Algunos fueron desviados para que entregaran agua al complejo minero, otros se contaminaron por el polvillo de carbón y otros se profundizaron consecuencia de las voladuras de la minería. Esos desvíos de agua han estado en el centro de la polémica en los últimos años. En 2010 le tocó al río Ranchería. Un informe de la Procuraduría reconoce que la represa de El Cercado no está suministrando agua a las comunidades ya que no se permite el paso del agua, y en cambio, únicamente está al servicio de los grandes arroceros y de la multinacional de El Cerrejón. En 2016, el Consejo de Estado frenó el desvío de 3,6 kilómetros del arroyo Bruno, afluente del Ranchería, una operación con la que la gigante minera podría hacerse con 170 hectáreas adicionales de territorio, bajo las que hay 40 millones de toneladas de carbón.
“Es importante desmitificar el discurso creado para legitimar la sed de La Guajira como producto de un fenómeno de escasez que se quiere presentar como natural, cuando el surgimiento de esta condición es el resultado del despojo de las fuentes y su utilización en actividades contrarias a las necesidades de la vida humana, animal y vegetal”, concluye Censat.
“No hay agua, no hay cultivos, pero es su tierra”, reflexiona Tony Argote. “No es lo mismo verlo en televisión o en un libro, hay que ir allá y ver lo que están padeciendo”.