Plata no hay, plátano sí hay

El círculo se cierra. Los indígenas nasa del proceso de Liberación de la Madre Tierra han llevado a los barrios más empobrecidos de Cali toneladas de comida cultivada en las fincas arrancadas a la caña a sus terratenientes.

Ya es de noche y nuestra entrada a la Casa Cultural El Chontaduro parece surrealista: seis buses de colores de esos que en Colombia llamamos Chivas o Escaleras, atiborrados de comida y con gente colgando hasta de los espejos, sortean los callejones estrechos de Aguablanca, buscando el barrio Marroquín 3. Aguablanca, un enorme y empobrecido distrito al oriente de Cali con más de 300 barrios, concentra una de las poblaciones afro más grandes del país. Debemos esquivar los cables del alumbrado público que serpentean a ras de nuestras cabezas mientras avanzamos por un laberinto de callejones, desde los andenes y balcones sale la gente a saludar. En el capacete de las chivas nos amontonamos junto a racimos de plátano y banano, universitarios melenudos, bultos de limones, tambores y guitarras y chirimías con quenas que los músicos hacen sonar a todo pulmón, arrumes de yuca, una parejita de franceses, varias pacas de arroz, un grupo de cirqueros de Medellín, costalados de calabazas y ahuyamas, cientos de indígenas nasa con sus pañoletas y banderas que combinan el rojo con el verde: la sangre, la tierra.

“Estos son alimentos sanos, que vienen de una tierra bañada con sangre”, dice un comunero indígena mientras la comunidad afro de Aguablanca rodea la comitiva con un recibimiento de danzas y alabados. El 23 y 24 de marzo 300 indígenas nasa de Corinto y Caloto se movilizaron hacia Cali para repartir alimentos en los barrios más pobres de la ciudad. Partieron desde los que ellos llaman “puntos de liberación de la Madre Tierra”. Estos puntos son ocho grandes fincas que pertenecían a terratenientes vallunos o caucanos y ahora están ocupadas por los nativos, quienes las reclaman para la ampliación de sus resguardos. Desde que comenzó el conflicto por estas tierras los indígenas se han enfrentado centenares de veces con la Policía, el Ejército, la seguridad privada de los empresarios y el ESMAD, durante operativos fallidos de desalojo que han dejado un saldo de varios comuneros asesinados y cientos de indígenas heridos o mutilados. La mayoría de estas fincas eran dedicadas al cultivo de caña para abastecer a los ingenios azucareros del Valle del Cauca, una de las industrias más poderosas del país en manos del monopolio de Carlos Ardila Lulle. Los nasa han tumbado la caña para sembrar árboles y alimentos de manera orgánica, aseguran que así devuelven la vida y la alegría a Uma kiwe –su madre tierra, nuestra madre tierra–, que estaba muerta y agotada por la sobreexplotación del monocultivo agroindustrial cuya única finalidad es enriquecer a los más ricos y empobrecer a los más pobres. “Monte pa’ los pájaros, agua en los cerros, comida pa’ vos”, se lee en una de las pancartas que llevan en las chivas. “Liberación de la Madre Tierra: Plata no hay, plátano si hay”, se lee en otra.

En su programa de siete puntos –o “siete sueños”–, que elaboraron tras un año de discusión, los comuneros que han luchado en las fincas ocupadas determinaron que uno de los propósitos de la liberación sería la Marcha de la Comida: “Vamos a compartir la cosecha de la liberación con gente arrinconada en barrios pobres que el capitalismo ha ido creando en las ciudades”. Para cumplir este, que es el último sueño de su programa, los indígenas se treparon a seis chivas repletas y cargadas hasta los topes de revuelto, y marcharon rumbo a la ciudad.

“Gracias por esa solidaridad”, prosigue el comunero en su discurso mientras los habitantes de Aguablanca se acercan sorprendidos. “Hoy hemos venido a hacer esta minga de compartir los alimentos sanos, nos sentimos muy contentos de la hermandad de otros pueblos”.

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Ese viernes 23 de marzo, Máximo Noscué, de setenta años y torso menudito, madrugó a las cuatro de la mañana, se echó agua fría encima y salió sin desayunar de su parcela en el resguardo indígena de López Adentro, Norte del Cauca, a subir en la chiva que partía para Cali. Máximo fue delegado por la guardia de su comunidad para ir como acompañante a la Marcha de la Comida. “Como estábamos trasnochados me tocó salirme sin tinto”, confesó riéndose, “la lucha es así”.

Máximo, que apenas portaba su bastón de mando, su pañoleta rojiverde y un morral pequeño con ropa, pidió el micrófono en un punto del recorrido de la marcha. Con su español atropellado dijo que los cultivos ilícitos no dejan nada bueno, que la plata fácil no rinde y envenena la tierra, que los indígenas deben volver a sembrar comida, alimento, para estar en armonía con la naturaleza. Máximo me contó que ajusta setenta años pero aún madruga todos los días a desherbar la platanera y el cafetal que cuida en sus 13 plazas de tierra, donde también cultiva arroz, caña panelera, yuca y revuelto para comer. También me contó que aquella tierra la consiguió cuando los indígenas nasa liderados por el padre Álvaro Ulcué Chocué y el concejal Hermides Ceballos ocuparon en 1977 una gran hacienda ganadera de 1.300 hectáreas del terrateniente Salomón Vélez. Ayer como hoy, hoy como ayer. Según títulos coloniales, aquellos terrenos antes habían pertenecido al resguardo de Corinto, por eso los indígenas emprendieron una larga lucha para recuperar sus tierras. “Yo ya tenía un hijo y no tenía tierra”, prosigue Máximo, “por eso me metí a recuperar. Ahora ya no tengo hijo, me lo mató la guerrilla de 23 años. La primera mujer se me murió enferma cuando él era pequeño, la segunda se murió después. Es una negra la que ahora me acompaña”.

En 1984, el mismo año que los nasa lograron que el gobierno les entregara los títulos de López Adentro, fue secuestrado el concejal Hermides Ceballos, cuyo cadáver apareció con signos de tortura en un corregimiento de Belalcázar, Cauca. Además, el diez de noviembre de ese año en Santander de Quilichao unos sicarios asesinaron al sacerdote Álvaro Ulcué Chocué, un crimen donde estuvieron involucrados miembros del F2 del ejército y otros agentes del Estado. “Eso fue peleando duro”, recuerda Máximo. “Allá en López Adentro dirigió Julio Tróchez, que ya no vive. El Ejército nos atacaba, golpeaba y dejaba heridas a las mujeres, a los niños. Tres veces nos desalojaron y tres veces volvimos a entrar”. Le pregunto a Máximo si él recuerda a las víctimas fatales de aquellos desalojos. “Claro, cinco muertos”, dice. “Por eso fue que se recuperó la tierra, porque ¿cómo íbamos a perder la sangre?”.

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El sábado 24 de marzo los marchantes avanzan por la Comuna 18 de Cali, cruzando Prados del sur, Alto Nápoles, Los chorros. Todos son asentamientos de ladera, barrios empinados y recostados sobre las montañas, con callejuelas estrechísimas llenas de curvas, de casas en ladrillo a la vista y escalinatas. Lina Rodríguez, del equipo comunitario de ladera para la promoción de la vida y la salud, que lidera un proceso de huertas comunitarias en la zona, asegura que la mayor problemática en los barrios de ladera es la hambruna. “En una cartografía que hicimos del territorio encontramos que la gente de la Comuna 18 no tenía para comer o su alimentación no era nutritiva”, dice. “Por eso vimos que era necesario generar procesos de autonomía alimentaria. Como comunidad organizada tenemos la capacidad de generar autogobierno y construir propuestas autónomas. Si tenemos que alimentarnos a punta de Frutiño, de huevo y arroz, nosotros decimos que no, que acá hay hombres y mujeres que resistimos y empezamos a sembrar, en la matera, en el zapato, en la canastilla, en cualquier espacio. No nos arrodillamos a la fuerza policial, ni a la fuerza de las ONG y sus proyectos que compran conciencias a punta de refrigerios”.

Los indígenas han venido hasta acá articulando su proceso con organizaciones comunitarias y estudiantiles de Cali que también los apoyaron durante la lucha en las fincas. “La Liberación de la Madre Tierra no es de indios, ni para indios: es para todo ser viviente de este planeta”, aclara un nasa que va en la movilización. De la marcha participan colectivos como Radio Carajo, el Comité de Estudiantes y Egresados del Sena, el Colectivo Desalambrarte de la Universidad del Valle, comités barriales y culturales, la Comisión de Derechos Humanos de la Central Unitaria de Trabajadores, entre una veintena de organizaciones más. Hasta el último momento hubo zozobra porque, apelando a las facultades que otorga el nuevo Código de Policía, las autoridades locales habían prohibido la marcha. Se habló de fotomultas a las chivas, pues todas llevaban sobrecupo, pero al final la Policía de tránsito terminó acompañando y facilitando la movilización, que ocurrió sin sobresaltos.

“Nos ha ido muy bien, hemos compartido con la gente que de verdad necesita la comida. La idea era esa, traer los productos de nuestra madre tierra, que son orgánicos y no tienen químicos”, asegura una muchacha indígena, “toda la vida nos han dicho indios robatierra, pero nosotros somos milenarios, no nos agachamos, seguimos de frente demostrando al mundo entero que queremos un país diferente”. Los organizadores recalcan que no hay propósitos electorales ni proselitismos, sólo el interés de compartir los frutos de su lucha.

Lina Peláez, estudiante de la Universidad ICESI, considera que la marcha, aunque simbólica, es una victoria para el movimiento indígena, que ha sido reprimido y perseguido por atreverse a cuestionar la legitimidad de las empresas más poderosas en el Valle del Cauca: “La disputa por la soberanía alimentaria vale la pena. Encontrarnos en una movilización para marchar, para arengar, pero también para que los liberadores y liberadoras sepan que no están solos, para repartirnos comida, comida que los compañeros le han arrebatado a los grandes monopolios de Cali, es muy significativo. Ir a entregarla a la gente de Aguablanca es un acto histórico y liberador para ellos también”.

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A mediados de 2017 apareció el primer panfleto de las Águilas Negras amenazando de muerte a los comuneros indígenas del proceso de liberación de la Madre Tierra que ocupaban las fincas. Figuraban algunos de ellos con nombres y apellidos, algunos con precio sobre sus cabezas. A comienzos de este año apareció un segundo panfleto y hace un par de semanas, el 14 de marzo, un automóvil pasó arrojando hojas impresas con un tercer panfleto en la entrada de las fincas. Chepe*, uno de los indígenas amenazados, fue a Cali con sus demás compañeros a repartir racimos de plátano entre la gente pobre de Aguablanca. Chepe me explicó que en los tres panfletos él figura con nombre y apellido, y que su cabeza ha subido de precio: “En el primero ofrecían 5 millones al que me matara, en el segundo ofrecían 25 millones y ahora ya van en 30”.

Cuando la mano del terror no funciona, funciona la mano del Estado. En febrero los encargados de Derechos Humanos de la Asociación de Cabildos del Norte obtuvieron una información según la cual estarían cursando 170 órdenes de captura contra los indígenas que han participado de la ocupación en las fincas. Aunque esta información no pudo ser confirmada, las sospechas de los indígenas se agravaron pues el 21 de febrero dos soldados y un funcionario del Cuerpo Técnico de Investigaciones fueron sorprendidos al interior de La Emperatriz, una de las fincas ocupadas por los indígenas, al parecer mientras se encaminaban a realizar la detención de un comunero. Los soldados fueron retenidos y desarmados por la guardia indígena, al funcionario de la Fiscalía le quitaron también una pistola.

La noche en que la caravana arribó con su fiesta y alegría hasta el Distrito de Aguablanca un pelotón de policías motorizados escoltó a las chivas y desvió el tráfico para impedir atascos. Varios de los participantes descubrieron que uno de los policías que iba en las motos era el mismo teniente del ESMAD que había comandado los violentos operativos de desalojo contra ellos en la hacienda La Emperatriz. Una vez las chivas llegaron a su destino en la Casa Cultural El Chontaduro, mientras los indígenas repartían plátanos y yucas entre la población que se agolpaba a montones a su alrededor, uno tomó un racimo, caminó derecho hasta donde aguardaban los policías y dijo al teniente. “Este plátano viene de La Emperatriz, tómelo, no nos reprima más”. El uniformado se puso pálido y quedó sin palabras. Al final nada más atinó a decir: “Yo sólo recibo órdenes, discúlpenme”.

*Nombre cambiado por seguridad.