En los meandros del Bojayá

[Extracto del libro ‘La guerra no es un relámpago’,
publicado a principios de 2016]

Un río no es una raya azul en un mapa. Un río es gente. Gente que cultiva a su orilla. Gente que juega dentro de él, junto a él, cerca siempre de su rumor. Gente que se alimenta de lo que el río concede y que se enamora al ritmo de un caudal mutante. Gente integrada en la biodiversidad que aglutina el río. Gente que muere en él, por él, junto a él. En el Chocó, desde hace casi 10 años, los ríos de vida también traen la muerte y a los agentes de la muerte. Así es el río Bojayá. Cualquier río de este Chocó desbordante y desbordado. Un paisaje que aturde y un ruidoso silencio de la Madre Tierra que esconde cientos de historias rumorosas de resistencia y terquedad humana frente a la violencia y a los proyectos que ésta oculta.

Un río en el Chocó es un universo tan contradictorio como lo es la vida… Así debía ser el Bojayá cuando era el territorio de esos “seres arbóreos” del pueblo poromea, indígenas bravos y temidos (la antropofagia nunca ha gozado de buena prensa) que habitaban la oquedad sagrada del árbol de jenené y que eran los amos de un caudal que navegaban sobre inmensas canoas de cedro en las que colgaban sus “camas de viento”, las hamacas que hoy siguen habitando la popa de las barcazas que transportan el plátano por el Atrato. Los poromea desaparecieron a mediados del siglo XVII empeñados en sus guerras con los Emberá, equivocados de enemigo, devastados por las epidemias, arrinconados en la página olvidada de la historia. Y los Emberá, aún encaramados sobre la historia, recuerdan el mito de la creación del agua por parte de Karagabí cuando logró tumbar el jenené y de su tronco surgieron los mares; de sus ramas, los ríos; de sus brotes grandes, los riachuelos y arroyos, y de los más chicos, los pantanos. 

Así debió ser el Bojayá cuando por sus aguas se escondía el rebelde Quirubidá mientras ponía en jaque a la Corona española por un par de años tras la revuelta general indígena de 1684. Buscando a los rebeldes remontó este río –uno de los 150 que vomitan su carga en el Atrato- en 1686 el que quizá fue uno de los primeros mineros invasores de la región, el capitán y alguacil de la Inquisición Juan Bueso de Valdés. En esa ocasión no dio con él, pero un año más tarde, en agosto de ese 1687, taponada la vía de escape hacia el Pacífico, perdida la resistencia, la cabeza de Quirubidá viajó sola, sin gesto que la matizase, en dirección contraria, hacia España, para confirmar, como correo tétrico ya lejos del río, que la rebelión generalizada de los Emberá había terminado. Me cuentan los embera dóbida (gente de río) contemporáneos que a Quirubidá[1] lo descuartizaron porque si su cuerpo era enterrado entero “renacería con más fuerza la rebelión”. No hay estatuas para este héroe de la resistencia al conquistador como no hay estatuas para las gentes que han defendido a sus comunidades armados de dignidad y de razones. Sus nombres, sus rostros, al menos el de 930 personas asesinadas o desaparecidas, están en el recuerdo de sus vecinos y en la “capilla de la memoria” que la Comisión Vida, Justicia y Paz cuida y amplía en Quibdó en lo que antes era templo privado de obispos y hoy es espacio imprescindible para contrarrestar la amnesia colectiva.

Un río no es agua, sino las historias que guarda en sus meandros. El río Bojayá fue el reino de los poromeas, el canal de conexión con el Pacífico temido y anhelado por los españoles, el refugio de los emberá tras el final de la Colonia y el lugar de escondite primero y colonización después de los afrodescendientes cuando la ley de la nueva República[2] insistía en que eran libres pero la realidad los obligaba a seguir sobreviviendo como cimarrones (hasta la Ley de Manumisión que entró en vigor el primero de enero de 1852).

La historia, esta pequeña historia tan grande, es terca y se repite. El Bojayá como lugar de resguardo y de huida, las dos caras de una realidad que parece no cesar y que, aunque esté marcada por la muerte –la de los poromeas, la de Quirubidá, la de los emberá que se encaramaron a su cabecera para alejarse de los autodenominados “occidentales”, la de los desplazados de las reiteradas violencias económicas y armadas del siglo XX, la de los resistentes del XXI-, está repleta de vida.

Ahora, en 2015, el motor de la lancha apenas encuentra pares en el camino cuando remonta el Bojayá. La plata escasea para uno de los bienes más preciados en el río –la gasolina- y las poblaciones que dormitan en sus riberas no son la sombra de lo que eran antes de que la última guerra aún por terminar llegara a llenar su microhistoria de dolor y ausencias a principios de 1997. Los bancos de arena que permiten a las comunidades pescar a pie lo poco que contiene el río hacen de la navegación un arte sólo para iniciados. “Ya no es como antes. Ahora la temporada seca es casi todo el año y cuando se pone brava la cosa ya no se puede ni navegar y quedamos confinados”, me explica un anciano sentado en el desvencijado banco de madera que culmina la loma que conecta el río con el área “urbana” de Pogue, una comunidad fundada en 1932 por afrodescendientes que huían –una vez más río Bojayá arriba- de la violencia minera del Baudó.

Pogue se desmorona por la violencia y por la precariedad de la tierra donde se levantan las casas de las 120 familias que lo habitan. Esta comunidad es considerada por el gobierno como zona de alto riesgo de desastres por deslizamiento e inundación y esa categorización la condena a no ser susceptible de inversión estatal hasta que un prometido –y utópico- realojo no se produzca[3].  “Para el futuro de nosotros aquí no hay nada”, reclama una de las mujeres que participa en la reunión comunitaria convocada alrededor de una sola bombilla que convierte en espectros a los 42 vecinos que han asistido esta noche. Son gente mayor, con las manos agrietadas del trabajo y el ánimo no muy dicharachero. Ni un joven entre los que han acudido al llamado. “Los jóvenes ya no quieren saber nada de esto, de la organización”.

Saulo es uno de los líderes históricos de Pogue y pasa días malos por culpa de una salud que no lo deja ni trabajar la finca de plátano ni vivir con la intensidad que le gustaría. “No hemos conseguido que los jóvenes sepan cómo es la vida. No van ni a las reuniones. El que se va de aquí, sale en busca de una oportunidad, pero el que se queda no hace nada”. Calculan los vecinos que entre enero y septiembre de 2015 se han marchado unos 40 jóvenes atraídos por la posibilidad de encontrar un empleo, de seguir estudiando o, al menos, de salir de este confinamiento sin rejas.

Gastar la esperanza

Saulo es Saulo Enrique Mosquera Palacios y a sus 60 vividos años está dejando de fumar. No es un sacrificio menor para un hombre de a dos cajetillas al día pero debe intentarlo porque sus pulmones ya no pueden procesar este aire tan puro como denso. Es un líder natural, de cuerpo espigado y discurso contundente. A veces, parece obstinado. Su casa, grande y semi vacía, mira desde lo alto de un terraplén a uno de los brazos del río que rodea Pogue. En frente, un terreno boscoso donde solía ir a cazar. “Siempre volvía con una o dos loras”. Las minas antipersonas que reventaron a varios hombres armados hace unos años y el permanente trasegar de la guerrilla o del Ejército han limitado a este hombre de campo al recorrido entre su casa y su finca. 

“Nos sentimos confinados. Ya la gente no trasiega, no se atreve a pasar la noche en la finca. Se utiliza la mano cambiada (el trueque tradicional de mano de obra entre las comunidades afrodescendientes) para ir y volver en el día y aprovechar la jornada”. Oneida Orejuela Barcos, de 55 años, es la esposa de Saulo. Le falta una pierna y le sobra energía para moverse por estos caminos empinados y siempre embarrados utilizando su muleta desgastada con una destreza inimaginable. Habla del confinamiento real de las comunidades del río Bojayá, de la alteración radical de su forma de vida. “Antes vivíamos en plena libertad”. Y antes era antes de que la guerra se metiera con todos los fierros en este territorio después de que comenzara la arremetida paramilitar en el Bajo Atrato entre finales de 1996 y principios del 97. Antes también era antes del desplazamiento masivo de Pogue en 2005 del que solo regresó ya una parte de la comunidad.

“Le digo que la guerra ha sido un mal grave y el maltrato que hemos sufrido con el desplazamiento ha sido mucho”, concluye Saulo que recuerda cómo antes del desplazamiento forzado le dijo a Oneida: “Nosotros no nos vamos si se queda uno”. Pero cuando Leiner Palacios y otros líderes de la COCOMACIA “rompieron” el río Bojayá en febrero de 2005 alertando a las comunidades de los retenes paramilitares que iban a bloquear toda ruta de escape, las comunidades afro quedaron vacías. Saulo y Oneida vivieron 6 meses hacinados en Bellavista y Pogue nunca logró recuperarse del golpe. Y ahora, dice Oneida, con el lastre del pasado, el futuro tan emborronado y la Colombia urbana hablando de la paz: “le gastamos la esperanza a lo que no va a venir”.

Desplazamientos acumulados

La década de los 2000 fue especialmente dramática para las comunidades del río Bojayá. El primer desplazamiento masivo en esta zona que se produjo tras la masacre de Bellavista. La Red de Solidaridad Social del Gobierno, en un informe del 14 de junio de 2002, daba cuenta de 5.771 personas desplazadas que habían llegado a Quibdó durante el mes de mayo, aunque Naciones Unidas ha llegado a cifrar en 13.317 los desplazados que generó la masacre de Bojayá del 2 de mayo de 2002 y todos los acontecimientos de guerra que se sucedieron en las siguientes semanas. Los que se quedaron en el Bojayá o a lo largo del río Atrato y sus afluentes, vieron cómo se quebraba su forma de vida y de subsistencia y cómo pasaban de víctimas a sospechosos por obra y gracia de la militarización del Atrato.

Tal y como relata el informe La Guerra sin Límites[4], el gobierno amplió y dispuso “un contundente pie de fuerza militar en la región” que terminó “lesionando la autonomía territorial, pues los controles militares recayeron también y de manera muy importante sobre la población civil. La cual fue constantemente requisada e interrogada”. Navegué en esas fechas y el control era aparente. Es decir, la Fuerza Pública mantenía un despliegue brutal en el río Atrato, pero sólo se internaba en las zonas selváticas o en los afluentes para operaciones agresivas y puntuales. Los grupos armados se movían con cierta tranquilidad mientras los civiles veían limitadas de forma drástica sus libertades.

El informe del Centro de Memoria Histórica detalla algunas de las restricciones impuestas a la población: “la circulación del río fue prohibida entre las seis de la tarde y las seis de la mañana, se les exigió el registro con documentos de identidad cada vez que entraban y/o salían de la zona, y con excepción del casco urbano de Bellavista, se prohibió el transporte y la circulación de alimentos enlatados, entre otras restricciones”. La presencia de la Fuerza Pública en el Atrato se completaba con incursiones puntuales a los ríos que se tradujo, entre otros, en enfrentamientos entre el frente 57 de las FARC y el Ejército en el río Bojayá, y en acciones selectivas de los paramilitares en la boca de esa y otras cuencas del municipio.

Entre febrero y marzo se produjo el desplazamiento de 1.225 indígenas emberá en el municipio de Bojayá. Concretamente, salieron de las comunidades de Playita, Egorókera y Unión Baquiaza en el río Opogadó, y de Unión Cuití y Hoja Blanca en el río Bojayá. Entre mayo y junio de 2004, unos 3.000 afrodescendientes vaciaron las comunidades de Sagrado Corazón de Jesús, Napipí, Piedra Candela, Caimanero y Carillo (estas dos últimas desplazadas por segunda vez). En febrero de 2005 eran 2.058 habitantes de Pogue, La Loma, Cuía, Caimanero, Piedra Candela y Sagrado Corazón de Jesús los que salían hacia Vigía del Fuerte y Bellavista ante la arremetida paramilitar. En total, según Naciones Unidas[5], el municipio de Bojayá, entre 2000 y 2011, ha expulsado a 29.549 personas en los diferentes desplazamientos masivos y por goteo, y ha recibido a 7.632 personas. “Entre unos y otros han logrado que más del 60% de la población de los ríos fuera desplazada”, concluye el padre Sterling Londoño Palacios, vicario de la pastoral afro de la  Diócesis de Quibdó.

Las fechas y las cifras jamás logran describir el desarraigo, el dolor o las consecuencias de un desplazamiento masivo. Las mujeres de Piedra Candela, 10 años después, no olvidan cómo los paramilitares utilizaron sus ollas como retretes, o cómo la mayoría de sus ya escasas pertenencias o desaparecieron o fueron dañadas. En algunas casas, todavía se pueden ver los agujeros limpios taladrados a punta de bala. Me siento con ellas y con algunos hombres en la destartalada iglesia católica de la comunidad. Aquí sobreviven 92 familias que no suman el medio millar de personas. Hoy es domingo pero se trabaja como si hubiera trabajo. Sólo unos chicos golpeando una pelota en la cancha imaginaria que despliegan frente a la iglesia hacen recordar que en este día un dios descansó.

Aquí, como muchas veredas de la Colombia en resistencia, los nombres se difuminan. En general, en este río de vida y muerte, los nombres propios se apuntan para olvidarlos. La precaria seguridad de estas víctimas del conflicto es prioritaria. “Cuando uno es desplazado, uno pierde muchas cosas. Desde que nos desplazamos no hemos conseguido estar como antes. Esto ha sido un fracaso muy grande. No hemos tenido el apoyo [el Estado] y no hemos podido ponernos a trabajar en forma [una vez retornados]”, se queja uno de los ancianos del pueblo. Una de las mujeres, con sus botas de caucho calzadas, una camiseta roída y un dolor profundo en sus ojos, complementa: “Lo que queremos es que nos respeten, que nos miren como trabajadores humildes, que nos reparen antes de venir a pedir perdón [se refiere a la petición de perdón de las FARC] porque aquí desde que retornamos el gobierno no nos ha mirado. ¿Por qué el presidente ha dejado que pasara esto?¿No tiene la culpa el mismo Estado? No sólo los paras o la guerrilla nos han golpeado, aquí tenemos que empezar es por el mismo Estado”.

La mayoría asiente. Son 18 personas las que se han reunido para hablar de su situación, de lo que viene, del proceso de paz del que habla la radio, de la reconciliación, de sus ánimos… “Aquí hace falta mucho apoyo sicológico… estamos tan desconfiados por si tenemos que salir otra vez… yo no lo podría aguantar”, se rompe en lágrimas silenciosas una de las campesinas afrodescendiente de Piedra Candela. En seguida se rearma y avisa: “Estamos fuertes para resistir aquí. No nos vamos a volver a desplazar. Ya sabemos lo que es eso. Para irnos otra vez tiene que ser una avalancha muy apretada”. Esta sería la traducción de la ‘bipolaridad’ del resistente: con tanto temor como cualquier humano, pero anclado a la tierra como resultado de una conclusión apenas evidente: sin su comunidad y sin su tierra dejan de existir para engrosar el ejército de espectros que son los desplazados en las ciudades de Colombia[6].

Las gentes de Piedra Candela están más preocupados ahora con la paz que con la guerra. Ellos y ellas, al igual que la mayoría de la gente del río con la que hablo, se han quedado muy preocupados con la visita en 2014 de los funcionarios que han desarrollado el Tercer Censo Nacional Agropecuario del país (el anterior data de 1970). Los miedos de la mayoría de los líderes de los consejos comunitarios afro se refieren al primer acuerdo al que llegaron el Gobierno y las FARC en La Habana sobre el primer punto de la negociación y que allá denominaron como: “Hacia un nuevo campo colombiano: reforma rural integral”. Ese acuerdo incluye la creación de un Fondo de Tierras para la Paz destinado a las personas del campo que no tienen tierras o posee insuficiente terreno para garantizar su subsistencia. Ese fondo, aunque no se especifica así en el acuerdo general, también podría ser la cuenta de ahorros de tierras del Estado para dotar a guerrilleros desmovilizados de propiedades donde comenzar un nuevo proyecto de vida.

El Fondo de Tierras para la Paz se alimentará de tres fuentes: las propiedades incautadas al narco, aquellas apropiadas mediante el uso de la violencia, las tierras baldías y las denominadas “tierras ociosas y las deficiente o insuficientemente explotadas”. Esta última categoría, la de las tierras ociosas o mal explotadas, es la que preocupa en el Chocó, un departamento muy diferente al resto de Colombia en materia de tenencia del territorio. Mientras el gobierno reconoce que en Colombia hay un problema grave de titulación de tierras agrícolas (que afecta a una quinta parte de los predios rurales y a un 48% de las tierras de pequeños campesinos), en el Chocó el 96% de la tierra es de propiedad colectiva, correspondiente a resguardos indígenas o a Títulos de Comunidades Negras (TCN).  El otro 4% es el que corresponde a propiedad privada de mestizos o a tierras que están en el mercado[7]. La propiedad colectiva hace de la tierra un bien inalienable y eso significa que, en teoría, para tocar un centímetro hay que consultar a la comunidad. Sin embargo, en Colombia, como en buena parte de los países occidentales capitalistas, el subsuelo y el aire es del estado y es concesionable. Esa lógica estatal choca de frente contra la cosmovisión indígena y afro. Para un embera dóbida, por ejemplo, el río es un canal de comunicación entre los seres de los mundos de abajo y de arriba que transitan este mundo de en medio a pesar de sus vilezas. El aire y el subsuelo son parte de un todo dentro de la propiedad colectiva.

Muchos analistas del conflicto encuentran una relación directa entre el inicio de la guerra en el Atrato y las primeras concesiones de títulos de Tierras de Comunidades Negras (TCN) de acuerdo a la Ley 70 de 1993, también conocida como la ley de las comunidades negras. Los primeros títulos colectivos fueron concedidos en 1996 para pequeñas comunidades del Atrato y, en seguida, se procedió a la titulación de los territorios de la ACIA (Asociación Campesina Integral del Atrato). Entre el año 1996 y el 2001 (los tiempos de la primera arremetida paramilitar), se legalizaron, según el INCORA (Instituto Colombiano de la Reforma Agraria), 65 títulos de TCN que correspondían a casi 2,7 millones de hectáreas que beneficiaron a 144.000 personas. La tierra salió del esquema privado y comenzó la gestión comunitaria de las mismas y eso, según la lógica de los armados y sus directores intelectuales, la alejaba de la especulación  o del expolio.

Nada más llegar a Quibdó, me encuentro con Nevaldo Perea, un histórico dirigente afro. Nuestra conversación está protegida por la tupida y muy chocoana cortina de lluvia que distorsiona más la realidad ya confusa de esta ciudad mientras tomamos una cerveza en una de las terrazas con menos bulla de la capital del picó. Nevaldo está recuperado de la salud. La última vez que lo vi le faltaba la energía que siempre me ha transmitido. Tardó en dar con el mal. “Un montón de médicos y de plata para al final saber que me habían hecho mal”. Lo que la brujería le hizo una curandera está deshaciendo. Saludamos a una amiga suya que aún no ha leído su libro[8]. La vida de Nevaldo está jalonada de demasiados malos momentos como para no recordar uno bueno y sacar un poco de pecho por ello.

Este líder sin dobleces me confiesa algunos de sus temores, compartidos por muchos afrodescendientes, respecto al Fondo de Tierras para la Paz. “Desde allá [se refiere a La Habana, donde se han producido las negociaciones entre el Gobierno y las FARC] miran nuestras tierras colectivas como ‘inoficiosas’ [se refiere a las ociosas], pero para nosotros son tierras productivas porque ahí es donde se reproduce la fauna, la fruta silvestre, la madre tierra pues. Entonces, a nosotros nos da miedo que el gobierno, para darle gusto a las FARC, nos las pueda quitar”. Fanny Rosmira Salas Lemus, la voz sin límite del Consejo Mayor de la COCOMACIA, me recuerda que la tierra, caballo de batalla de las poblaciones afro del Chocó, es un asunto fundamental: “Nosotros no tenemos a donde irnos. Esta es nuestra tierra. Los que trajeron de esclavos la pagaron con su trabajo. Nuestros ancestros pagaron esta tierra con rejo y sangre. Nosotros somos los dueños, así que aquí nos acaban porque aquí nacimos y aquí se quedan nuestros huesos”.

Los huesos de Rosmira reposarán un día junto a los de los miles  de chocoanos que han luchado por la tierra y la autonomía. El mito contemporáneo indica que las poblaciones afro y los indígenas del Chocó no se organizaron en defensa del territorio hasta que en los años ochenta la Iglesia católica impulsó la creación de organizaciones étnicas. La realidad es que la lucha por la tierra comenzó con la resistencia ante la embestida de los españoles y su proyecto minero (solo hay que recordar a Quirubidá y la revuelta masiva de 1684), con el cimarronaje contagioso en los siglos XVIII y XIX, y con la lucha por la autonomía chocoana –y la declaración de Departamento para dejar de depender de terceros- durante todo el siglo XX. El enemigo de fondo siempre ha sido el mismo: la avidez externa por los recursos naturales. Hoy, en 2016, sigue siendo la riqueza mineral y forestal del Chocó la que atrae a la violencia y, por tanto, sigue siendo el control del territorio lo que condiciona la vida y los proyectos de futuro de las comunidades. Claudia Leal remarca el carácter diferencial del Chocó porque, debido al extractivismo que impera en la lógica de control desde la colonización hasta nuestros días, “en esta región los conflictos no han girado en torno al control de la tierra sino al acceso a los minerales preciosos y a los recursos del bosque. Dadas estas particularidades, la explicación más influyente sobre el origen de la estructura agraria en Colombia no funciona en esta región”[9].

Hace un siglo el enemigo se llamaba Anglo Colombian Development, South American Gold and Platinum Company, Chocó Pacific o A.f & T.Melux, después se llamó Maderas del Darién, ahora puede denominarse Glencore, Bailey Minerals NL o Anglogold Ashanti… Los enemigos son muy grandes porque el tesoro que guardan estas serranías es inmenso. Pero junto a esas grandes multinacionales, están las explotaciones pequeñas o medianas, controladas por el crimen organizado o, incluso, por los grupos armados. La tierra en el Chocó es de baja fertilidad, por lo que nadie trata de quedársela para cultivar sino para explotar la madera (en 2014 se dieron concesiones para sacar hasta 149.827 m3 de madera) y, ante todo, los minerales. Según el censo minero de Colombia 2010-2011, en el Chocó el 99,2% de las Unidades Productivas Mineras (UPM) no tiene título minero legal y, de ellas, el 92% no cuenta con licencia ambiental. Claro, que el 47% de las explotaciones que sí cuentan con título minero funcionan ignorando la licencia ambiental. Es decir la mayoría de la minería en el Chocó se realiza al margen de cualquier control. Las consecuencias sobre los ríos son brutales: “En muchos sectores y por efecto de estas máquinas [dragas], los ríos son turbios, no tienen casi pesca, están sedimentados (son poco profundos y propensos a desbordamientos), sus orillas están erosionadas y su curso se ha transformado tanto que amenaza con llevarse caseríos enteros”[10]. Para complicar la situación, muchos de los entables[11] están controlados por grupos armados (guerrillas y bandas criminales disputan también en esta trinchera de plata, explotación y contaminación).

La hipoteca a futuro –y me atrevería a decir que ya en el presente- es impagable. El Chocó, cuya vocación minera fue grabada a sangre, fuego, esclavitud y corruptelas por los conquistadores europeos, es hoy el primer productor de Colombia de platino, y el segundo de plata y oro. Al mismo tiempo, es el campeón en pobreza y desigualdad[12]. Y, como me recuerda Armenio en Caimanero: “La desigualdad hace que la guerra no acabe. Si no hay una calidad de vida económica digna esto seguirá”.

Me ha costado amarrar la cita, pero finalmente me reencuentro con Pastor Caicedo Cuesta. Pastor formaba parte de la Junta del Consejo Mayor de la COCOMACIA entre 2000 y 2003. Con él bajé en la primera misión humanitaria que entró a Bellavista en plenos combates entre las FARC y los paramilitares, cuando el templo de esa cabecera municipal era una fosa abierta y cuando la incertidumbre y el miedo eran más densos que las balas. Además de su experiencia como líder de base, Pastor conoce la zona y los procesos organizativos como nadie. Ahora trabaja para una de las organizaciones de Naciones Unidas presentes en la zona y habla sin pelos en la lengua, preocupado, alerta. “La minería ilegal, igual que el narcotráfico[13], ha irrespetado y ha vulnerado el territorio, que es el principal objetivo de la organización de COCOMACIA: la defensa de los recursos naturales y del territorio. Cuando hablamos de minería, hay que tener claro que eso va directamente contra ese principio, va a explotar, a acabar cuanto recursos hagan falta. Lo que le queda a las comunidades después del paso de la minería es desolación, pobreza, deterioro del medio ambiente, enfermedades de toda índole[14]… niños sin padre… pobreza… Con el narcotráfico pasa lo mismo (…) es la misma gente de las comunidades que o lo cultiva, o lo transforma, o sirve de mula… Y, de igual forma, ni siquiera se ve cambio económico en las comunidades… continúa la gente en la misma pobreza porque al que logran pagarle en esos días se siente rico y se dedica a la bebida fina y termina igualito como todos”. No todo el mundo se desliza por la trampa de la “plata” en la que caen muchos de los pobladores y algunos de los líderes gracias al caldo de cultivo de la pobreza. Cuando no hay nada, la promesa de algo se convierte en los copos de nieve que el Antiguo Testamento prometía a aquellos que pasaban el desierto. En la selva, esas ficciones no valen. “Ambos procesos [la minería ilegal y el narcotráfico], además de esa afectación física al territorio y a las comunidades porque, dejan algo más. Tanto los actores del conflicto como los del narco o la minería van buscando a las cabezas visibles de la comunidad, que son los líderes y lideresas de los procesos organizativos afro e indígenas. Llegan ofreciéndoles dinero, unas falsas oportunidades económicas y, claro, el proceso organizativo no brinda oportunidades económicas individuales, lo que aspira y brinda es a proteger la colectividad tanto en el territorio como los derechos de las personas. Unas trampas en las que las personas, por su condición económica, caen muy fácilmente”.

No todos caen. No todos. Y los que no caen deben enfrentarse a las amenazas, el hostigamiento, la desaparición o la muerte. Un viejo amigo con el que comparto lo visto en el territorio mientras apuramos una cerveza en una abigarrada tienda de Quibdó me aterriza: “Es que es muy jodido que usted haya sido líder de la COCOMACIA durante años en su comunidad, que haya empeñado su tiempo y su pobre economía para desplazarse a reuniones, talleres y cientos de vainas similares, que haya tenido que dejar a su familia durante días sin saber qué se iban a echar a la boca y que… después de todo, usted sea el pobre más pobre entre los pobres. Hay que tenerlo muy claro para soportarlo”.  Conviviendo unas horas con Saulo y Omaira, conociendo su vida de resistencia, sabiendo de las dificultades del líder de Pogue para pagar el medicamento con el que puede despejar sus pulmones, viendo cómo ya no puede trabajar la tierra ni pagar a nadie para que lo haga por él… constato que mi viejo amigo tiene mucho de razón.

Pero mientras los Saulos y las Oamiras del río Bojayá tratan de resistir en su microcosmos, desde fuera hay grandes planes ‘mineros’ para la región. El diagnóstico que hace el Foro Interétnico Solidaridad Chocó[15] prende las alarmas. “Se han otorgado 45 concesiones mineras a multinacionales en el departamento [del Chocó] y se encuentran en trámite 175 solicitudes adicionales. La característica particular que se observa es que la mayoría de títulos mineros entregados se contraponen con territorios de comunidades negras e indígenas, sin que el estado y las compañías beneficiarias hayan realizado los procesos de consulta previa, los cuales se estiman procedentes sólo en el momento de iniciar la fase de explotación, que puede posponerse 10 años después del otorgamiento del título. (…) Existen, por lo menos, 200 entables mineros que operan con más de 500 retroexcavadoras y 19 dragas de succión lo que supone destrucción de fuentes hídricas y cambios en los cauces de los ríos y quebradas por el aporte aproximado de 250.000 toneladas al año de sedimentos”. Además, el Foro señala los tres principales megaproyectos mineros que amenazan al Chocó: el proyecto Mandé Norte (que comenzó la Muriel Mining Company y ahora en manos de Río Tinto) en 11.000 hectáreas de los municipios de Carmen de Atrato y Murindó; el proyecto Dojurá (de la Continental Gold Colombia y la Anglogold Ashanti) en 37.000 hectáreas pertenecientes a la COCOMOPOCA; y el proyecto Bajo Atrato (de Gold Plata y Minerales del Darién), que afectaría a unas 40.000 hectáreas en el municipio de Acandí.

La locomotora minera[16] tiene combustible de sobra para arrasar aquellos territorios que no estén “bien parados”.

Debilidad organizativa

Si las comunidades del río Bojayá han resistido relativa y precariamente  el embate de la guerra y de los tráficos ilegales cruzados (recursos forestales, minería, cultivos para uso ilícito, armas, personas…) es por la misma razón que lo han hecho el total de 59 Consejos Comunitarios Mayores afro y los 121 resguardos indígenas (el último creado en 2014, el de El Dieciocho, con 1.186 hectáreas tituladas a la comunidad embera katío): por la fuerza de las organizaciones étnicas que han estado “bien paradas” ante las agresiones. Pastor apunta al debilitamiento de éstas y no está errado. “El proceso organizativo se ha podido sostener, pero los cambios de la guerra, la intensificación de la misma y los cambios de táctica de los actores y los nuevos fenómenos (la minería ilegal y el narcotráfico) han sido muy álgidos y muy difíciles para el proceso organizativo. A mi juicio, lo ha debilitado mucho, en sus bases, que son las comunidades, e incluso a la Junta del Consejo Mayor [de la COCOMACIA]…”

            Pastor Caicedo confirma un diagnóstico generalizado sobre la COCOMACIA. Si hubiera que resumir lo ocurrido entre los afro me quedaría con la explicación que aporta Jesús Flórez para la ruptura en cuatro de la otrora poderosa organización indígena OREWA. El diagnóstico es válido para todos los procesos organizativos:  “Para sacar adelante las nuevas empresas y hacer de la región un puente entre el centro económico del país y la cuenca Pacífica resulta necesario acomodar las condiciones de infraestructura y comienza el despliegue de obras tales como carreteras, puertos, microcentrales eléctricas y la instalación de bases militares. Pero como en dicho espacio existen habitantes con procesos de organización comunitaria que reclaman sus derechos y defienden sus territorios, se incursiona también en el escenario de la organización social para debilitar desde dentro al sujeto colectivo… (…) Para romper los consensos que dan soporte a la organización se aplica una acción de fina cirugía en la cual confluyen instituciones públicas y sectores privados, previa identificación de las flaquezas propias de los procesos organizativos para utilizarlas a favor de los intereses foráneos que tienen en la mira sus territorios y sus recursos”[17].

            La minería, la ampliación de la frontera maderera, los contratos para la prestación de salud del privatizado y precario sistema colombiano, la influencia de la cooperación internacional (con la imposición de agendas y el aluvión de recursos asimétrico en un lugar donde el dinero era una rareza) y el desgaste por el conflicto armado han dejado exhaustas a las organizaciones. La COCOMACIA, agotada y enflaquecida, sigue siendo el único referente afro en el Medio Atrato (con su título colectivo de 695.245 hectáreas y las 120 comunidades que cobija). En el caso de los pueblos indígenas, la crisis que reventó en julio de 2004 dejó al movimiento partido en cuatro: ASOREWA, WOUNDEKO (un sector del pueblo Wounann), Fedeorewa (federación de asociaciones de cabildos indígenas del Chocó) y CRICH (Consejo Regional Indígena del Chocó). En 2012, las cuatro organizaciones establecieron la Mesa Permanente para el Diálogo y Concertación para los Pueblos Indígenas del Chocó, lo que se interpreta como un avance tras casi una década de ruptura y enfrentamientos.

Plácido Bailarín Pipicai es un líder embera dóbida que osó a presentarse como candidato a la alcaldía de Bojayá. Ninguna posibilidad en una zona donde el conflicto interétnico es alimentado por los actores interesados en medrar en el caos[18]. Se queja de la división  entre los pueblos indígenas del Chocó. “Hay demasiados intereses y nosotros estamos muy débiles por el mismo confinamiento, el desplazamiento, las amenazas…”. Plácido también destaca el conflicto interétnico con los pueblos afro: “ Entre 1990 y 1995 trabajamos juntos, muy bien, muy unidos y las diferencias, en aquella época, se superaban. Luego llegó el conflicto y se rompió la confianza porque los actores armados nos metieron gente a provocar la división. Hay pocas relaciones ahora pero sería clave recuperar la historia de confianza que teníamos. Si no lo hacemos, los problemas no van a ser de fuera hacia dentro, sino todo dentro: habrá un fuerte choque interétnico”.

            Sterling me había avisado: “No vas a encontrar ya organizaciones fuerte después de todas estas afectaciones”. Este sacerdote, al que le tocó vivir tiempos muy duros en Bagadó[19] y que camina por Quibdó parando cada 45 segundo a saludar en busca del helado alrededor del cual destilaremos el pesimismo, cree que todo esto es fruto de un proceso histórico reciente anunciado: “A finales de los años 90, Carlos Castaño[20] dijo que quería este territorio libre de gente y en 1999 [los paramilitares] estuvieron casi a punto de conseguirlo. Ese mismo año, Tirofijo[21] anunció que había que ‘calentar’ el Chocó. Ahora, las leyes le quitan a la gente lo que Castaño no pudo arrebatarles. Todos los actores tienen un proyecto económico para esta región y los tres ejes de la autonomía que han marcado las organizaciones étnico territoriales –autoridades propias, territorio y desarrollo étnico- están amenazados”.  Para Sterling Londoño la amenaza ahora es doble. Por un lado, la militarización de todos los espacios civiles y políticos por la Fuerza de Tarea Conjunta Titán y la “propuesta económica y política de las FARC”, que ya ha comenzado a ejecutar con la cooptación de autoridades étnicas, con una “reforma forestal” propia y con el repoblamiento.

Territorio y repoblamiento

La militarización es evidente. La Fuerza de Tarea Conjunta Titán[22] moviliza miles de hombres y determina buena parte de lo que ocurre o no ocurre en el Chocó. Depende mucho de la zona o del tipo de comunidad, el victimario viste un uniforme u otro. “Nosotros lo peor lo hemos vivido con el Ejército”, me confesaba Claudia Amparo Domicó, representante del Programa de Mujeres de Asorewa, antes de reforzar la tesis compartida: “El desplazamiento responde a un plan: quedarse con los territorios”. Y el plan lo ejecutan unos u otros dependiendo de su área de influencia. En Caimanero, alertados como están frente al “proyecto de las FARC”, matizan que “el Ejército y la Policía ha sido muy irrespetuoso con la comunidad”. Una lideresa local de Napipí sabe que “cuando el Ejército frecuenta [por la comunidad] a una lo que le espera es candelazo”. La confianza en la institucionalidad “armada” es una quimera en territorios donde “si el gobierno existe o no existe, es igual para nosotros”, como repite un líder indígena de la comunidad de Mojaudó.

El proyecto económico y político de las FARC también es constatable. Unas 70 entrevistas para terminar regresando a la primera, a la de Nevaldo Perea: “Las FARC se quieren quedar en el territorio y suplantar a la COCOMACIA -ya lo hicieron en el bajo Atrato cuando sustituyeron a OCABA por ACAMURI[23], en el río Murrí-. Ya le están metiendo cizaña a la gente. También tememos la presencia de desmovilizados de las FARC de otros departamentos y que vienen otra vocación, con otra cultura respecto al territorio, con una mirada como de banco económico, cuando para nosotros es un espacio de vida y resistencia. (…) Se dice que tienen planes de traer a doscientas y pico familias de Córdoba y esa gente es ganadera. Nos traerán vacas de esas con cuernos grandes, que al negro no le gustan y nos terminarán sacando del territorio”. Perea me alertaba de las dos amenazas que más resaltan comunidad tras comunidad: repoblamiento y pérdida de autonomía política. Sin embargo, cuando le planteo el asunto del “repoblamiento” al comandante de las FARC Pablo Atrato responde molesto: “Eso es  falso, las FARC  no ha traído ni a una sola persona”. ¿Y la va a traer? “Jamás… eso es algo que han hecho los paramilitares, no nosotros”.

“Arriba [en la montaña] hay mucha gente y quieren tierras y ellos son fuertes”. Nury Palacios es una de las resistentes de Caimanero. También está preocupada por las tierras. Caimanero debería haber desaparecido del mapa hace tiempo. Esta comunidad está ‘mal’ ubicada, en un corredor estratégico entre Cuía y Napipí. Armenio Mayo es uno de los líderes de esta pequeña comunidad. Hablamos bajo una intensa lluvia, bajo unos plásticos colgados a la entrada del caserío. “Aquí nos han desplazado cuatro veces. Caimanero ha resistido por sus líderes porque era para que aquí no hubiera gente”. Resistido pero a costa de perder buena parte de su forma de vida y de ver muy debilitada su autonomía. No hace falta ser muy sagaz para sentir la presencia de las FARC cerca de estas comunidades. “Ahora vienen de civil, sin armas largas, hay más roce, más familiaridad. Han cambiado…”, me cuenta un anciano en uno de los caseríos diseminados por el Bojayá. Se queda unos segundos callado y añade: “Claro que…,  de una u otra manera, siempre llevan armas y uno lo sabe… es una forma de hacer política muy ‘persuasiva”. El comandante Pablo Atrato cree, de hecho, que ese es el reto más difícil de las FARC: “Es muy complejo hacer política estando armado… es lo más duro porque cuando tú estás frente a unas personas planteando unos argumentos del orden político y social tú no sabes si te dicen que sí porque tú llevas razón o porque tienen miedo. Si mañana, con el proceso de paz, hemos superado eso, si ya no tenemos las armas que dan miedo, esa asimetría ya no existirá”.

Otro chocoano con larga experiencia en la resistencia al conflicto pone el polo a tierra desde la capital: “Siempre les hemos pedido que dejen las armas y hagan política. Pensar que van a firmar un acuerdo de paz para retirarse del territorio y olvidarse de 60 años de lucha es de una ingenuidad terrible”. 

La realidad es esa y el miedo también es ese. “Con el acuerdo de paz puede haber un desplazamiento mayor de los que hemos conocido porque ellos [los guerrilleros de las FARC] no se van a ir del territorio y los paras [paramilitares] van a venir a reclamar”, advierte Nury. Isidoro, otro vecino de Caimanero, explica que a la comunidad llegan guerrilleros que se “venden” como “el motor de los procesos sociales”. Armenio relata cómo “las FARC están en las cabeceras… eso lo sabe todo el mundo. Y están haciendo su trabajo político para convencer a las comunidades [de su proyecto] y eso está debilitando mucho a los consejos comunitarios”. Nury apuntala: “La organización está perdiendo autonomía porque las FARC está jugando el papel que le debería corresponder a la junta directiva de la COCOMACIA”. Isidoro toma la palabra para aportar pruebas de su desconfianza ante el proceso de paz y los acuerdos que allí se tomen: “Un comandante [de las FARC] nos dijo aquí mismito que ellos no tiene nada que ver con lo de Cuba”. Fanny Rosmira, desde la sede de la COMACIA en Quibdó, teme que “dejen de matar con la bala pero sigan jodiendo de otra manera. El Gobierno y las FARC creen que uno como campesino no tiene cerebro para discernir entre lo que está bien y lo que está mal. Pero eso no es cierto… ellos quieren que quede escrito en la historia que después del acuerdo todo fue felicidad, pero acá, en el territorio, están haciendo lo contrario. Las FARC están imponiendo la ganadería, las fincas, están auspiciando la minería, comprando tierras, se molestan con cada comunicado de la COCOMACIA”.

Clidio Mosquera, un habitante de Napipí se hace preguntas en alto: “A uno le quedan muchos interrogantes sobre el proceso de paz porque ninguna de las cosas luego se aplican. Para ellos [Gobierno y guerrilla] es muy bueno eso de negociar en medio del conflicto pero para nosotros eso es muy grave”. Carlos Chaverra, un histórico dirigente de esa comunidad tan golpeada por la guerra, se suma al grupo de desconfiados: “…siempre he tenido dudas… como que los jefes están negociando en un sitio pero los subalternos hacen otra cosa. La guerra sigue y eso debería haberse suprimido desde el momento que se sentaron a hablar”.

En Napipí las huellas de esta “guerra sin límites”, como tituló el Centro de Memoria Histórica su informe sobre Bojayá, son tanto físicas como emocionales. El templo de la iglesia católica todavía se inunda por obra y gracia de las decenas de agujeros que los impactos de las balas de la Armada dejó en su techo. Napipí fue la primera comunidad que puso los muertos previos a la masacre de Bellavista. Ya en 1997, los paramilitares “lista en mano, (…) procedieron a desaparecer y a asesinar a quienes acusaban de ser ‘colaboradores de la guerrilla’. Los habitantes de Napipí recuerdan entre las primeras desapariciones la de Marcial Mosquera, comerciante de la región, y la de un joven que conocían como ‘Dominguito’. En ese entonces los paramilitares también decomisaron todas las escopetas que tenían los habitantes, dejándolos sin herramientas para la cacería y restringiendo su alimentación”[24]. Cuando se estaba cocinando el brutal enfrentamiento entre paramilitares y guerrilla en el año 2002 –cuando el Gobierno desoyó todas las alertas tempranas emitidas desde la zona”- las FARC eligieron el caserío de Napipí para instalar uno de los retenes que tenía el objetivo de bloquear el río Atrato tras la entrada de unos 300 paramilitares a Vigía del Fuerte. El otro retén estaba la norte, en la boca del río Arquía. El 10 de abril de 2002  la guerrilla desapareció en Napipí a Juan Chaverra Mosquera, de 2 años, y a Saturnino Chaverra Asprilla, de 22 años, hermano e hijo respectivamente de Carlos Chaverra, el líder con el que ahora charlo en una reunión improvisada junto a los billares del pueblo.

Carlos es un hombre bajo pero fornido. Es difícil definir su edad, pero es muy fácil intuir su dolor. Ahora, 13 años después de lo ocurrido nos cuenta algo que no era conocido fuera de su comunidad. Su hijo menor, Neiber, que entonces tenía 2 años, no ha superado el trauma de lo ocurrido y del ataque de la Armada que sufrió la comunidad el 6 de mayo de 2002, después de la masacre de Bellavista y cuando ya no quedaba ni la sombra de la guerrilla. Ese día murió María Ubertina Martínez Guardia, de 22 años, y Neiber decidió que el miedo lo amarraría al interior de su casa. “La gente aquí no sabe ni que existe. Como mucho va y viene a la escuela siempre por el mismo camino. Jamás se ha bañado en el río [que tiene a menos de 50 metros]”, desvela Carlos para escenificar el trauma colectivo e individual con el que vive Napipí. Los sucesos ocurridos allí entre el 10 de abril y el 6 de mayo de 2002 engrosaron la lista de víctimas con Melki Palacios Irobo, de 32 años, con el estudiante Estivenson Palacios Asprilla, de 18 años, y con el doble asesinato de Juan Mosquera Córdoba, padre e hijo homónimos. Trinidad leudo Sánchez toma la palabra para nombrar su ausencia, la de Elis Meneses Cuesta, el marido que le asesinaron el 14 de julio de ese mismo y nefasto año 2002.

Ninguno de estos casos ha sido judicializado. La impunidad es democrática en Colombia[25].  Ninguno de estos casos tendrá justicia porque, como recuerda Felipe Mosquera Palacios, un activo habitante de Napipí de verbo suave, elegante y duro al tiempo, “al gobierno nunca le hemos importado. Lo que ocurrió aquí es responsabilidad del Gobierno porque nunca hizo nada cuando las alarmas se prendieron. Vivimos en un país donde los mandatarios son mezquinos… sólo miran que nos aburramos y que abandonemos el territorio”. Están solos. Esa es la sensación al subir a la lancha y dejar Napipí. Como al salir de La Loma o de Piedra Candela o de Sagrado Corazón de Jesús, o de Pogue. O casi solos, porque comunidad a comunidad repiten que los únicos que se han mantenido junto a ellos, apoyando, resistiendo, son los miembros de la Diócesis de Quibdó, los equipos misioneros que siguen recorriendo estos ríos en sus pangas rojas y blancas, marcadas para no ser marcadas como objetivo armado. La Diócesis no puede hacer justicia y el Estado es lento y perverso en muchas de sus actuaciones. A cambio de la impunidad, las instituciones ofrecen una “reparación integral” que parece no estar reparando y muestra claras dosis de asimetría. Carlos Chaverra se queja de que para el Gobierno y para el  mundo Bojayá es equivalente a Bellavista. “Hoy se ha  hecho casas en Bellavista y allá se ha indemnizado. Acá no hemos visto nada. Ya han pasado 13 años… ¿cuánto tiempo más debe pasar para que la justicia y la reparación llegue a Napipí?”

Reparación o dependencia

Hay consenso en que en el río Bojayá, como en muchos otros ríos del medio Atrato, la vida ya no se alimenta del trabajo en el campo. Las minas antipersona, la presencia de los diversos grupos armados y del Ejército, las dificultades de movilización y, en los últimos años, desde 2009, los paros armados impuestos por la guerrilla, han convertido los cultivos en espacios semi abandonados. Ya sólo se siembra para el pancoger, cerca de las comunidades y sin mucho entusiasmo. Prueba de ellos es que ahora comer “arroz natural” –es decir, no comprado en la tienda- en estas comunidades es una rareza tan escasa como las gallinas de corral en una ciudad. Vamos recorriendo comunidades y comprobando como en una no se puede comer el arroz cosechado porque a la trilladora le falta una pieza, en otra sólo se recoge plátano que se vende al precio impuesto por terceros a las pangas que remontan el río, en casi todas la alimentación es precaria y se compra con lo que llega de las ayudas humanitarias establecidas en la ley de Víctimas. El miedo, las amenazas, el hostigamiento y las consecuencias de los desplazamientos han hecho que “la gente quedara dependiendo del Estado, de las migajas…  hay gente que ya no quiere ni trabajar”.

Rosmira, siempre explícita y metafórica al tiempo, no ve doblez en la situación de despojo: “Para esa gente [gobierno, guerrillas, empresarios, paramilitares…] sobramos. Si no nos han acabado es por pura pena y vergüenza por lo que dirán los de los Derechos Humanos. Estamos estorbando y las neuronas de esa gente están viendo a ver cómo acaban con el título colectivo y, así, con nosotros”. Armenio explica con detalle el proceso que los ha dejado en esta posición de dependencia: primero llegaron los armados y obligaron a los pobladores a ir dejando sus fincas y a agruparse en la parte más urbana de cada comunidad; después, comenzaron los asesinatos selectivos y las masacres; de ahí, los desplazamientos y el abandono del trabajo en el campo; los retornos fueron a la nada, una vez perdidos los insumos, las herramientas, la tranquilidad; ahora, las poblaciones aguantan con las “ayudas humanitarias” que concede el Estado –lastradas por la burocracia y la lógica urbana de quien las diseñó: “Eso solo vale para enredar al pobre campesino”, se queja Saulo en Pogue.

Igual ocurre con las Políticas de Transferencias Condicionadas (PTC), que aquí se traducen en Familias en Acción o Mujeres en Acción. “Eso no alcanza”, explica Yurledis Mena Asprilla en Napipí. Esta mujer joven se queja de que las ayudas de Familia en Acción “no sirven para tener un proyecto de vida” y la gente ya no quiere ni recogerlas porque “deben arriesgar su vida para recoger una limosna”.  Cuentan aquí cómo en febrero de 2015 murió un bebé, Andrés Felipe Hinestrosa (de 3 meses) cuando se hundió el bote en el que iban varias madres con 13 niños más en dirección a Vigía del Fuerte, el lugar más cercano donde podían cumplir con el requisito de pesar y revisar médicamente a sus hijos.

En los resguardos indígenas la situación es más grave, por la lejanía de las cabeceras municipales y por la presencia mucho más real y agresiva de los actores armados. “Muestra situación está muy poco visibilizada”. Plácido Bailarín explica que su gente “se muere de enfermedades curables pero que siguen azotando por la ausencia institucional”. La denuncia de Bailarín están sustentadas en el informe de UNICEF de abril de 2013 sobre seguridad alimentaria en el Chocó en el que destaca que “las comunidades indígenas sufren un creciente deterioro de sus condiciones de vida: aumento de los niveles de desnutrición en niños, niñas y adultos; complicaciones y muertes infantiles por enfermedades prevenibles y curables; mayores dificultades para producir y obtener alimentos a causa de la contaminación ambiental proveniente de la explotación minera y las fumigaciones a los cultivo ilícitos que afectan también sus sembrados de pancoger; la inseguridad por la presencia de grupos armados ilegales y la no distinción entre población civil y combatientes; los desplazamientos forzados y la situación de confinamiento de algunas comunidades que ocasiona además pérdida de cultura autóctona; la destrucción indiscriminada de ecosistemas; deficiente calidad y/o ausencia de servicios públicos”. Valoraciones cualitativas porque la realidad, la racista realidad, es que ni el Estado ni los organismos internacionales tienen idea de la dimensión real del problema de inseguridad alimentaria en las comunidades indígenas. El Gobierno, en la última Encuesta Nacional de la Situación Nutricional en Colombia (2010), reconoce en su metodología que “no se incluyeron los hogares indígenas” a la hora de evaluar la inseguridad alimentaria en el país. En el detallado informe de 513 páginas el componente étnico está reducido a alguna referencia vaga sobre la condición excluida de afrodescendientes e indígenas pero sin información nutricional.

“El confinamiento [de las comunidades indígenas] se sigue dando porque los actores armados están alrededor, pero también por los bombardeos del ejército. La gente tiene miedo a salir [de la comunidad] y cuando hay enfermos y se arriesga la vida para llegar a un centro de salud, entonces, después de horas de bote, se llega y nuestra gente no es atendida o no hay médico… tampoco tiene un lugar donde quedarse en el casco urbano y tienen que pasar la noche a la intemperie. Además, nuestros cultivos de pancoger están muy afectados por las fumigaciones…. cómo ve, se van encadenando unos problemas con otros”. Plácido coincide con los líderes afrodescendientes en que no hay nada casual: “Ellos [el Gobierno y las multinacionales] nos quieren echar de nuestros territorios. Primero llegan los actores ilegales y luego llegan los ‘legales’ a  hacer negocio.  También las FARC tienen una estrategia para irse hacia lo político, están trabajando duro para quedarse con el poder. Por eso el repoblamiento es un tema clave en el postconflicto… puede ser un problema muy grave que genere desplazamientos masivos o gota a gota”. Las ayudas que engordan en el papel y se complican en el terreno no parecen dignificar ni enraizar a la población.

Me toca presenciar el día de cobro de Familias en Acción para indígenas en la cabecera municipal de Bellavista. Cientos de mujeres con sus hijos se desparraman por las ahora pavimentadas calles de Bellavista bajo un sol tan incisivo como el hambre que se adivina en muchas de estas gentes. La casa indígena que hay junto al río no puede dar cobijo a estos cientos que parecen miles. Las familias aprovechan para ir al médico en la larga espera para cobrar la ayuda (que pueden ir desde los 30.000 a los 170.000 pesos en función del número de hijos). El facultativo de una de las empresas privadas que presta el servicio médico en Bellavista ha decidido tomar sus días libres justo ahora. “¡Nos ha dicho que él no va a atender a animales!”, me cuenta una mujer que lo vio salir ante el incesante goteo de indígenas. Si esto es reparación yo he entendido mal el concepto. La dependencia, el racismo y las normas absurdas se combinan para consumar el desastre.

Si la estrategia que muchos intuyen funciona, finalmente, estos ríos pueden quedar siendo solo agua. Si el vaciamiento continúa, los que quedan en las comunidades se irán uniendo a los más de 60.000 desplazados que malviven en Quibdó o a los otros miles de chocoanos que salieron hacia otras ciudades del país. Sin hechos de guerra mediáticos como los de 2002, el Registro Único de Víctimas reconoce 17.032 desplazados en 2012, 15.180 en 2013, 13.525 en 2014, y 4.845 en 2015 (hasta julio). El desangre poblacional es permanente porque muchos de los que salen no vuelven y muchos de los que vuelven ya no pueden ser los mismos. “Al ritmo que vamos, al final de esto, el departamento del Chocó va a terminar repoblado por gentes de otros lugares y los chocoanos de verdad nos tendremos que ir a las grandes ciudades lejos de aquí, a pasar más penurias de las que ya pasamos”. Esaud Lemos Maturana sabe de qué habla. Dirige la Asociación de Desplazados Afrodescendientes del Chocó (ADACHO), la primera fundada con los miles de desplazados que llegaron a Quibdó desde Riosucio, en el Bajo Atrato, el primer lugar por el que entraron los paramilitares a la región en diciembre de 1996. “Nosotros salimos de los territorios rurales y estamos en las cabeceras municipales y desde ahí hacemos resistencia todavía porque recordamos que allá tenemos las tierras de nuestros papás, de nuestros abuelos… (…) Pero ahora vemos cómo el estado está metido en la repoblación… esto no lo quieren hacer solo las guerrillas”.

El Chocó, y el municipio de Bojayá, es territorio colectivo y territorio de víctimas. Como explica el Defensor del Pueblo departamental, Luis Enrique Abadía García, es un departamento con un “conflicto armado adolescente –en comparación con el resto del país- muy agresivo pero con un conflicto social muy antiguo”. De los 500.000 habitantes del departamento, el 74% (372.000) ya figuran en el Registro Único de Víctimas del Gobierno, y de los algo más de 10.000 habitantes del municipio de Bojayá casi el 100% aparecen como víctimas de algún tipo de violencia: desplazamiento, amenazas, violación, desaparición, etc… Betty Eugenia Moreno, la directora de la Unidad de Víctimas en el Chocó alerta, además, que hay “otros 98.000 chocoanos que son víctimas y que viven fuera del departamento”.  Moreno cree que, como casi todo en Colombia, la política de víctimas está más en el papel que en la realidad. “El estado crea esta ley garantista[26] y la soporta sobre un sistema desarticulado que debería coordinar a 51 instituciones del mismo Estado, pero no hace las adecuaciones que se requieren para que ese sistema funcione. La Ley, sin embargo, genera unas expectativas enormes frente a la reparación integral y eso se da de frente con la realidad del Chocó, donde no hay capacidad de garantizar ningún derecho constitucional a la población, donde tenemos un conflicto muy activo, donde están todos los actores, donde tenemos minería ilegal, explotación indiscriminada de bosques, cultivos ilícitos, política de aspersión, rutas del narcotráfico y de tráfico de personas. Esto es una locura total… somos como un contraestado dentro del Estado… en esas contradicciones estamos y corremos el riesgo de estar invisibilizando la crisis estructural desde la Unidad de Víctimas. Como le digo: la Ley de víctimas se estrella aquí contra la realidad”.

Algo parecido a un lugar

Para un habitante de ciudad convencional imaginar un municipio como el de Bojayá es difícil. Desde que se produjo la masacre de Bellavista, la mayoría de los colombianos y extranjeros confunden Bojayá con Bellavista. El error, que parece menor y fruto de la confusión entre el nombre del municipio (Bojayá) y el de la cabecera (Bellavista) logra invisibilizar a la mayoría de la población afectada por la guerra en esta zona, tal y como se quejaban los vecinos del corregimiento de  Napipí, de La Loma, de Piedra Candela o de cualquiera de los caseríos del término municipal. El municipio de Bojayá ocupa 3.693 kilómetros cuadrados y sus comunidades se desperdigan a lo largo de varias cuencas: la del mismo Bojayá, la del Napipí, Opogadó, Pichicora o Murrí. La cabecera, Bellavista, está sobre el río Atrato, frente a la población antioqueña de Vigía del Fuerte (rareza geográfica fruto de la rapiña por los territorios chocoanos entre Antioquia, Valle y Cauca durante la conformación de la división política de Colombia).

El municipio cuenta con algo más de 10.000 habitantes (según la proyección del DANE), aunque los afiliados al SISBEN (Sistema de Identificación y Clasificación de Potenciales Beneficiarios del Sistema de Salud) son 13.317 (2013) y hay un alto subregistro de población rural, lo que permite intuir una población cercana a los 15.000. En Bellavista se supone que habita el 50% de la población.

Bojayá es un lugar de extremos. Llueve 300 días al año, no hay ni una sola vía terrestre de acceso, el 97,6% de la población es oficialmente pobre y sólo hay un 1% de los habitantes con un empleo que se pueda considerar “formal”[27]. También es territorio de etnias. El 50,26% de la población es afrodescendiente y el 43,71% es indígena. De hecho, se calcula oficialmente que son unos 4.000 los indígenas embera que se diseminan por unas 25 comunidades que están dentro de los 13 resguardos reconocidos por el Estado: en el río Opogadó (Villa Hermosa, Playita, Unión Baquiaza, Egoroquera); en el Napipí (Unión Cuití); en el río Bojayá (Chanú, Mojaudó, Nambúa y Puerto Antioquia); en río Uva (Nuevo Olivo, Salinas y Charco Gallo); en el Pogue (Santa Lucía); en Caño Tujena (Tujena); en Caño Pichicora (Pichicora); en el río Chicué (Nueva Jerusalén, Guayabal, Peñita, Lana); en el Cuía (Hoja Blanca, Punto Cedro, Punto Alegre); y en el Buchadó (Amparadó, Gegenadó, Partadó).

Con esta dispersión, las dificultades de transporte en un lugar tan hermoso y complejo como éste y los miles de millones de pesos invertidos en el nuevo pueblo de Bellavista (reubicado en 2007) es difícil entender cómo apenas en septiembre de 2015 se había firmado el contrato para la compra de la primera lancha-ambulancia del municipio. Tampoco se puede comprender que se hayan eliminado de las comunidades los puestos de los promotores o promotoras de salud, la habitual salvación de muchas vidas y el consuelo ante enfermedades no letales pero que no justifican el esfuerzo económico y humano de salir hacia las cabeceras en busca de un médico. Es casi imposible ponerse en la cabeza de los funcionarios que diseñan los procedimientos de acceso a la ayuda humanitaria o a la reparación complejizándolos con eternos formularios o con gestiones en las cabeceras de municipios desarticulados y fragmentados por la incomunicación, la pobreza y el conflicto. Quizá el ejemplo más paradójico y dramático de este estado de cosas es lo que tuvieron que escuchar los habitantes de Sagrado Corazón de Jesús, un pequeño caserío a orillas del Bojayá que sobrevive cultivando cúrcuma. Sus 33 familias vieron cómo “los vientos” de mediados de 2015 tumbaron sus plantaciones y se llevaron algunos techos. Cruzaron el río, esperanzados, hasta la comunidad de Loma de Bojayá, donde funcionarios del gobierno habían convocado una reunión para organizar “las ayudas a los damnificados”. John Fredy, el representante legal del Consejo Comunitario, todavía recuerda cuando el Gobierno les ofreció dos extintores. “Todavía ando pensando para qué es que los vamos a usar”.

Un río debería ser algo más que agua, que cifras, que las estadísticas del despojo y el olvido. Es, en todo caso, la Colombia real muy al margen de lo que Plácido Bailarín denomina como “la Colombia de papel” desde la que se toman las decisiones.


[1] Algunos líderes del río Bojayá proponen ahora que a la guardia indígena de esta región, el cuerpo de control social autónomo de los embera dóbida, se les denomine “Hijos de Quirubidá”, en homenaje a ese héroe de carne, hueso y mitología.

[2] Constitución de Cartagena de 1812

[3] Se podría decir que Pogue está en la situación de Bellavista antes de la masacre, aunque su vulnerabilidad ante las crecidas del río o las intensas lluvias es mucho mayor por la compleja orografía de su ubicación. Son  muchos los caseríos o comunidades de estos ríos que requerirían una reubicación.

[4] Bojayá: La Guerra sin Límites. Centro de Memoria Histórica. Bogotá, 2010.

[5] Perfil Productivo del Municipio de Bojayá. Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Bogotá, 2013

[6] Según el Registro Único de Víctimas del Gobierno a 30 de noviembre de 2015 había 6.542.555 desplazados en el país.

[7] Crisis humanitaria en el Chocó. Diagnóstico, valoración y acciones de la Defensoría del Pueblo. Defensoría del Pueblo, Bogotá 2014.

[8] Coincidiendo con el décimo aniversario de la masacre de Bellavista, la editorial Otramérica y la Uniclaretiana editaron las memorias de Nevaldo Perea con el título de Soy Atrato.

[9] Leal, Claudia. Disputa por tagua y minas: recursos naturales y propiedad territorial en el Pacífico colombiano 1870-1930. Revista Colombiana de Antropología vol.44 no.2 Bogotá, Julio/Diciembre 2008.

[10] En el artículo “El desolador panorama de la minería ilegal en el Chocó” de Javier Silva Herrera. El Tiempo, 11 de agosto de 2014.

[11] Se denominan entables a los lugares donde los mineros amalgaman el material mineral para obtener el oro con el uso incontrolado, en la mayoría de los casos, del imprescindible mercurio para la aleación (al menos 7 gramos de mercurio para lograr un gramo de oro).

[12] Según el DANE, Chocó siempre encabeza la lista de pobreza por departamentos en el país. En 2014, la pobreza monetaria, al revés que la media nacional, aumentó del 63,1% al 65,9%.

[13] Según la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (Unodc), a diciembre de 2014 el Chocó contaba con 1.741 hectáreas dedicadas al cultivo de coca para uso ilícito (el 3% del total nacional).

[14] El último informe de monitoreo de la Unodc en Colombia (julio de 2015) indica una deforestación en todo el país en el año anterior por la actividad minera del oro de 16.784 hectáreas a las que hay que sumar otras 5.810 hectáreas por los cultivos para uso ilícito. Lo grave, si nos fijamos en el Chocó, es que este departamento pone el 59,5% de la pérdida forestal: unas 13.443 hectáreas en sólo un año.

[15] El Foro Interétnico Solidaridad Chocó reúne a todas las organizaciones étnico-territoriales del departamento e incluye este diagnóstico en la Agenda Regional e Interétnica de paz para el Chocó. Un documento que por fin fue adoptado por el gobierno departamental el 14 de agosto de 2015 mediante el decreto 0193/2015.

[16] El presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, inició su mandato con un proyecto económico basado en “cinco locomotoras”: infraestructuras, vivienda, agro, minería e innovación. De las cinco, la que ha generado mayor Inversión Extranjera Directa (IED) ha sido la de minería. A mediados de 2015 había en vigor 9.380 títulos mineros en todo el país que suponían la concesión para la explotación de cerca de un 5% del territorio país. En 2014, según la Agencia Nacional de Minería, el Chocó había producido (legalmente) 1.086,47 kilos de platino, 11.317,68 de oro y 395 de plata (aunque en 2011 se alcanzaron picos de 27.915 kilos de oro y 6.953 de plata). Sin embargo, la caída de los precios de la materia prima ha supuesto una desaceleración de la IED en minería en los últimos dos años a pesar de los 85 beneficios tributarios pensados para ellas y que supuso que las multinacionales de la minería se ahorraran en impuestos 476.000 millones de pesos (unos 153 millones de dólares), según el investigador Álvaro Pardo, de la Red de Justicia Tributaria de Colombia.

[17] Autonomía Indígena en Chocó. Jesús Alfonso Flórez López,. Centro de Estudios Étnicos, Quibdó, 2007.

[18] En las elecciones municipales de octubre de 2015, Plácido perdió en el último momento frente al candidato continuista, Jeremías Moreno. Cerca de 300 indígenas quemaron el material electoral en protesta por un posible fraude. Con la ira y el fuego se fueron las pruebas del delito electoral.

[19] Municipio situado al norte de Quibdó, en la cuenca del río Andágueda.

[20] Asesinado en 2004 por sus propios lugartenientes, Carlos Castaño fue el temido jefe de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU) y el líder del proyecto estatal de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC).

[21] Tirofijo, también conocido como Manuel Marulanda, era Pedro Antonio Marín Rodríguez, el histórico dirigente de las FARC, murió por causas naturales en 2008 cuando tenía 78 años de edad.

[22] En enero de 2014, el presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, activó la Fuerza de Tarea Conjunta Titán que, según declaraba el Ejército Nacional cuyo objetivo es “la neutralización de los grupos terroristas especialmente contra los Frentes 34 de las Farc y sus cabecillas alias Isaías Trujillo, de la Compañía Silvio Carvajal, el cabecilla alias Melkin de la Compañía Vladimir Urrutia, así como también, contra el Frente 57 Mario Vélez de las Farc y sus cabecillas alias Yuri alias Pablo y alias Marcos entre otros, contra las bandas criminales que delinquen en 22 municipios del departamento de Chocó y dos municipio del departamento de Antioquia. (…) Los hombres de esta nueva Fuerza también adelantarán actividades operacionales contra el narcotráfico especialmente en la zona de Frontera con Panamá, el secuestro, la minería ilegal y la extorsión, en el marco del Plan de Guerra Espada de Honor II”

[23] OCABA: Organización de Campesinos del Bajo Atrato; ACAMURI: Asociación Campesina del Municipio de Riosucio.

[24] Bojayá: la guerra sin límite. Centro de memoria Histórica. Bogotá, 2010. PP38-39.

[25] Un informe de la Fiscalía General de la Nación de julio de 2015 indica que 9 de cada 10 asesinatos quedan impunes en la Colombia visible. Napipí no está entre las coordenadas habituales de la Fiscalía o de otras instituciones estatales.

[26] La Ley 1448 de 2001, o Ley de Víctimas y Restitución de Tierras.

[27] Perfil Productivo del Municipio de Bojayá. Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Bogotá, 2013