Aguapanela con galletas
La casa de Karen Mosquera Jordán queda a las afueras de Pereira, en una invasión que todos conocen como Caracol la Curva. Son tres metros de frente y cuatro de fondo; por columnas, unas guaduas; por techo, unas latas; las paredes, de esterillas con retazos de madera forrados en lonas de costal verde, de ese que se usa para cercar construcciones o lotes abandonados… La “ducha” es una manguera colgando en una enramada afuera, al aire libre, contra el barranco que mira hacia el río Consota y la autopista del café. Veo una cocineta improvisada en un rincón. Veo una nevera pequeña oxidada, un televisor grande, dos camas de madera y un armario barato. Veo baldes, ollas, montoncitos de ropa, cosméticos, jabones y cosas de aseo, fotos pegadas . Veo siete peluches amarrados de las guaduas que sostienen el techo y un afiche que dice “Keiner, Karen y Carlos. TQM”. No veo ningún baño, por eso conjeturo que Karen, de veintiún años de edad, y su pequeño hijo Keiner, de cuatro, tienen que hacer sus necesidades en el barranco, o en el río, como muchos vecinos, pero prefiero no preguntar. Más bien le pregunto cuándo llegó a Pereira.
“A los doce años me vine de Condoto [Chocó]. Yo vivía en La Playa, en el monte, me crié con mis abuelos”. Asegura que la vida en el Chocó es dura, que hay que buscar el oro en los ríos o internarse en la selva para sacar la comida, que no quisiera volver. Su madre llegó desplazada porque la guerrilla le mató al marido, ella vino más tarde siguiéndole los pasos, rodando de barrio en barrio, trabajando como empleada doméstica, hasta que se quedó embarazada y al padre de su hijo lo metieron preso por tráfico de drogas.
“Cuando cogieron al papá del niño yo estuve a punto de entregarlo al Bienestar Familiar”, dice. “Prefiero pasar trabajos pero yo a mi hijo no lo entrego. Me ha tocado hasta dormir en la calle con él”. Karen consigue un trabajo como empleada doméstica uno o dos días al mes en reemplazos. Por lo tanto, sus ingresos no superan los cien mil pesos y para que su niño tenga por lo menos una comida al día depende de los programas asistencialistas que maneja Bienestar Familiar y una Caja de Compensación local. Una profesional que trabajó en el sector me explica que su programa atendía 66 niños y niñas, entre estos un 40% tenía problemas nutricionales. En 2016 este barrio fue noticia nacional por un niño de once meses que murió de desnutrición. Le pregunto a Karen si ella se va a la cama sin comer. “Yo sí, pero el niño no”, asegura: “Le doy siquiera una aguapanela con galleta”.
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Según el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, en la última década han muerto 3.200 niños por desnutrición en el país, casi uno al día, aunque otras fuentes señalan que la cifra es mayor y podría llegar a los 4.770. Cada tanto, en televisión salen las imágenes aterradoras del hambre crónica en La Guajira, entonces la opinión pública se rasga las vestiduras, hay gente organizando donaciones, campañas de apoyo, los columnistas escriben indignados, piden que rueden cabezas, hasta que el tema pasa de moda y los indígenas vuelven a morirse discretamente en su desierto. La Guajira y el litoral Pacífico son las regiones donde se presentan las tasas de desnutrición más altas del país, no obstante, suena poco el hambre urbana, un fenómeno enquistado en el corazón de las grandes ciudades que apunta a los problemas estructurales del país: la desigualdad en la tenencia de la tierra, el desplazamiento forzado, la migración de campesinos hacia los perímetros urbanos, los problemas de acceso a la vivienda y los servicios básicos.
Según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés), “la mayor problemática de inseguridad alimentaria y nutricional en la región [América latina y el Caribe] está centrada en las barreras de acceso a los alimentos dada la pobreza y la inequidad de ingresos”.
Recientemente se reveló que en Bogotá han aumentado los casos de desnutrición crónica: 15 de cada 100 niños la padecen, una cifra que casi duplica la estadística de hace dos años, cuando se reportaron 8 de cada 100. Esto podría ser un resultado del desmonte de los programas sociales y de asistencia durante la alcaldía de Enrique Peñalosa. Además está el “hambre oculta”, una alimentación que aunque pueda ser abundante, resulta insuficiente en los nutrientes fundamentales para la salud y el desarrollo psicomotor. Según la Encuesta Nacional de Situación Nutricional, el 43% de los niños menores de cinco años tiene deficiencias de cinc, el 24% de vitamina A y el 10% de hierro. Las consecuencias sólo se ven a largo plazo: la CEPAL ha calculado que el costo de la desnutrición global equivale a entre un 6 y 11 % del Producto Interno Bruto de los países, y en Colombia el porcentaje sería del 10%, un gasto que la sociedad podría ahorrarse si brindara una alimentación adecuada a todos sus miembros.
La FAO resalta que la tierra en el país está en poder de muy pocos propietarios, lo que deriva en una tasa Gini del 0.86 para el entorno rural, este índice mide la desigualdad y el de Colombia es uno de los más altos del mundo. Aquello redunda en altos costos de producción de alimentos en el país, la ausencia o desarticulación de redes de abastecimiento, la falta de subsidios e incentivos para los pequeños agricultores, una situación que se ve marcada por el abandono paulatino del campo. Comparada con el resto de América Latina, la población colombiana en su conjunto es una de las que más porcentajes de sus ingresos gasta en alimentos, eso significa que en el país la comida es cara en relación con el poder adquisitivo. Pero además, la quinta parte más pobre de la población dedica el 95% de sus ingresos a comprar comida. O dicho de otra manera: a los pobres la vida se les va en trabajar única y exclusivamente para conseguir algo que echarle a la olla cada noche.
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Puerto Caldas es una “carrilera”, una antigua vía del tren que fue invadida de ranchos y casitas humildes a ambos lados, siguiendo el curso de los rieles. Durante medio siglo se ha ido llenando de campesinos sin tierra que llegan de todos los rincones y todas las violencias. Un suburbio grande, con la mitad de la población desempleada, que en términos territoriales pertenece a Pereira pero en la práctica es otro barrio del municipio de Cartago, que está nada más al cruzar el puente. De vez en cuando, este pueblito aparece en los informativos locales cuando hay balaceras o guerras entre pandillas, en las últimas elecciones fue noticia nacional porque unos tipos en una camioneta lujosa andaban comprando votos. Hace casi diez años que vine por primera vez a esta carrilera. Entonces me impresionó la pobreza extrema y que mucha gente viviera de “rastrojear”, es decir, de recoger sobras de la cosecha de maíz y soya en las haciendas vecinas, tierras que son propiedad de poderosos hacendados y narcotraficantes vallecaucanos.
Hilda Luz Silva es la presidenta de una Junta de Acción Comunal aquí. La acompañan Soelia y Paola, dos muchachas que le ayudan en el Centro Comunitario. Hilda Luz cuenta cómo llevaban antes un restaurante que atendía a los ancianos del sector, muchos de ellos abandonados por sus familias o incapaces de valerse por sí mismos. En un diagnóstico habían descubierto que la mayoría pasaban hambre, incluso alguna vez encontraron muerto después de varios días a un abuelo que vivía sólo en su casa. Entre junio de 2013 y el 31 de diciembre de 2016 sirvieron almuerzos gratis a los ancianos de su comunidad, de domingo a domingo, con el apoyo de una fundación. Arrancaron con 30 y fueron incrementando el cupo hasta llegar a 55.
“Siempre había diez de más”, dice Hilda Luz. “Cuando logramos conseguir presupuesto para 40 era porque ya atendíamos a 50, aparte de ser ayuda para los abuelos, ayudábamos a familias que estaban pasando problemas, o que tenían dificultades con la alimentación”.
Pero, en 2017, la alcaldía prometió continuar el programa incrementando los cupos a 120. Se hicieron papeleos, inscripciones, jornadas de socialización y la plata nunca llegó, fue así como la fundación que apoyaba retiró sus recursos hasta que el restaurante tuvo que cerrarse. ¿Qué pasó con los abuelos? “Volvieron a la mendicidad, a vivir pidiendo”, reconoce Hilda Luz. “Y aguantan hambre, andan enfermos. Los que tienen la familia cerca medio comen”.
Soelia recuerda que la gente antes iba a pescar al río La Vieja o a las lagunas que hay en las haciendas ganaderas cercanas, pero ahora los mayordomos no dejan pasar a nadie. Cuenta que en su casa no le falta el plato de arroz, lentejas, papas, más arroz, más lentejas, más papas, y por la noche aguapanela con un pan, pero sabe que esa no es una buena alimentación. Me dice que le pregunte a Paola, la otra muchacha, cómo comen en su casa. “Casi siempre es arroz con huevo”, explica. “Acá la gente no tiene como comer por lo difícil de conseguir un trabajo”.
Y empiezan a enumerar personas que pasan hambre en el barrio: La familia de Amparo, un señor al que le dicen Toño Lindo, don Antonio y doña Libia, que viven solos. Hasta que Soelia me habla de un ancianito que apareció la última semana de mayo y que no era de la zona, había pasado pidiendo comida en las casas y cuando doña Emma Ortiz lo vio frente al Centro Comunitario le dio lástima, porque se notaba muy deteriorado, quizás enfermo, entonces le regaló uno de los refrigerios que dan a los niños en las clases de danzas. Nadie lo volvió a ver. El sábado 2 de junio lo encontraron muerto en una finca cercana, al lado de una laguna.