El difícil desmonte del paramilitarismo
A pesar de la existencia de estudios y análisis del fenómeno paramilitar y de las acciones político-militares llevadas a cabo por su expresión armada (los paramilitares), aún falta mucho por decir de dicho fenómeno.
Insisto en mirar al paramilitarismo como una realidad ideológica, económica, social, política y cultural, anclada profundamente en la precariedad y debilidad del Estado y fondeada en una sociedad que exhibe truncos o incompletos procesos de construcción de civilidad.
Todo lo anterior, mirado en el contexto de la globalización económica, la consolidación del modelo económico neoliberal y la expansión del latifundio, de la ganadería, de la minería y de la agroindustria, como insuperables, únicas y legítimas actividades económicas.
Paralelo a estas actividades económicas, aparece el narcotráfico, fenómeno que a su vez reprodujo el ethos mafioso que penetró la Política, las prácticas del poder político y disímiles formas de relación social y económica.
Por ello, el desmonte del paramilitarismo, pactado en el Acuerdo Final de La Habana, será en adelante un reto mayúsculo que no solo compromete a la operación misma del Estado, como orden legítimo y guía moral para sus asociados, sino a la sociedad civil y en general a todos los colombianos. Y es así, porque el histórico rechazo a la acción guerrillera sirvió de puente axiológico para legitimar las acciones de un proyecto neoconservador agenciado y aupado por un conjunto de organizaciones, legales e ilegales, de fuerzas de poder local, regional y nacional -élites económicas y políticas-, como también por actores globales –multinacionales-, y el propio sistema financiero nacional e internacional.
Así entonces, el fenómeno paramilitar hay que mirarlo y comprenderlo más allá de la violencia política generada por los grupos paramilitares concentrados en esa confederación armada conocida como las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC).
En ese camino comprensivo, hay que volver sobre la discusión del tipo de Estado-Nación que hemos construido. Como país de regiones, el Estado colombiano ha enfrentado un reto mayúsculo: consolidarse mediante un concepto de Nación que convoque a todos los sectores societales y de una acción estatal que respete y reconozca las diferencias regionales y que coadyuve a fortalecer la idea de la existencia de un único orden social al servicio de todos los ciudadanos, sin distingo de raza, condición social, religión, idea política y menos aún, por el origen regional.
Los desarrollos regionales son desiguales, justamente, porque no ha existido una noción compartida de lo que debe ser el Estado. Hay ideas remotas de lo que debe ser, por ejemplo, en los antiguos Territoriales Nacionales, pues allá la imagen estatal se refunde en maniguas, por la acción violenta, tanto del propio Estado, como de actores armados ilegales.
El centralismo bogotano compite con fuerzas electorales, con caciques y gamonales, y con élites regionales que tienen una particular concepción de lo que debe ser el Estado, idea que se expresa en la frase: Estado para unos pocos. Huelga decir, que ese mismo centralismo es la expresión de una élite que, históricamente, ha vivido de la función pública y ha dado ejemplo de cómo se pueden someter los recursos públicos y el interés colectivo, connatural al ejercicio estatal, a sus conveniencias e intereses. Justamente, esa misma élite se ha encargado de naturalizar ese ethos mafioso con el que operan las relaciones Estado-Sociedad y Mercado.
Así entonces, no hay una doctrina de Estado sobre la cual la sociedad colombiana pueda pensar su devenir y proyectar su futuro. Hay una variedad de juicios alrededor de lo que debe ser el Estado, sujetos, claro está, a las acciones privadas de élites y de grupos que emergen asociados a actividades lícitas e ilícitas, teniendo como principio orientador someterlo, y crear uno que se ponga a su servicio, así el costo sea la disgregación del Estado como único orden social, político y económico.
Por ello, actividades como el narcotráfico, proyectos agroindustriales, el desarrollo empresarial y fenómenos como el paramilitarismo, comparten la idea de que entre más precario sea el Estado, mejor para los intereses de quienes han creado, desde la legalidad o la ilegalidad, verdaderos paraestados que se oponen a la consolidación de un único referente de orden.
Como referente y símbolo de unidad social y cultural, el Estado colombiano colapsó. Como referente político, ese mismo Estado sobrevive porque hay una acción política vigorosa, desde lo electoral –a través del clientelismo- y desde la construcción de forzosos consensos que, claramente, benefician a quienes, desde la tradición, se erigen como sectores poderosos que sostienen el aparataje estatal, a pesar de su notable y evidente ilegitimidad.
Además, existe Estado porque hay la suficiente fuerza represiva para enmascarar su crisis y porque hay una actividad económica capaz de sostener tanto a dicha fuerza represiva, como al mismo referente de orden.
Propongo tres criterios para entender el origen y la presencia histórica del fenómeno paramilitar, que bien pueden servir para dimensionar por qué será tan difícil desmontar el fenómeno paramilitar:
- Baja institucionalidad, representada en el imaginario de ineficacia construido alrededor del pobre accionar de la justicia, que tiene un carácter histórico y exalta la debilidad y la incapacidad del Estado de imponerse frente a grupos sociales con conductas anómicas y frente a grupos armados ilegales que desde hace tiempo desconocen su autoridad y lo enfrentan militarmente.
- Tradición violenta aceptada socialmente, que induce a pensar que los amplios y disímiles fenómenos de violencia que aún se dan en Colombia, están soportados en la ‘naturaleza violenta’ del colombiano, asociada, además, a un problema fenotípico aupado por la incapacidad de las instituciones estatales y la falta de una sociedad civil estructurada, con una agenda pública común, capaz de exigirle al Estado cumplir con principios y valores modernos.
- Conductas societales normatizadas y normalizadas. Desde allí se concibe y se explica que el actuar de la autodefensa, como práctica social complementada o asociada a la posibilidad de hacer justicia por mano propia, el ciudadano colombiano la reconoce o la ha internalizado como norma, lo que, a su vez, permite volver ley socialmente aceptada todas aquellas prácticas y procedimientos que, alejados del contexto y las condiciones propias de un Estado social de derecho, se convierten en hechos perfectamente normales de acuerdo con las precarias condiciones en las que sobreviven el Estado y la sociedad colombianas en su conjunto.
El paramilitarismo hoy
Después del proceso de sometimiento de los paramilitares en el gobierno de Uribe Vélez, el fenómeno se mantuvo y su expresión armada sufrió transformaciones. Mutó. Digamos que los paramilitares y el fenómeno Paramilitar mismo, políticamente se “desvanecieron”, lo que hizo creer en su desaparición o en el debilitamiento del proyecto neoconservador que los paramilitares agenciaron, a nombre de poderosos actores de la sociedad civil que simpatizaron y simpatizan aún con la ideología paramilitar.
Por el contrario, el proyecto económico, social, político y cultural que los paramilitares agenciaron, continúa vigente, solo que ahora la visibilidad política que en otrora tuvieron los jefes de las AUC, está en manos de los “naturales” agentes y aupadores de dicho fenómeno y directos beneficiarios del despojo de grandes extensiones de tierra que lograron los paramilitares: hablo de agroindustriales, ingenios azucareros, ganaderos, empresas mineras y todos aquellos amigos del latifundio como único y posible modelo de producción. Baste con recordar, para el caso del Valle del Cauca, las declaraciones que dio el paramilitar Hebert Veloza, conocido con el alias de HH, en las que reconoció el aporte económico que sectores de poder de este departamento dieron al Bloque Calima.
Hay que señalar que los residuos paramilitares que no se desmovilizaron, actúan hoy sin claros referentes políticos, lo que hace que su operación se reduzca, quizás, a la prestación de servicios de seguridad privada o acciones delincuenciales. La operación dispersa de lo que las autoridades llaman los “neoparamilitares”, sirve a la estrategia de sectores del Establecimiento que insisten en que el fenómeno paramilitar y su expresión armada, los Paramilitares, efectivamente ya no existen. De allí que lo acordado en La Habana, en lo que toca al desmonte del paramilitarismo, poco interés despierte en ciertos sectores del Establecimiento.
Insisto, el fenómeno se mantiene porque subsisten las circunstancias económicas, las motivaciones políticas y las prácticas socio culturales con las que se legitimó su presencia y su lucha. Se suma a lo anterior, la complacencia social con el ethos mafioso, el odio visceral hacia las guerrillas, y la oposición a su reinserción por la vía de una negociación política. Igualmente, la natural animadversión hacia las ideas de izquierda.
De igual manera, a pesar de la cercana posibilidad de que se ponga fin al conflicto armado, por lo menos con las FARC, la Doctrina de Seguridad Nacional seguirá vigente en sectores castrenses que, al compartir la visión de desarrollo de azucareros, ganaderos, latifundistas y agroindustriales, entre otros, continúan reconociendo a indígenas, afros y campesinos, y a defensores de derechos humanos y del medio ambiente, como aliados de las guerrillas o simpatizantes de las ideas de izquierda.
Por todo lo anterior, vislumbro un difícil desmonte del paramilitarismo porque está adherido a la cultura y a las propias lógicas del Establecimiento. Su desmonte es, desde ya, el reto más difícil para el imaginado y deseado escenario de posconflicto.
Además, frente a los crímenes cometidos por los paramilitares jamás hubo sanción social. Termino con apartes de la sentencia proferida por la Corte Suprema de Justicia contra el paramilitar y genocida, Salvatore Mancuso:
“Jamás aplicamos eso que a veces resulta más efectivo que la sanción penal: el control social, dado que antes que rechazar al agresor o a quien lo auxiliaba, permitimos que hicieran vida social, sin reprocharles, sin excluirlos, sin señalarlos…”.
* Comunicador social y politólogo. Profesor Asociado de la Universidad Autónoma de Occidente.