Falsos positivos, espectáculo, horror y cinismo: la masacre de Alto Remanso

El ejército colombiano da un paso más en su arte de escenificar el horror para capitalizar “éxitos”… fabricando cadáveres: los “falsos positivos” versión 22 parecen haberse sofisticado. El término “falso positivo” oculta que en verdad se trata de crímenes de Estado, pero tiene el mérito de señalar la mentira bajo la cual se cometen. Si en el argot militar un “positivo” es una operación cumplida satisfactoriamente, estos serían “falsos positivos”, pues en lugar de bajas en combate, acá se trata de crímenes de personas inocentes e indefensas, presentadas como combatientes.

Sin embargo, si tenemos en cuenta los testimonios de algunos de los militares que cometieron estos asesinatos –6.402 según la Jurisdicción Especial de Paz (JEP)–, para muchos de ellos, los pobres, los indígenas, los campesinos, los estudiantes de universidades públicas, los sindicalistas y los líderes sociales serían aliados de la guerrilla y, en últimas, enemigos. En ese sentido, eliminar a personas pobres, desempleadas y marginalizadas, sería, una operación lograda. No un error, sino un verdadero positivo. Desde esta perspectiva, los “falsos positivos” no serían tan falsos, en realidad serían “falsos, falsos positivos”, es decir… ¡positivos! En el fondo con estos crímenes, el ejército estaría cumpliendo un objetivo oculto, no confesado, inconsciente en cierta medida, una especie de “limpieza social” cultivada en el hecho de haber defendido por años los intereses de las clases altas, y en el odio hacia los pobres, bien acendrado y extendido en nuestra sociedad: clasista, racista y sexista.

Aclarado lo anterior, el falso falso positivo, como su nombre lo indica, redobla la falsedad. Trata de ocultar una terrible verdad extremando la falacia, duplicando o multiplicando al infinito la representación, elevándola al nivel del espectáculo cínico que se ufana de la transgresión que no constituye solamente actuación teatral, sino acto… criminal.

Es bien sabido que los falsos positivos recurrían a la teatralidad. Consistían en montar una escena fantasmática que buscaba realizar imaginariamente la fantasía de combates acordes al deseo de la comandancia, de quienes daban la orden, muchas veces sin necesidad de hablar. Obligaban a disfrazarse de guerrilleros o de paramilitares a jóvenes a los que les ofrecían trabajo –uniendo así su destino mortal al famoso “trabajar, trabajar y trabajar”–; instalaban una ficticia escena de combate en medio de la cual asesinaban a los muchachos, para presentar este macabro espectáculo al país y recoger en cadáveres los logros de una guerra que supuestamente iban ganando. Lo indicaba la contabilidad así nutrida, el “body count” del que era esclavo el ejército.

Tratemos de imaginar la angustia, la experiencia de los jóvenes al ser repentinamente obligados a vestir esas prendas con insignias que no eran las propias, bajo la urgencia de la pregunta «¿qué me quiere el Otro?, ¿qué soy para él?, ¿qué deseo está a punto de satisfacer… ¿conmigo?… ¿con mi cadáver?». Difícil encontrar un ejemplo más terrible de la angustia de un sujeto, ad portas de ser abolido por el Otro.

Tal como lo indican varias investigaciones periodísticas, entre ellas la de Vorágine, El Espectador y Cambio, que recogen los testimonios de las víctimas, la intervención militar en Alto Remanso, Putumayo, el pasado 28 de marzo, que el ministro Molano y el General Zapateiro presentan como una exitosa operación contra las disidencias de la guerrilla de las FARC, en realidad habría sido una masacre en la que no capturaron ni dieron de baja a los dos cabecillas que buscaban, pero en la cual se asesinó a 11 personas. Aun si entre estas hubo quienes, armados, repelieron al ejército, es claro que la mayoría no lo estaba, era población civil que debió ser protegida. Estaríamos entonces ante un nuevo caso de crímenes presentados como una afortunada operación militar, ante otro “falso positivo”.

De ser así, los militares han modificado el libreto, lo han sofisticado: ya no se trata de disfrazar de entrada a indígenas y campesinos; ahora son ellos, los militares, los que se disfrazan de guerrilleros, para luego sí, después de matar, disfrazar los cuerpos. En el dispositivo convencional, primero preparaban la escena del ficticio combate, luego obligaban a las víctimas a disfrazarse para, entonces sí, producir en medio de ella el cadáver. “Producir” no solo en el sentido de la producción de cine o televisión, sino en el de la del objeto, de la producción de la mercancía, objeto del plus de goce.

En cambio ahora, en esta nueva modalidad, como ya anotamos, los militares llegan disfrazados –o por lo menos, con trajes no convencionales a ojos de los pobladores– , para pasar luego a fabricar los cadáveres y posteriormente a disfrazarlos –dotarlos de chalecos, arneses y armas–. Por último se dedican a hacer el montaje escénico de acuerdo a la fantasía de quien ocupe el lugar de amo en este discurso. La representación tuvo esta vez un colofón: días después subieron al escenario los funcionarios de la Fiscalía General de la Nación, que deberían realizar la investigación sobre los hechos, a abrazar con admiración a los oficiales que la comandaron. Es importante anotar que el comandante del Comando Conjunto N.º 3 del Suroriente es un Mayor General que comparece ante la JEP por más de 50 casos de “falsos positivos” que habrían sido cometidos bajo su mando, entre 2006 y 2007.

 

Los testigos de la comunidad han relatado cómo súbitamente el bazar fue asaltado por lo que creían era un grupo guerrillero: hombres armados vestidos de negro irrumpieron asesinando a varios de los allí presentes, incluidos un niño y una mujer embarazada, luego de lo cual ocuparon el caserío. De pronto, en medio de este horror sintieron que “les volvía el alma al cuerpo” cuando vieron llegar las lanchas de la armada y luego los helicópteros del ejército nacional, a rescatarlos: ¡estaban a salvo! Cuál no sería su asombro, su confusión, pero sobre todo su desilusión, al descubrir que bajo el disfraz de los hombres de negro que realizaron el ataque, en realidad había hombres del ejército que se saludan cordialmente con sus compañeros de armas recién arribados: eran de los mismos. ¡El que los había atacado era el ejército!

 

Estupefactos descubren que la masacre la cometió el mismo ejército, que no había entonces salvador, ni protección alguna; que el Otro de la ley, en el que por un instante habían creído, no existe. En efecto, enseguida fueron obligados a permanecer cuatro horas de pie, al rayo del sol, formados en la cancha de microfutbol, de espaldas al lugar de la masacre, impedidos de socorrer a los heridos, acatando la prohibición explícita de voltear a mirar cómo los soldados manipulaban los cadáveres, las prendas y la escena, mientras de nuevo montaban toda la utilería de este espantoso teatro.

 

En él, ante la transgresión del orden simbólico de la ley −cometida por sus mismos representantes–, lo imaginario trata de cubrir y de sostener la escena, salvo por algo nada ilusorio, bien real: los cadáveres. Estos introducen un real absoluto que desborda la escena, único elemento que en todo este montaje no es de ficción y que viene a realizar la fantasía que exige “obediencia ciega” al imperativo de la pulsión, a la voz… de mando y a la mirada, que con voracidad piden cadáveres. Es el último despojo, el mortal, el fundamental, el más codiciado tras la larga serie de los despojos en este país: el de la tierra, la minería, el de la selva, la coca, el de las cajas de whisky, el de los 36 millones de pesos por la venta de un lote que acababa de realizar un campesino y el de los 5 del prostíbulo, no reportados en el informe militar del material incautado en la operación, pero sí arrebatado a la comunidad, tal como lo revelaron los testimonios recogidos por los periodistas.

 

Entonces, producto final del acto de despojo está el despojo mortal, pero este es presentado de manera cínica, rodeado de un espectáculo. Esta “jugadita” de teatralizar el terror, la transgresión, el dolo y el crimen, ha sido la marca de la era del uribismo, que pasará a la historia como la gestión de lo falso positivo. Ahora, en lo que pareciera ser su hegemónico clímax, con todas las instituciones de control del Estado cooptadas –Fiscalía, Procuraduría, Defensoría del pueblo, Registraduría, etc.–, y con el presidente Duque a la cabeza, alcanza un desmedido y descarado esplendor. Todo en el gobierno es plagio, trampa, copia, representación altanera y desafiante que desconoce dignidad alguna… pero representación al fin.

 

Como lo señala Carolina Sanín en el análisis que hizo de la foto que el presidente Duque se hizo tomar exhibiendo ante la cámara, cual clon de Trump, su firma en la orden de extradición de un paramilitar, con el fin de privar a las víctimas de la verdad expulsada con él, en ella “todo está repetido”. Esa repetición de la repetidera, ese trucaje, esa forma de llenar las pantallas, de multiplicar las bodegas de reproducción de falsas verdades, de colmar el espectáculo, no nos alarmaría si, como lo he señalado, no intentara ocultar lo que lleva en su seno: la dignidad pisoteada de las víctimas, el real de los despojos, el cúmulo de cadáveres.

 

Que el presidente salga a homenajear a la policía, disfrazado con la chaqueta reflectante de los uniformados, no tendría nada indignante si esta escena no contuviera en su interior el arrogante desprecio por las diez personas asesinadas la noche anterior por la misma policía, en las protestas por el asesinato de un abogado golpeado hasta el cansancio por tres agentes. Desprecio también por sus familiares y por el duelo de toda la ciudad. Una semana antes policías de Soacha le habían prendido fuego a los detenidos en un CAI, nueve de ellos murieron quemados… silencio total.

 

Que un presidente vaya a la ONU a presentar bajo los reflectores su libro sobre la pretendida “paz con legalidad” de su gestión, no tendría nada extraño si ese esplendor no estuviera sostenido sobre los cadáveres de cientos de líderes sociales, de indígenas, de afros, de ambientalistas y de firmantes de paz, asesinados durante su mandato; sobre las más de doscientas masacres que retornaron al país con miles de desplazados, miles y miles de hectáreas despojadas o deforestadas, de jóvenes asesinados o mutilados en las protestas por la fuerza pública, bajo su mando. Difícil encontrar un mandatario y un régimen al que mejor le calce el neologismo acuñado por la psicoanalista Colette Soler para definir un fenómeno de nuestra época: el “narcinismo”.