A la ‘caza’ de indígenas, campesinos, afros y JAC
Colombia es el país más peligroso del mundo para ser defensor de derechos humanos o líder social. Así lo demostraba el informe sobre el año 2016 de la organización internacional Front Line Defenders: de los 281 defensores asesinados en ese año, 87 eran colombianos o colombianas (un 31% del total planetario). Ahora, sabemos también que el perfil de riesgo es claro: líderes campesinos, líderes indígenas y autoridades tradicionales en defensa del territorio, miembros de las Juntas de Acción Comunal y defensores asociados a movimientos afrocolombianos. Esas son las personas en el objetivo de los asesinos de líderes y defensores de derechos humanos.
El informe sobre el 2016 y el primer semestre de 2017 de organizaciones de tanto peso como Indepaz (Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz), el CINEP (Centro de Investigación y Educación Popular), la Comisión Colombiana de Juristas (CCJ) y el Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional (IEPRI) es devastador. Si 2016 fue un año terrible para defensoras y defensores de derechos humanos y para líderes sociales, el primer semestre de 2017, en plena implementación del proceso de paz, no augura nada bueno si las instituciones del Estado, los medios de comunicación y algunos políticos no empiezan a actuar.
Sólo en 2016, este informe, que cruza diversas bases de datos, identifica 98 asesinatos y 3 desapariciones forzadas de líderes y defensores (86 hombres y 15 mujeres); aunque hay reportes, como el de la Defensoría, que aumenta el número de muertos a 134. En el primer semestre de 2017, Indepaz y Marcha Patriótica registran 101 de este tipo de asesinatos y el Programa Somos Defensores (más especializado al campo de defensores y defensoras) llega a 47. [Colombia Plural lleva registrados 69 asesinatos en este año 2017].
A mayor posibilidades “de participación política, reforma agraria y transformación social, aumentan las violaciones de derechos humanos de líderes sociales y defensores”
Los datos de 2016, mucho más consolidados, permiten a los autores del informe asegurar que “las comunidades indígenas son las más afectadas (22,77%, que corresponde a 23 líderes asesinados), seguidas de las comunidades campesinas (19,8%, 20 líderes), los líderes de las Juntas de Acción Comunal (16,83%, 17 violaciones al derecho a la vida) y los consejos comunitarios [afro] (6,93%, siete asesinatos)”. Los líderes y organizaciones con mayor número de afectaciones “son las de carácter campesino y étnico que se enfocan en la defensa de derechos territoriales”: el 36% corresponde a campesinos, 23% a indígenas y 7% a afrodescendientes. Entre los campesinos, la mayoría han sido líderes de Juntas de Acción Comunal; mientras que entre los indígenas, predominan los casos en contra de activistas defensores del territorio.
La paradoja en 2017 es que estamos en plena implementación de los acuerdos de paz entre el Gobierno y las FARC y con unas negociaciones abiertas con el ELN, lo que hace intuir a los investigadores que a mayor posibilidades “de participación política, reforma agraria y transformación social, aumentan las violaciones de derechos humanos de líderes sociales y defensores”.
Aunque en los casos de 2016 se desconoce el posible victimario en el 57% de los casos, si es significativo que el 24,75% de los asesinatos se atribuye a organizaciones “narco-paramilitares” y con alta concentración en territorios en disputa en el marco del acuerdo de paz de La Habana. Hay un 4,95% de los casos en el que los victimarios presuntamente pertenecen al Ejército o al ESMAD y otro 4,95% que apunta a las FARC y al ELN como posibles autores.
Pero el hostigamiento a líderes y defensores no siempre se traduce en asesinato. El informe registra en 2016 39 atentados, 48 casos de torturas o lesiones personales (30 de ellas atribuibles a la Fuerza Pública) y 517 casos de amenazas (el 53,97% de narco-paramilitares, el 10,83% de Fuerza Pública y un 6,58% atribuible a las guerrillas).
Las causas
Los investigadores se preguntan el porqué de un perfil de las víctimas tan claro y el por qué de la concentración territorial, con el Cauca y Antioquia a la cabeza de los departamentos más peligrosos para líderes y defensores y, en 2017, con un repunte preocupante de Chocó y Cesar. De hecho, los departamentos con más víctimas son aquellos con salida al Pacífico colombiano, al mar Caribe, en zonas de frontera y regiones con antigua presencia de FARC-EP. Creen los analistas que hay cinco causas principales: la disputa crónica por territorios, recursos, rentas o economías ilegales en algunas regiones; zonas en las cuales se han agudizado las disputas por el control territorial, social o político en virtud de cambios por el cese a las hostilidades y la no presencia armada de las FARC; la expectativa de nuevos negocios legales e ilegales en territorios que antes del cese definitivo de hostilidades estaban bajo influencia de las FARC se acompaña de incremento de disputas por poderes locales y regionales; la polarización política nacional y las campañas de estigmatización, y la posibilidad de que se produzcan reacomodos políticos en municipios y regiones que activan dispositivos violentos oportunistas para evitarlos.
Cuando el “asesinato es claramente de carácter político”, las principales causas que identifican son la defensa de territorios y oposición a proyectos extractivos o minero energéticos; el ejercicio de la oposición política y de denuncias a autoridades locales; la defensa de la constitución de las Zonas de Reserva Campesina (ZRC); el liderazgo de procesos de restitución de tierras; la defensa de derechos humanos de sectores vulnerables (como los de población LGBTI), y el acompañamiento o liderazgo de campañas a favor del proceso de paz e interlocución entre Estado e insurgencias.
Quizá por ello es evidente que la mayoría de ataques y amenazas se han dirigido “en contra de activistas defensores del territorio, del Movimiento Político y Social Marcha Patriótica, del Consejo Regional Indígena del Cauca (Cric) y de la Asociación de Cabildos Indígenas Embera, Wounaan, Katío, Chamí y Tule, del Chocó (Asorewa), así como sus organizaciones sociales de base”.
El informe también cree que la estigmatización de líderes y lideresas sigue señalando la ruta de los asesinos: “El manejo sesgado y tendencioso de la información (en algunos medios de prensa escrita y en los canales privados de señal abierta), la estigmatización que algunos sectores hacen de las víctimas y la negación de la existencia del paramilitarismo por parte de los entes gubernamentales encargados de la seguridad nacional, conllevan a una perpetuación de la falta de garantías de seguridad para el ejercicio de la defensa de los derechos humanos y también de la impunidad frente a estos crímenes”. Y estas situaciones generan un abismo asimétrico entre “unos poderosos –que niegan la relación entre el crimen y el papel político u organizacional de la víctima– y (…) quienes afirman que el crimen pudo haber sido motivado precisamente por su trabajo político o comunitario (familiares, amigos, compañeros y miembros de la comunidad). El resultado es la construcción social de imaginarios perversos sobre los actores del conflicto y sus víctimas”.
Las organizaciones que suscriben el informe también creen que es muy grave que “ya sea que reconozca la existencia de sistematicidad o no, resulta preocupante que el Estado continúe repitiendo un discurso de negaciones, semejante al que ha construido desde la década de los ochenta del siglo pasado”.
Las recomendaciones que se hacen en el informe no van más allá por activar todos los mecanismos, decretos y acuerdos contemplados en los Acuerdos de Paz puestos en marcha en noviembre de 2016 porque la realidad es que, en el primer semestre de 2017 “no se perciben avances en términos de disminución de agresiones, ni de garantías de seguridad para la labor de líderes sociales y defensores de derechos humanos; por el contrario, la situación empeora: comparando el primer semestre con lo sucedido en 2015 y 2016, observamos que este año se registra un incremento en las violaciones al derecho a la vida de líderes sociales y defensores de derechos humanos”.
No cambia en 2017 el perfil de las víctimas y eso habla de un patrón que, aún negado por el Estado, las cifras señalan de forma terca. Las víctimas “continúan siendo principalmente dignatarios y miembros de Juntas de Acción Comunal, miembros de movimientos políticos –principalmente de Marcha Patriótica–, de organizaciones afros e indígenas –como Afrodes, cabildos, resguardos y consejos comunitarios–, líderes de organizaciones campesinas, sindicalistas, defensores del medio ambiente, abogados defensores de derechos humanos, activistas defensores de víctimas, activistas LGBTI y reclamantes de tierras”.
La paz no llega a líderes ni defensores. Quizá por ello, en el actual cese al fuego bilateral y temporal entre el Gobierno y el ELN la guerrilla ha insistido en el punto uno de los cuatro compromisos del Estado: “Se fortalecerá el llamado sistema de alertas tempranas para que la protección a los líderes sociales se fortalezca en todo lo concerniente al aviso de amenazas, a su trámite, investigación y difusión pública de los resultados”.