La deriva y la des-escenificación de la cultura: un encuentro con lo entrañable

Santiago Abad escribió  hace poco un tuit en el que nos llamaba la atención sobre uno de los logros del Covid-19:  “Esta sensación de irrealidad se debe al hecho de que por primera vez nos está ocurriendo algo real. Es decir, nos está ocurriendo algo a todos juntos y al mismo tiempo. Aprovechemos la oportunidad».

Como señala Javier Gil, vivíamos en una especie de fantasía o de letargo y con esta experiencia estamos viviendo una experiencia intensa, amplia y compartida. Es un vértigo que de pronto nos lleva a ver lo que antes no veíamos, a valorar lo que antes pasábamos por alto: el universo de lo doméstico, el universo… o mejor, los “pluriversos” de los cuidados, la autonomía alimentaria, los juegos infantiles, las sabidurías ancestrales y campesinas. Esta realidad nos conduce a una especie de abismo; una crisis existencial que nos muestra de qué estamos hechos en medio de la deriva. ¿Qué pasa cuando lo cierto ya no es tan cierto? ¿cuándo nuestras verdades y nuestros cimientos se desmoronan? ¿Cuándo lo que creíamos tangible y seguro, nuestro camino certero, de repente ya no está? La sensación de la deriva tiene un enorme poder. Nos paraliza o nos obliga a ser tremendamente creativos. Existe la necesidad de trazar nuevos caminos.

En el campo de la cultura, por ejemplo, esta crisis nos está demostrando que aquello que veíamos tan innovador y revolucionario realmente no lo es.  Nuestro foco estaba demasiado puesto en el escenario. Las luces alumbraban las puestas en escena y todas las formas de preparación para llegar a ella: giras, conciertos, exposiciones, intercambios artísticos, formación para las artes… Todo carece de sentido; ¡el escenario se ha desplomado!

El Covid-19 nos invita a vivir intensa y creativamente otro espacio que habíamos olvidado. El espacio doméstico y privado. Presenciamos una des- escenificación, los públicos se desvanecen, lo público se empaña -como el vidrio de nuestros autos en plena tormenta-, y lo privado se convierte en escena principal. Vemos a nuestros artistas favoritos casi en pijama y sin maquillaje, revelándonos nuevas facetas, más humanas, más sinceras. Pasamos de una fuerza centrífuga a una fuerza centrípeta que nos obliga a mirara hacia adentro: nuestras memorias, nuestro poder creativo, todo aquello que hace mucho queríamos contar y no lo habíamos contado porque “no era lo suficientemente espectacular”. Los públicos se resignifican y con ello, las narrativas con las que nos dirigíamos a ellos.

Como señala el filósofo colombiano Javier Gil, esta experiencia es tremendamente intensa; nos atraviesa el cuerpo y duele. Nos des- anestesia: enfermedad, muerte y pobreza, revelación de la mezquindad de los gobernantes y sus múltiples formas de presentar lo impresentable. Pero también, cielos despejados, animales libres, territorios que se renuevan, redes inmensas de solidaridad, sectores organizados, colectivos ciudadanos que piden no volver a lo mismo y que claman una revolución económica y cultural. Esta experiencia merece ser contada, desde su intensidad, desde sus paradojas, desde sus múltiples contrastes. Y si algo sabe el arte es habitar la paradoja, lo liminal, lo indecible.

El gesto ha sido borrado en la escena pública. Ahora llevamos máscaras, tapabocas. Sólo nuestros ojos hablan. Es una invitación a observar y callar. Es una invitación a ir hacia adentro, al centro de nosotros, al centro de la tierra, a nuestro hogar, nuestro cuerpo, nuestras memorias, nuestros linajes, nuestras entrañas (es el poder de lo centrípeto). Y en esa conexión con nuestras entrañas, des- escenificarnos y hacer de este mundo, un mundo menos extraño y más entrañable.

** Ana María Arango Melo es Es investigadora de ASINCH (Asociación para las Investigaciones Culturales del Chocó) y docente en la Universidad del Chocó.