Lecciones y contrademocracia
Ante la fallida refrendación social y política del Acuerdo Final (I) alcanzado en La Habana, ese inolvidable 2 de octubre, le corresponderá al Congreso de la República asumir la tarea de refrendar e implementar lo acordado en el Acuerdo Final (II). Así lo anunció anoche el presidente Santos en su alocución. Es el escenario natural, así la labor legislativa y las prácticas políticas de los partidos políticos y las fuerzas políticas que allí se congregan, devengan en su mayoría, atravesadas por un naturalizado ethos mafioso.
Hay que decir, eso sí, que la pírrica victoria del NO le quitó la alegría y el entusiasmo con el que millones de colombianos celebramos que Gobierno y Farc lograron, después de una larga y compleja negociación, un Acuerdo de Paz con el que se pactaba el fin de la guerra entre el Estado y esa guerrilla
La firma del Nuevo Acuerdo se hace, eso sí, sin la pompa, el festejo y la alegría que acompañaron al acto solemne en el que el Presidente Santos y Rodrigo Londoño Echeverry, alias Timochenko, firmaron el Primer Acuerdo, tanto en La Habana, como en Cartagena. Ahora es el Teatro Colón, en Bogotá, el lugar en el que el Jefe de Estado y el máximo comandante de las Farc firmarán el que será, en adelante, el Acuerdo Definitivo alcanzado, después de los ajustes que sufrió el primer documento, fruto del diálogo que abrió el Gobierno con quienes los Medios masivos y la práctica política los hicieron aparecer como legítimos líderes del NO. Hablo de los ex presidentes Uribe y Pastrana y del impúdico Alejandro Ordóñez Maldonado.
Estamos, entonces, ante una realidad política que deja varias lecciones y circunstancias en el contexto de un régimen democrático formal y restringido, que cuenta con un Estado débil y precario, que opera bajo una institucionalidad que exhibe problemas históricos de coordinación, efectividad, eficiencia y eficacia.
De cara a las elecciones de 2018, vale la pena mirar las lecciones que nos dejó el final del proceso de paz de La Habana y el inesperado resultado de la jornada plebiscitaria del 2 de octubre.
En primer lugar, que los colombianos que no salieron a votar el 2 de octubre, con su decisión, justificable o no, invalidaron el sufragio como el instrumento con el que los ciudadanos legitiman la democracia como régimen de poder y expresan públicamente sus deseos y perspectivas de vida, a pesar de las difíciles condiciones en las que operan el Estado y la institucionalidad democrática. Por ese camino, los abstencionistas debilitaron, nuevamente, las funciones de control, vigilancia y participación que todo ciudadano debería ejercer, incluso, ante la perdida de la confianza en sus gobernantes y en el régimen de poder.
En segundo lugar, una parte importante del Constituyente Primario (abstencionistas y los que votaron NO) fue inferior al reto ético que implicaba refrendar un Acuerdo Final que buscaba ponerle fin a un degradado conflicto armado interno en el que combatientes, legales e ilegales, violaron sistemáticamente los derechos humanos de indígenas, afrocolombianos y campesinos.
En tercer lugar, con el resultado del 2 de octubre, tanto los abstencionistas como aquellos sectores de poder que votaron NO, negaron a los ciudadanos que optaron por el SÍ, la oportunidad de apropiarse del Acuerdo Final, para erigirse como una fuerza política que, hacia futuro, ejerciera -ejercería- control político sobre el proceso de implementación de lo acordado y firmado por el Gobierno y la cúpula de las Farc.
En cuarto lugar, el proceso de refrendación política que se adelantará en el Congreso de la República, se hará con la mínima aceptación social y legitimidad política que tiene el poder legislativo en Colombia, tradicional centro de poder político en el que suelen reproducirse las prácticas propias de ese ethos mafioso que se consolidó en los ámbitos público y privado.
Otro sería el ambiente político si sobre la tarea legislativa que emprenderá el Congreso en pleno, con el propósito de implementar lo acordado, gravitara un contundente triunfo del SÍ. Solo nos queda, a los seis millones de compatriotas que optamos por el SÍ ese 2 de octubre, vigilar las acciones y decisiones que se deberán emprender y tomar, para asegurar una paz estable y duradera.
Es tal el compromiso ciudadano, que en el escenario electoral que se avecina, debemos adelantar acciones pedagógicas, políticas y de generación de opinión pública, con el firme propósito de llevar a la Presidencia y al Congreso, y posteriormente, elegir alcaldes, gobernadores, diputados y concejales, únicamente a aquellos candidatos que pública y programáticamente se la jueguen por la construcción de esa paz territorial sobre la que se podrán consolidar escenarios de posconflicto.
Y en esa misma línea, debemos adelantar todas las acciones posibles que permitan inhumar(1), política y electoralmente hablando, a toda acción política, discurso o político que insista en avivar escenarios de disputa y confrontación y sobre todo, que invite a desconocer lo acordado y torpedear los procesos de implementación que se adelantarán en regiones en donde aún no llega el Estado.
No podemos, en síntesis, dejar la consolidación de la paz territorial en manos de la clase política sobre la que recae la responsabilidad de haber construido un Estado precario e ilegítimo. En un ejercicio de contrademocracia, como lo señala Pierre Ronsanvallon, debemos superar el carácter de ciudadano-elector, para llegar a convertirnos en ciudadanos-vigilantes de la función pública.
Como lo señala Pierre Ronsanvallon: “esta contrademocracia no es lo contrario de la democracia; es más bien una forma de democracia que se contrapone a la otra, es la democracia de los poderes indirectos diseminados en el cuerpo social, la democracia de la desconfianza organizada frente a la democracia de la legitimidad electoral. Esta contrademocracia conforma de este modo un sistema con las instituciones democráticas legales”[2].
(1). La referencia a la acción de inhumar debe entenderse en el contexto de una democracia electoral en donde es posible ganar o perder en un evento electoral. De allí que considere que oponerse a la implementación del Acuerdo Final conlleva a desconocer las decisiones jurídicas que tomará el Congreso, que en todo caso, por el bien común, deberán acatarse.
Adenda: llama la atención lo dicho por el senador Rangel Suárez, del Centro Democrático. Dice el politólogo que «Sin consulta popular el «nuevo acuerdo» es ilegítimo. El Congreso no representa al pueblo para refrendarlo, ya el plebiscito lo demostró». Para su caso en particular, el congresista tiene razón en la medida en que su curul la alcanzó a través de una lista cerrada liderada por Uribe Vélez. Así, Rangel Suárez no adquirió compromiso directo con una parte del electorado, en la medida en que su elección se dio gracias a la «popularidad» de Uribe, quien funge como el propietario y líder del CD. Olvida el Senador que hay un Nuevo Acuerdo y que se cumplió con la No implementación de ese Acuerdo, tal y como lo sentenció la Corte Constitucional, en el caso en el que ganara el NO. Al haber un Nuevo Acuerdo, le corresponde al Congreso hacer la tarea legislativa de implementarlo. Quiéralo o no, el Congreso debe representar, desde el deber ser, los intereses del Constituyente Primario. Olvida el Senador Rangel Suárez que estamos en una democracia y que su elección como legislador se dio gracias a ese régimen democrático. Otro asunto es que él, a través de su curul, solo represente los intereses particulares de su Jefe, líder espiritual, Mesías y Patrón, Álvaro Uribe Vélez. Así entonces, él, como Congresista, no representa loa intereses de un electorado, sino los de su Patrón.
* Comunicador social y politólogo. Profesor Asociado de la Universidad Autónoma de Occidente.