Molano: el hombre de todas las trochas
Siempre contó que los relatos de los peones en la hacienda de sus abuelos le fascinaron más que el pequeño Pontiac que le regaló su padre, un adinerado hombre capitalino. Curtido en mil batallas y mil trochas, Alfredo Molano parecía puesto ahí desde quién sabe cuándo; conocía la violencia de los años cincuenta y la de los mil días, anduvo junto al cura Camilo Torres y entrevistó a los fundadores de varias guerrillas. Un hombre tragado por la selva, como Arturo Cova. Y por el remolino de la turbulenta historia patria.
Pero no era tan viejo como parecía, ni tan turbulento. Las veces que lo vi en persona me impresionaron ese desparpajo que no cuadraba con la suavidad de su voz, de sus gestos, con la tranquilidad cuando conversaba. Andaba con unos jeans gastados y unos tenis de tela que habían pisado buena parte de la geografía nacional, porque Molano profesaba y aplicaba a cabalidad esa sentencia de los indígenas Misak que dicen que “recorrer es conocer”. Vaya si recorrió, vaya si conoció este país, que otros hemos mirado a través de sus ojos, ojos que sabían observar fijamente, escrutadores, profundos, divergentes.
No me olvido de cierta vez cuando dando una charla en una Universidad de Pereira un grupo de desplazados llegó a buscarlo para pedirle que denunciara su situación en la columna semanal que escribía para El Espectador. Molano los escuchó fijamente sin interrumpirlos y retrasó la conferencia sólo para poder atenderlos. Ese gesto lo definía: su lugar de enunciación en el mundo era recoger la voz de los marginados, que él intentó compilar en una obra vastísima que es también un testimonio en primera persona de los conflictos agrarios y los territorios más olvidados de nuestra geografía.
Con Selva adentro, Los años del tropel y Siguiendo el corte abrió una senda fundamental para entender el surgimiento del movimiento guerrillero en el campo colombiano, empleando un género híbrido que mezclaba la crónica y el testimonio con el análisis sociológico. Rebelde como era prefirió desechar el diploma en una universidad extranjera a cambio de poder contar las historias de la selva y los campesinos como él creía que debían contarse: con el lenguaje de sus protagonistas. De esos montes y fatigas le quedó el gusto por la fariña, aquella harina de mandioca que comen los indígenas y colonos del llano adentro, y el convencimiento de que el fin del conflicto pasaba por resolver el problema agrario.
Ese compromiso le costó haber sido retenido varias veces por las guerrillas. Pero en honor a la verdad fue más amenazado, perseguido y hostigado por las fuerzas del Estado hasta que tuvo que exiliarse en Europa cuando el paramilitar Carlos Castaño puso precio a su cabeza. De esos tiempos es su libro Rebusque mayor, que cuenta el fenómeno del narcotráfico en la piel de las “mulas” y los traquetos de medio pelo, intentando un relato diferente al que ya había hecho con Aguas arriba, ese libro con el que se internó en la profundidad de la Orinoquía empezando los años noventa para entender la bonanza cocalera.
Luego, cuando ya era algo así como un clásico viviente, vinieron otros textos imprescindibles como Trochas y fusiles o A lomo de mula, donde vuelve a contar la historia del surgimiento de las FARC, o Desterrados, un poderoso testimonio sobre el drama del desplazamiento.
Y el último, pero no menos indispensable: De río en río, un viaje por todo el litoral Pacífico desde Tumaco hasta el Darién, trepado como él mismo dijo en “pangas” y “rápidas” para narrar la fortaleza de las comunidades afrocolombianas y la peculiaridad de un territorio que reclama su autonomía. Este es uno de sus libros más emotivos toda vez que en la elaboración participaron las comunidades y sus organizaciones agrupadas en la Coordinación Regional del Pacífico, que encargó y respaldó la publicación.
Deberíamos recordar siempre las palabras de Molano cuando le entregaron un prestigioso premio de periodismo hace unos años: “Escribí buscando los adentros de la gente en sus afueras, en sus padecimientos, su valor, sus ilusiones. Borraba más que escribía, hurgaba, rebuscaba el acorde de las sensaciones que vivía la gente con las que yo mismo llevaba cargadas en un morral. Un río crecido, una noche oscura, un jadeo debajo del aguacero que golpea un techo de zinc, el terror de oír armas en las sombras eran caminos por donde entraba la vida que se jugaba en las selvas y por donde llegaba su soplo a mis letras. Creo que sólo ahí, en el acecho, en el peligro, en el miedo aparecía el reclamo de justicia que yo buscaba para contarlo”.
Hay que seguirlo contando ahora que ya no nos acompaña, porque la trocha es larga y culebrera.