El último recorrido de Cristina Bautista

La trocha hacia Tacueyó sube tan recostada a los filos de la montaña que por momentos uno siente la chiva con ganas de echarse a rodar barranco abajo. El río corre encañonado en el fondo del abismo. Así mismo viven los habitantes de este territorio, la mayoría de ellos indígenas nasa, siempre al límite, siempre a punto de rodar por el desbarrancadero de la violencia instalada desde hace décadas.

La barbarie no se detiene. Las víctimas más recientes fueron masacradas la última semana de octubre cuando un comando de hombres armados emboscó a la gobernadora indígena Cristina Bautista Taquinás junto a cuatro guardias más mientras desarrollaban un ejercicio de control territorial en la vereda La Luz. La masacre ocurrió el 30 de octubre a las cuatro de la tarde en una región fuertemente militarizada, a menos de dos kilómetros escasos del pueblo de Tacueyó.

Fuentes en la zona explican que el plan estuvo orquestado y planeado de antemano. Los delincuentes hicieron correr la información de que llevaban a un indígena secuestrado en una camioneta negra, al que supuestamente iban a asesinar. Un día antes la gobernadora Cristina había enviado un audio a sus compañeros hablando de la misma camioneta: “Pasó llevándose los troncos que teníamos en el retén”, se oye en la grabación, “la guardia salió y les dispararon”. Lo de los secuestrados era una trampa para la guardia indígena: en el momento en que la gobernadora y sus compañeros salieron a instalar un punto de control fueron emboscados desde la montaña, que en ese punto de la carretera es pelada, rocosa, como si fuera una cantera abandonada.

Uno de los vehículos de la guardia fue arrojado al abismo mientras que al carro de Cristina lo ametrallaron con los pasajeros adentro. Los atacantes huyeron en la misma camioneta negra por la única vía que hay, a la vista de todo el mundo. Esa vía estaba plagada de tropas del ejército cinco días más tarde, cuando el equipo de Colombia Plural logró entrar en una caravana humanitaria de noventa personas encabezada por Darío Monsalve y Luis José Rueda, arzobispos de Cali y Popayán. Se presume que los asesinos eran miembros de la disidencia ‘Dagoberto Ramos’ del desaparecido sexto frente de las FARC, ahora trabajando al servicio de los narcotraficantes que controlan los cultivos de coca y marihuana en la región. Pero nadie entiende cómo hacen para moverse con tanta facilidad en vehículos llamativos a plena luz del día sin que las autoridades actúen.

Sólo habían pasado dos días del asesinato de Cristina y sus compañeros cuando ocurrió otra masacre en la zona. En la vía que llaman “Panamericana”, entre los municipios de Corinto y Caloto, fueron arrojados los cadáveres de cuatro topógrafos y un quinto cuerpo apareció en la vereda Huasanó. Después hubo atentados contra el coordinador de la guardia indígena de Toribío y el asesinato de otro guardia. Lo más grave es que todo aquello pasaba en las narices del presidente de la república Iván Duque y su corte de ministros y comandantes que realizaban un consejo de seguridad a pocos kilómetros en Santander de Quilichao.

“Nosotros en el consejo de seguridad la semana pasada en Santander no participamos. Y no participamos por una sencilla razón: las propuestas que el Estado plantea para nosotros generan más conflictos, la militarización genera más conflictos”, explica en la mitad de la plaza de Tacueyó el comunero William Camayo, autoridad indígena de la Asociación de Cabildos del Norte, “en el norte del Cauca hay siete bases militares, llegan y las instalan en los altos y de allí no se mueven, aquí hay Fuerza Pública hoy, pero la semana pasada se iban a llevar dos personas (secuestradas) en este mismo parque donde estamos, y estaba la Fuerza Pública cerca. Son cosas que uno no entiende”.

Las causas de la violencia, que parecen bastante obvias, no dejan ver la complejidad en las dinámicas de control territorial del norte del Cauca. A primera vista cualquiera dirá que son asuntos de narcotráfico y disputas entre los grupos armados que quedaron con la desmovilización de las FARC, peleándose las 6.000 hectáreas de marihuana sembradas en las montañas. Por estas trochas salen semanalmente cargamentos que una vez puestos en Pereira, Medellín o Bogotá pueden alcanzar precios de entre quinientos y mil millones de pesos. No obstante, hay preguntas que deben hacerse: ¿Por qué la cantidad de operativos militares ofensivos disminuyó ostensiblemente en la región? ¿Cómo hacen para maniobrar con tanta facilidad las disidencias y los narcos entre miles de efectivos del ejército nacional? ¿Quién deja pasar las toneladas de marihuana y cocaína que salen de estas montañas?

Los indígenas con su guardia realizan constantes ejercicios de soberanía: han incautado cargamentos de droga, armas y motos robadas, dando auténticos golpes a los grupos ilegales. Han rescatado personas que iban a ser secuestradas o asesinadas. Han impedido reclutamientos de menores y hostigamientos a la población. Han hecho lo que tiene que hacer el Estado. La verdadera guerra la están librando las comunidades contra los narcos, mientras el gobierno nacional mira de lejos, sin meterse. “Para ningún colombiano ha sido un secreto que el gobierno ha querido promover la guerra”, admite Giovani Yule, miembro de la Comisión Política de la Minga Indígena. Esa es la conclusión a la que han llegado las autoridades indígenas de la región: hay evidencias sistemáticas y recurrentes de que la Fuerza Pública no actúa para desmantelar los grupos ilegales y en cambio tolera el exterminio de los líderes y guardias, golpeando al movimiento indígena que el establecimiento siempre ha tratado con recelo, cuando no con franca hostilidad.

La balcanización del Cauca le es funcional a quienes buscan destruir los procesos organizativos. No es gratuito que una tercera parte de los líderes sociales asesinados durante el gobierno Duque sean de este departamento, o que la zona norte (el bastión de la resistencia indígena) lleve dos años sumida en el caos y el bandolerismo sin que nadie en Bogotá mueva un dedo para impedirlo.

Darío Monsalve y Luis José Rueda Aparicio

“No es un secreto que el gobierno ha querido promover la guerra (…) La presencia de grupos armados no obedece a hechos aislados, sino a un problema estructural en donde tienen que ver las mafias del narcotráfico y las políticas del mismo Estado”, afirma la dirigente Aída Quilcué, consejera de la Organización Nacional Indígena de Colombia. “Es un ataque a la autonomía que nos preocupa, pero las comunidades estamos dispuestas a permanecer en nuestros territorios”. Aída Quilcué estuvo presente en Tacueyó durante la peregrinación del 4 de noviembre convocada por Darío Monsalve y Luis José Rueda Aparicio, arzobispos de Cali y Popayán, y agradeció personalmente a ambos su gesto de solidaridad con el pueblo nasa en estos momentos difíciles. Darío Monsalve lidera la agenda eclesial de paz del suroccidente colombiano, una iniciativa que moviliza a todas las diócesis del Pacífico y otras de Cauca, Putumayo y Nariño en la búsqueda de soluciones al conflicto armado facilitando espacios para el diálogo junto a las comunidades.

Después del asesinato de Cristina Bautista la comunidad realizó una multitudinaria asamblea en el polideportivo de Tacueyó para decretar que en seis meses comenzarían la erradicación de los cultivos ilícitos en sus territorios, con o sin ayuda del gobierno, que nunca concretó en la región el Plan Nacional de Sustitución de Cultivos previsto con los acuerdos de paz de La Habana. No sería la primera vez que un pueblo indígena destierra el narcotráfico de sus resguardos: ya hubo una experiencia famosa durante los años noventa también en el Cauca, en el resguardo de Guambía, cuando la asamblea del pueblo Misak decidió arrancar los cultivos de amapola que tanta perturbación habían provocado a su gente.

En un recodo de la trocha que sube a Tacueyó permanece varado y rostizado el carro de Cristina Bautista Taquinás, al que le prendieron fuego mientras estaba bajo custodia del ejército. Medio país se pregunta cómo hicieron los criminales para regresar a meterle candela a un carro que ya estaba rodeado de soldados. Medio país intuye la respuesta. Es lunes 4 de noviembre, nuestra caravana hace el último tramo del recorrido a pie en medio de cánticos fúnebres afrocolombianos. Al frente marchan los dos obispos que insisten en buscar los caminos del diálogo. La gente rodea el carro quemado, lo toca, lo cubre con una inmensa manta de colores. Hay silencio, hay lágrimas, hay cinco militares que observan con los fusiles terciados desde el barranco a pocos metros, hay un sol perverso hirviendo sobre las latas del carro destrozado, hay una parcela de marihuana en la montaña del frente. Y a un lado el abismo: cercano, profundo.