Mujeres de la calle
En Pereira la calle doce entre octava y novena empieza a agitarse después de las ocho de la noche. Cierran sus negocios los chatarreros, desaparecen los revendedores de baratijas y ropa vieja y celulares robados que pululan debajo del puente desde la mañana, mientras la acera se llena de una atmósfera aún más sórdida de la que ya tenía: hombres sucios y algunas mujeres con el invariable costal al hombro fuman basuco en pipas de papel aluminio, otros forman corrillos para apostar papeletas de la droga jugando a los dados, hay muchachitos inhalando tarros de pegante amarillo y empiezan a salir de la nada niñitas de trece, catorce o quince años que parecen cortadas con la misma tijera: todas delgadas, con la mirada hundida, todas vistiendo minifalda o pantalones cortísimos y forrados en las piernas, todas luciendo pulseritas y adornos y colorete ordinario.
Todas se prostituyen; a cambio de plata cuando hay plata, a cambio de droga cuando hay droga.
Esta escena ocurre cada noche en una ciudad estigmatizada por los tópicos y estereotipos de la prostitución, pero también sucede en las calles de Cúcuta, en el centro de Cali o en los burdeles del barrio Santa Fe de Bogotá. “Es un círculo vicioso: muchas se drogan para poder prostituirse, y a la vez se prostituyen para poder drogarse”, explica la profesora y feminista Gloria Inés Escobar. “A pesar de que en términos callejeros la gente diga que prostituirse es fácil, realmente no es una cosa fácil. Muchas para poder estar con el primer tipejo que aparezca necesitan estar drogadas. Eso se ve también en las ‘coperas’: toman para poderse acostar y después tener plata, y ya uno no sabe dónde empezaron las cosas”.
La mezcla de prostitución y drogas es la arista más visible de la durísima vida de aquellas mujeres expuestas a habitar en la calle porque son consumidoras frecuentes de sustancias psicoactivas, una población que no ha parado de aumentar en las últimas tres décadas, desmintiendo aquella creencia de que la calle –y las drogas– son un asunto masculino.
El último censo de habitantes de calle en Colombia fue realizado por el DANE (Departamento Administrativo Nacional de Estadística) el año pasado y estableció que el 90% había llegado a esa condición debido al consumo de drogas. Los estudios de consumo de sustancias psicoactivas en Colombia revelan que si a principios de los años noventa había apenas una mujer por cada veinte hombres consumidores de drogas, finalizando esa década la brecha había disminuido a una por cada diez. Las mujeres seguían siendo minoría, pero cada vez incursionaban más en el mundo de las ollas y el síndrome de abstinencia. La encuesta nacional de consumo de sustancias psicoactivas del 2008 encontró que había 250.000 consumidores problemáticos de drogas y de esa cifra 50.000 –una quinta parte– eran de sexo femenino. El mercado de las drogas ilícitas en el país no ha dejado de crecer, por eso en 2015 la encuesta casi duplicó los resultados: 484.000 consumidores y, de ellos, 89.000 fueron mujeres.
“La mayor problemática de las mujeres habitantes de calle y consumidoras de sustancias psicoactivas es la prostitución. Los proxenetas se aprovechan de eso para ampliar sus casas de prostitución”, explica Laura Cardoza, feminista y asesora en temas de género que acompañó los diálogos de La Habana entre las FARC y el gobierno colombiano. Cardoza explica que en el documento final de los acuerdos se hizo especial énfasis en lograr una atención integral a los consumidores de drogas enfocando el asunto desde la óptica de la salud pública. “El acuerdo lo establece: se deberá tener especial atención al enfoque de género para las mujeres consumidoras. Pero es el punto al que menos implementación se le ha dado”. Un informe reciente del Instituto Kroc que hace seguimiento al acuerdo de paz, señaló que el componente de género es uno de los más atrasados en la implementación del acuerdo.
María Angélica Jiménez se ha pasado la última década atendiendo a la población drogadicta del Eje Cafetero porque trabaja en programas independientes de reducción del daño que operan gracias a donaciones, financiación internacional, y en menor medida, con presupuesto público. Jiménez enumera incontables casos de violaciones, abusos, embarazos no deseados, chicas que se hicieron adictas o fueron obligadas a drogarse en los burdeles. Las mujeres que viven en la calle están más expuestas a fenómenos como la prostitución y la violencia sexual, explica, y no existen políticas públicas diferenciales para atenderlas, aunque su condición sea particular. “Por ejemplo, sólo se tiene en cuenta una atención diferenciada a las mujeres consumidoras y habitantes de calle cuando están en embarazo”, asegura Jiménez, “pero no es una atención en función de la mujer, sino del feto”.
Aunque en la política pública para los habitantes de calle que fue diseñada por el Ministerio de Salud se reconoce que hay “relaciones de poder que se ejercen entre hombres y mujeres [que se] se traducen en relaciones de jerarquía y desigualdad expresadas en opresión, subordinación, discriminación e injusticia contra las mujeres, lo que en un contexto de calle implica mayores niveles de vulnerabilidad y mayor exposición a diferentes formas y tipos de violencias”, aquello no se traduce en ningún mecanismo específico de protección diferencial para las mujeres salvo “informar” sobre rutas de atención en caso de abuso sexual. Algo similar ocurre con los protocolos para atender población consumidora de sustancias psicoactivas: las mujeres sólo reciben un trato especial cuando son madres gestantes.
La guerra contra las drogas y sus consecuencias de género
Si bien la Organización de las Naciones Unidas ha recomendado “promover estrategias y medidas que aborden las necesidades específicas de la mujer en el contexto de programas y estrategias globales e integradas a la reducción de la demanda (del consumo de drogas)”, la única política clara y consistente en el país ha sido la criminalización de los consumidores y pequeños productores y expendedores. La policía concentra todos sus esfuerzos en requisar y patear heroinómanos y basuqueros y jíbaros de esquina, mientras la estructura del negocio permanece intacta. El gobierno de Iván Duque comenzó su mandato con un gran retroceso en ese sentido: expidió un decreto para prohibir la dosis mínima de drogas, lo que se traduce en una mayor represión a los adictos y pequeños expendedores, los eslabones más débiles de la cadena del narcotráfico, que son en realidad víctimas de las mafias.
Las consecuencias de la política represiva están a la vista y también revelan una marcada brecha de género: en 2017 la mitad de las siete mil mujeres presas del país lo estaba por algún asunto de drogas. Desde hace una década el porte y tráfico de estupefacientes es la primera causa de encarcelamiento de mujeres en el país y un estudio calculaba que el 93% de ellas eran madres y el 52% cabeza de hogar.
Pasó de moda aquel refrán de las abuelas que dice que la calle es de los hombres. Mientras la mujer incursiona masivamente a estas dinámicas que antes eran mayoritariamente masculinas, la respuesta institucional es errática y contribuye a profundizar las brechas. Pareciera entonces que la única inclusión real y efectiva que existe en el país en ese sentido es la que están consiguiendo las mafias y los narcotraficantes: convertir a las mujeres en parte activa de su cadena: las víctimas más vulnerables en ese mundo cruel de las ollas y las esquinas.