Que la primera línea no nos impida ver la plana que hay detrás
Imaginen la siguiente escena: Portal Resistencia −antes Américas−: dos ollas comunitarias en el centro de una plazoleta, cocineros y comensales se confunden en torno a ellas, no portan distintivos especiales. En esta, al fuego lento de un rescoldo de leña, se cocina un ajiaco; en la otra, una sopa vegana para el pueblo que, por convicción, no come carne ni productos animales. Un hervidero de jóvenes y jovencitas bulle por toda la plaza, pero también hay familias: mamás con sus niños, abuelas con los nietos y hasta los perros.
Los chicos de acá en monopatín, aquellos haciendo acrobacias en sus bicicletas; estos jugando banquitas, esos pintando un mural en la pared. Este grupo ensaya un baile, aquellos un performance. Sentada en el piso, con una rueda de niños y niñas, una chica les lee un cuento mientras, al fondo, un grupo alterna desafíos de break dance, y otro de Capoeira. No faltan los que aprenden malabares y artes circenses para salir a los semáforos. Todo este espacio está salpicado por parejas cogidas de la mano, abrazados, o perdidos en uno que otro beso. La música brota de distintos lados, alguna en vivo, otra de parlantes aquí y allá. ¡Es un completo carnaval, una fiesta!
Sin embargo, no todo allí es arte, juego, comida y esparcimiento: un grupo recibe una clase. Los alumnos son de lo más diverso: adolescentes, niños y niñas, algunas mamás, un anciano y un ñero. Todos escuchan a un joven que aclara que él no es un “gomelo” universitario. Comienza por explicarles los problemas del sistema económico que impera en el país, de la destrucción de los recursos naturales, de cómo “vivir para trabajar” es una nueva forma de esclavitud, cuando lo ideal sería “trabajar para vivir” y tener tiempo para hacer muchas de las cosas que los demás están haciendo allí. “Dicta” su clase de manera muy participativa, los anima con preguntas, les da la palabra. Cada uno hace su aporte, desde su singularidad, incluido el ñero que habla de su consumo de drogas. Explica que le asisten razones para haberse perdido en estas; él mismo no las conoce todas, pero las tiene y a pesar de que en muchos espacios lo discriminen, él también tiene derechos y en un nuevo país, estos se le deberían respetar, como a todo el mundo.
La anterior es una buena puerta para plantear el problema más importante de esta clase: ¿cómo será el país que añoran? Tienen que trabajar en eso, dice el joven profesor, pues “estamos luchando y… si ganamos y no nos hemos preguntado siquiera cuál es el país que soñamos, cómo lo vamos a cambiar?”. Tendrán que avanzar con seriedad en esa pregunta, dice él, pero por ahora tienen claro que será uno que los incluya a todos, como esta clase, a ellos y ellas, tan distintos. Eso los caracteriza en primer lugar: son diversos, tal como la constitución dice que debe ser nuestro país, no como “aquellos” − y señalan a los policías formados en la parte de atrás de la plazoleta, a la expectativa−, a los que uniforman para hacerlos creer, para obligarlos a ser todos iguales. Entonces, a propósito de “aquellos”, alguien comenta que esos lo que están es esperando a que caiga la noche, para volver a prender esto, para atropellarlos a todos y sacarlos de ahí a punta de gases, aturdidoras, chorros de tanqueta y hasta a bala. Casi siempre hay heridos, si no muertos.
Es la parte oscura, el fin del carnaval, el momento del horror en el que los de la primera línea tienen que salir a «frentear» al Esmad y las otras líneas a apoyar detrás. Como si el mundo diera la vuelta al caer la tarde, como si los “aquellos” hubieran descubierto que el pueblo despertó, y en consecuencia ahora tiene al fin un sueño. Como si le temieran al poder del deseo y por eso se empeñarán en impedir sus sueños, en demostrar que en este país, para ellos sólo hay derecho a la pesadilla.
A esta altura me dirán que enloquecí, que esto no puede pasar en Portal Resistencia, que ese lugar no existe, que afloró en mí un regusto ingenuo, incluso cursi. Me espetarán esa horrible palabreja, tan socorrida en estos tiempos de “no incautos”, que tan estruendosamente “yerran” −para parafrasear a Lacan−; me gritarán que estoy “romantizando” la pobreza, o la lucha de este paro. Les diré que aciertan porque, claro que se trata de un sueño, es más, de miles de sueños; pero al tiempo se equivocan porque ignoran que es el despertar de una parte importante del pueblo que perdió el miedo a soñar, que descubrió que la pérdida es la causa del deseo y entonces, ahora ellos, que insisten en que lo han perdido todo, se atreven a tanto, a enfrentar noche a noche la pesadilla y a soñar despiertos.
No la tienen fácil, obvio. A diferencia de los otros países de América Latina, el pueblo nunca ha tenido acá un cuarto de hora y todavía los relojes están en manos del puñado que se ha apropiado de todo el país. Hay megáfonos que advierten contra el populismo y académicos que hacen eco. Tal vez este sea solo el comienzo, pero las vidas de miles de jóvenes, ya no serán las mismas. Han cobrado un sentido que ayer no tenían y esa es una invaluable ganancia de este paro. Ellos mismos, arriesgando su vida contra esta policía transgresora y este régimen mafioso de impunidad que cooptó todas las instituciones del estado, se construyeron su propio “parchadero” en esta sociedad que los excluye de todo.
Han comenzado a recorrer un camino pensando en el mañana. La tienen clara: mientras que hace rato los jóvenes de las clases altas no desean… tener hijos, estos piensan en las generaciones que vendrán, para que ellas también tengan un lugar donde parchar y un sueño que acariciar. Saben que entonces no podemos seguir esta pendiente de consumo, explotación y despojo de todo y de todos, que la vía del éxito no es el camino a seguir. Saben que ese es el freno que tenemos que pisar.
Que la primera línea no nos tape la plana que hay detrás; en ella han escrito su sueño: ellos y ellas se han atrevido a desear… ¿no los(las) vamos a acompañar?