Deberle la vida (política) a las FARC

Imaginen por un momento que no existieran –y que nunca hubieran existido- las FARC. O que no existiera- y que nunca hubiera existido- el ELN. Muchos personajes se diluirían como espectros, como recuerdo de lo que no ha sido, como seres anónimos que vivieron una vida sin pena ni gloria, sin fama ni micrófonos…

Es el fantasma de las guerrillas el que le da vida a la mayoría de personajes de la élite política del país: esa que ahora, una vez que ha callado el pueblo (un 62,57% de abstención parece un estruendoso silencio), vuelve a pactar a puerta cerrada el no-futuro de Colombia.

El pastor de ovejas perdidas Álvaro Uribe le debe la vida a las FARC. Fueron los brutales errores de las FARC (pesca milagrosa, asesinato de los diputados del Valle, masacre de Bojayá, campos de prisioneros evocando imágenes del nazismo…) los que le dieron el único triunfo de un candidato presidencial en primera vuelta… ellos justificaron su política de mano dura, su flácido y demagógico corazón grande… La élite del país supo utilizar a este paisa indómito para llevar al país al extremo e iniciar la Reconquista, aquella con la que soñaron los conservadores fanáticos (pleonasmo innecesario) del Movimiento de Unidad y Reconquista (MUR) en los años finales de la década de los cincuenta y que ahora ven más cerca que nunca.

Es el fantasma de las guerrillas el que le da vida a la mayoría de personajes de la élite política del país

Tampoco sería Juan Manuel Santos quien es. Una parte de su existencia se la debe a un apellido y a una estirpe que siempre ha estado en el establecimiento, medrando o aguardando su momento. La otra parte de su alma se la debe a las FARC, a la Operación Jaque, a su política de incentivos que devino en los falsos positivos, a su promesa de una paz con la guerrilla a la que antes utilizó de gancho publicitario disfrazado de miembro del CIRC.

Pastrana… ¡ay pobre Pastrana! Quiso existir gracias a la guerrilla, pero Estados Unidos y la élite bogotana le tenía otro destino y él supo no gobernar para que el Ejército acorralado se convirtiera en el manojo de “héroes” que, en muchos casos aliados con el paramilitarismo, empezó a existir gracias a la existencia de las FARC.

Podría seguir así, relatando la razón de ser de casi todos los presidentes de Colombia desde que en los años treinta del siglo XX los campesinos empezaran a armarse y a enmontañarse y el establecimiento bogotano y paisa encontrara su razón de ser telúrica en existencia, combate y jamás aniquilación (uno no acaba con quien le da la vida) de las diferentes guerrillas que han ido poblando las brechas de la injusticia estructural en Colombia.

Tampoco sería una locura decir que las iglesias le deben su aliento en estos nuevos tiempos de ceguera dogmática a las FARC. La guerra desplazó forzadamente a Dios de las almas de millones de colombianos, que no entendían el ensañamiento de la vida con este pueblo cargado de feligreses disciplinados. Los evangélicos, con el financiamiento inicial de Estados Unidos y la inestimable colaboración de la decadente Iglesia católica, han medrado a la sombra de la guerra hasta tener una nómina de casi 10 millones de colombianos y colombianas dispuestos a seguir ciegamente al Dios desmovilizado en lugar de mirar de forma crítica su realidad para armarse de razones (esas que están desterradas en las religiones) y organizarse para cambiar sus vidas. Dios (y las FARC) proveerá.

«El odio es una forma de vivir y no hay nada mejor que odiar a las FARC y temer el advenimiento del presidente camarada Timochenko»

Y ahora, 6.431.376 de colombianos, que votaron ‘No’ a los acuerdos de paz con las FARC en La Habana, han vuelto a existir, a ser determinantes en una sociedad que los creía espectros de la sombra de Uribe, gracias a las FARC. El odio es una forma de vivir y no hay nada mejor que odiar a las FARC y temer el advenimiento del presidente camarada Timochenko para olvidar que ya tenemos presidentes con delitos de lesa humanidad en el morral (Por no irnos muy lejos: Turbay Ayala y su estatuto de seguridad, Belisario Betancur y la retoma del Palacio, Gaviria y su operación Casa Verde, Samper y el impulso legal del paramilitarismo, Uribe y el exterminio sistemático de la oposición, Santos y los falsos positivos…), que ya hay quien se robe la plata de los impuestos antes de una hipotética desmovilización de las FARC, que ya hay impunidad para los criminales (de cuello blanco) sin necesidad de justicia transicional, que junto a los guerrilleros presos tenemos miles de soldados encarcelados por violación de derechos humanos, que la estructura “decente” del país está corroída hasta el tuétano.

Las FARC vuelven a mandar. Son ellas las que tendrán que decidir hasta dónde ceden para conseguir empujar este cada día más precario proceso de paz. Y es triste. Es lamentable que no sean las víctimas, o la ciudadanía de a pie, las que nos den la vida y condicionen nuestro futuro. El modelo postcolonial de la República instauró una dejación de almas por parte de una ciudadanía que siempre delega en otros lo que parecería ser su responsabilidad. No es Colombia un país único en esto, pero sí es cierto que lo está llevando hasta el extremo.

Después del plebiscito, tengo la sensación de que los ciudadanos volvemos a ver la realidad a través de una pantalla de televisión esperando que, en La Habana, en Quito o en Washington (como antes fue en Benidorm o en Sitges), las élites se pongan de acuerdo con las FARC para devolvernos el aliento que las urnas semi vacías nos quitaron.

 

*Periodista y ensayista especializado en derechos humanos, Coordinador de Colombia Plural y de la escuela de Comunicación Alternativa (ECA) de Uniclaretiana.