Los momentos con las FARC que tocaron mi vida (Parte II)
Mitú (Vaupés), selva del Amazonas, 1998 – Destruir, objetivo de la guerra; olvidar, condena de la ciudad
En abril de 1999, cinco meses después del feroz ataque de las FARC a Mitú –la capital del departamento del Vaupés– los uniformes de los policías muertos o secuestrados por esa guerrilla seguían tirados en el patio de la estación policial que estaba destruida por completo.
El edificio continuaba tal y como quedó después del combate: quemado y agujereado como un queso tras haber recibido durante 72 horas una lluvia de impactos de pipetas de gas con explosivos y el fuego de fusiles, ametralladoras, morteros y granadas que lanzaron unos 1.500 miembros de cuatro frentes guerrilleros y una columna móvil del Bloque Oriental de las FARC.
Aquel fue uno de los ataques más violentos que se haya presentado contra población alguna en Colombia durante los 52 años de conflicto armado entre las FARC y el Estado.
Y tuvo un impacto simbólico muy importante ya que fue la primera capital de un departamento tomada por la guerrilla. Para las Fuerzas Militares fue un punto de quiebre en su estrategia porque a partir de ese momento muchas cosas empezaron a cambiar en su accionar contrainsurgente.
La operación fue planeada de forma minuciosa por un grupo de comandantes guerrilleros, tal y como se ve durante más de 15 minutos en un video que grabó y distribuyó por Internet esa organización bajo la marca “Producciones FARC-EP”.
Sin saberlo, las imágenes las hemos visto porque con frecuencia los noticieros de televisión las usan para referirse a cualquier combate. Tampoco nunca antes ni nunca después se vio la crudeza de nuestro conflicto interno con tanto detalle porque las cámaras estaban a centímetros de quienes disparaban.
Mitú es en realidad un pueblo grande con una pista de aterrizaje enorme ya que todo, absolutamente todo, entra en avión del interior del país. La región es atravesada por anchos ríos pero tienen tramos imposibles de navegar con la cantidad de “rápidos” que allí tienen el bello nombre de “cachiveras”.
Como el aeropuerto fue lo primero que tomaron los rebeldes, el Ejército debió desembarcar en las afueras para llegar por la única carretera que tiene el departamento, una vía estrecha y sin pavimentar que se adentra 50 kilómetros en la selva. Los guerrilleros sabían que por allí tendrían que entrar los soldados y los estaban esperando. Y los militares sabían que los estaban esperando y por eso se adelantaron a bombardear a su enemigo.
Fueron tantos los muertos que un testigo me relató que las FARC tuvieron que llevar una volqueta oficial y trasladar los cadáveres hasta orillas del río Mitú –que pasa frente a la población– para arrojarlos al agua porque no había tiempo de enterrarlos: “Les abrían el pecho con un cuchillo y los tiraban con una piedra adentro para que no flotaran y mejor se fueran para el fondo”.
Tras la recuperación militar, la tranquilidad tampoco volvió y durante meses la ciudad y sus habitantes estuvieron como paralizados en el tiempo, tratando de reponerse física y sicológicamente de lo vivido.
Sabemos que la guerra destruye todo y todo lo pisotea. Daba tristeza ver meses después aquellos uniformes de la Policía pudriéndose al sol y al agua, bajo la inclemente humedad que cubre este lugar situado a 600 kilómetros de Bogotá, en plena selva del Amazonas.
No por el objeto mismo sino por lo que representaban: los vestigios de los 40 miembros de la fuerza pública muertos, los 11 civiles asesinados, los 38 policías y soldados heridos, los 9 ciudadanos lesionados y los 61 uniformados capturados como prisioneros de guerra (algunos de ellos pasaron hasta 10 y 12 años secuestrados). Y porque si siquiera los uniformes habían merecido ser recogidos, como si se tratara de basura sin importancia.
A orillas del río Mitú, a media cuadra de la plaza principal, había una hermosa maloca donde se reunían los indígenas de la región, pertenecientes a naciones que hablan en conjunto más de 20 lenguas nativas, es decir, 20 idiomas propios y únicos de Colombia, una muestra tangible de la riqueza cultural que tanto se pregona.
Para los pueblos originarios del Amazonas, una maloca es una casa de madera y techo de palma de grandes dimensiones que representa el universo donde transcurre su vida: se nace, se crece, se aprende de los mayores, se enseña, se festeja, se come, se duerme, se ama… es donde se concentra su mundo, por eso son lugares tan importantes.
Sin embargo, como la guerrilla siguió lanzando de manera esporádica pipetas con explosivos desde la otra orilla del río, el Ejército y la Policía consideraron que la maloca era un estorbo y decidieron quemarla. Luego construyeron otra más grande y más bonita en las afueras de Mitú, pero no fue igual ni permitió idéntico uso. Además, la manera en que fue destruida fue tan ofensiva como el ataque mismo de la guerrilla.
Se volvió un lugar común decir que el mundo urbano no conoce el mundo rural, pero no se dice que para la gente de las ciudades la vida en la selva es como otro planeta, la quinta dimensión de lo desconocido. Y lo que allí pase no les importa en absoluto.
Las historias de dolor de los habitantes de Mitú tras el ataque no volvieron a contarse como era necesario, entre otras cosas porque en los años siguientes el país siguió incendiado por la guerra y las tragedias de repitieron por todos lados.
Nadie en el interior de Colombia le prestó atención a cosas tan pequeñas pero significativas como los uniformes olvidados, ni jamás fue noticia la destrucción de un lugar sagrado como aquella maloca.
Es que Mitú siempre ha quedado muy lejos del mundo de las ciudades: física y mentalmente, para la Colombia urbana, la selva es en realidad otro planeta.
La Uribe (Meta), 1999 – Lo fácil que es generar, pero también detener, el descontento social
El municipio de La Uribe, en la región del Ariari –piedemonte de la cordillera Oriental que da a los Llanos– cargó por décadas el estigma de haber sido uno de los “santuarios de las FARC”.
En lo más escondido de su zona montañosa estuvo el legendario Casa Verde, el campamento donde permaneció entre 1983 y 1990 el Secretariado del Estado Mayor de las FARC. Es decir, donde estaban los máximos jefes guerrilleros, se tomaban sus principales decisiones políticas y militares, y permanecían cientos de combatientes protegiéndolos.
El casco urbano de La Uribe quedaba lejos de esa zona guerrillera, a dos días de camino a caballo si había buen tiempo (en época de lluvia la travesía no era siquiera recomendable). Hoy sigue siendo pequeño, apenas con una docena de manzanas. Sus habitantes son por lo general tímidos y reservados, pero cuando entran en confianza se vuelven amables y habladores.
En 1999, en pleno proceso de diálogos entre las FARC y el gobierno de Andrés Pastrana Arango (1998-2002), los habitantes de La Uribe estaban esperanzados en que se firmara la paz para que por fin les pavimentaran los 80 kilómetros de carretera que hay hasta el municipio de Granada, la población grande más cercana y que conecta rápido con Villavicencio, la capital del departamento.
Por esa vía llegaban los escasos vehículos cuyos conductores de atrevían a entrar. Muchos no se arriesgaban a ir por la presencia guerrillera, pero sobre todo por el pésimo estado del camino: esos 80 kilómetros que iban por un terreno levemente ondulado se recorrían en cinco horas. Estaban tan mal que no se podía superar la fantástica velocidad de 15 o 20 kilómetros por hora.
“Hace unos meses, un pequeño derrumbe taponó la carretera y como no había paso nos tocó botar al río varias toneladas de plátano porque no había cómo sacarlas”, me contó en esa época un líder comunitario. Conversábamos sentados en el prado afuera del hospital que, como es común en esas lejanías, no tenía médico permanente ni insumos para atender a los enfermos.
Al frente del centro asistencial había una pista en tierra de un kilómetro de extensión que para lo que mejor servía era para que los domingos se hicieran carreras de caballos. En esa pista podían aterrizar aviones grandes, como lo hicieron los Hércules de la Fuerza Aérea (naves de transporte militar) durante la Operación Colombia.
Dicha operación pretendió acabar con el Secretariado de las FARC el 9 de diciembre de 1990, el día en que los colombianos votábamos por quiénes integrarían la Asamblea Nacional Constituyente que cambiaría la vetusta Constitución de 1886. El campamento fue bombardeado, pero ningún jefe guerrillero importante resultó siquiera herido.
El haber perdido aquella cosecha indignó a los habitantes de La Uribe. El gobierno fácilmente pudo haber mandado un avión de carga y comprarles allí mismo a los campesinos todo ese plátano y evitar el malestar social. Pero no, no hubo gobierno ni funcionarios que pensaran en esa simple solución que evitaría que aquella comunidad se quedara sola maldiciendo sus problemas y a sus gobernantes.
Al escuchar lo de los plátanos en el río me quedó la sensación que ausencias como esas han hecho que las FARC se hayan mantenido y consolidado en tantos sitios del país, principalmente en zonas alejadas como esa.
No ha sido solo su poderío militar ni su capacidad de intimidación lo que ha hecho que se volvieran un paraestado que impone su ley: ha sido, sobre todo, la falta de una institucionalidad fuerte en todos los órdenes gubernamentales.
Y si algún día se llega realmente a la paz y se desmovilizan todos los armados, lo que tiene que haber es una presencia gubernamental amplia y efectiva en todos los órdenes (social, económico, cultural…) para que esos vacíos no sean llenados por otros y se repita la historia ya vivida.
Acabar con el descontento social en Colombia es incluso muy fácil, basta con que el Estado tenga una mínima presencia. Ni siquiera se requiere que haga mucho porque han sido tantas las carencias que uno se da cuenta que la gente realmente incluso se conforma con muy poco. Así de simple, pero igual de compleja, es esta realidad.
Medellín (Antioquia), 2008 – El enemigo único que no deja ver a los otros enemigos
La más grande movilización ciudadana realizada en Colombia contra las FARC ocurrió en febrero de 2008 cuando millones de personas salieron a la calle a marchar bajo la consigna “¡No más FARC!”.
Lo hicieron luego de conocer por los medios de comunicación los desgarradores testimonios de personas que se encontraban secuestradas y que habían sido liberadas o que habían enviado mensajes de supervivencia detallando cómo vivían en el cautiverio. Y de una campaña promovida por los mismos medios, y quién sabe cuántas empresas, para que la gente expresara su repudio contra esa guerrilla.
Las calles se inundaron de gente y el río humano en Medellín corrió por la carrera Carabobo hasta frente de la Alcaldía y la Gobernación. Por aquellos días el país se indignó con toda razón por la barbaridad del secuestro y por la indolencia de los secuestradores, en ese caso los despiadados carceleros de las FARC.
Aquel día también salieron a reclamar, por la ausencia de los suyos, un grupo de mujeres que llevaban nueve años insistiendo en lo mismo. Se trataba de las Madres de la Candelaria, mujeres (y algunos hombres) que pedían saber el paradero de sus hijos y familiares, desaparecidos principalmente por organizaciones paramilitares. Tomaron ese nombre porque se juntaban en un plantón todos los viernes, a mediodía, frente al atrio de la iglesia de La Candelaria, la más emblemática de la ciudad.
El país y los medios se concentraron en las marchas contra el secuestro –completamente justificadas–, pero aquel día dejaron en la marginalidad a personas como estas madres que igual estaban en la calle. En esa ocasión daba tristeza verlas tan débiles, tan aisladas en sus denuncias y reclamos.
Eso fue apenas una coyuntura, una anécdota si se quiere, pero representó lo que ha pasado también con el conflicto con las FARC: volvió invisibles muchas otras problemáticas.
El que el Estado haya tenido por años a esa organización alzada en armas como su principal amenaza contribuyó a dejar de atender asuntos iguales o peor de complejos, y a no destinar el suficiente presupuesto ni personal para su cuidado.
Una de las mayores esperanzas con el fin de la guerra contra las FARC es que por fin esa situación se revierta y se empiecen a ver otros problemas tan importantes, como por ejemplo la corrupción que impide la superación de la pobreza, que en el fondo y a largo plazo causa más muertos que la misma confrontación armada.
Montañas de Calarcá (Quindío), 2012 – Las FARC contra el pueblo que dicen defender
Una mañana, Sulima alcanzó a divisar que unos hombres armados venían para su casa y corrió a decirles a sus hijos que se metieran al monte y se quedaran bien escondidos hasta bastante rato después de que los tipos se fueran. Y que por nada del mundo fueran a salir y menos a hacer algún ruido que los delatara.
Los muchachos salieron corriendo y a los minutos llegaron los hombres que eran de las FARC.
-¿Y dónde están sus hijos? –preguntó uno de los guerrilleros.
-Por allá en el Valle donde unos familiares –respondió Sulima.
-¿Y cuándo es que vuelven?
-Quién sabe, ellos están muy amañados por allá, como que en ocho o quince días.
-Ah, bueno… nosotros entonces volvemos después –contestó el que iba al mando.
Aquella noche, la familia tomó la decisión de salir de inmediato de su finca ubicada en la carretera que va al alto de La Línea, con la idea de no volver por un tiempo porque no querían que la guerrilla se llevara reclutados a sus dos hijos mayores, que tenían 14 y 16 años.
Empacaron algo de ropa y lo poco que tenían de valor y podían cargar, trancaron bien la casa, abrieron los corrales de los animales para que se fueran al monte y no se murieran de hambre, pero dejaron amarrado al perro que tanto querían para que en su huida no los fuera a delatar.
Bajaron a Calarcá, el segundo municipio en importancia del Quindío, y siguieron para Armenia, la capital del departamento, con la esperanza de quedarse allí hasta que las cosas se calmaran y pudieran regresar a su casa. A los días, en el mismo Calarcá vieron caminando tranquilo por la calle, vestido como cualquier parroquiano, a uno de los guerrilleros que los visitó. Entonces tomaron la decisión de irse lejos y escogieron Medellín.
Caminaron por horas, algunos camioneros los llevaron por tramos y llegaron a esa ciudad de noche. Preguntaron si el Centro estaba lejos y les contestaron que, caminando, a unas cuatro horas. Una persona caritativa les compró tiquetes del metro, los montó y les dio instrucciones sobre dónde bajarse. En el trayecto, uno de los muchachos se mareó pues nunca había montado en un aparato de esos.
Primero se pararon en los semáforos con una cartulina en la mano a pedir monedas. Ahí en la calle, la madre se mantenía como en shock, con la mirada perdida y tiritando de frío y miedo. Sus cuatro hijos, tres hombres (el menor de siete años) y una niña, permanecían sentados a su lado.
Así iniciaron un deambular por esta y otras ciudades, viendo dónde les resultaba un trabajo, cosa difícil porque ellos sabían solo los oficios del campo. Se rebuscaron la vida vendiendo dulces, recogiendo latas de cerveza en la basura, cargando bultos, haciendo aseo… lo que resultara.
Dormían en hoteles de mala muerte, una vez alquilaron un garaje pero no tenían camas. A fuerza de la necesidad aprendieron a moverse en calles repletas de ladronzuelos, avivatos, prostitutas y jíbaros que distribuían droga. También aprendieron a moverse en el entramado burocrático oficial para obtener ayudas estatales.
Después de un par de años el gobierno les dio una casa en el Eje Cafetero. Para entonces, la familia estaba partida: el padre y el hijo pequeño se habían ido no se sabe para dónde, los más grandes –quienes evitaron ser reclutados por la guerrilla– andaban de un lado para otro trabajando en fincas y solo la hija pudo seguir estudiando aunque con mucha dificultad.
Jamás volvieron a su finca, no sabe quién se quedó con la tierra.
Cada mes tienen un problema distinto, como si un designio siniestro los persiguiera, como si estuvieran pagando las deudas de quién sabe cuántas personas en cuántas vidas pasadas.
Cuando conocí en detalle su historia, odié como nunca a las FARC. Por los centenares de casos que hay como el suyo, pienso que esta maldita guerra hay que pararla como sea, para que familias pobres como esta –pero también las ricas que han padecido del secuestro y la extorsión– no sigan sufriendo todos por los males que conocemos y que nos tienen hastiados.
Medellín, 2016 – Desarmar a los que no cargan armas
Unos días antes del plebiscito para refrendar o no los acuerdos de paz entre el Gobierno Nacional y las FARC, la frase de un estudiante que tuve en clase durante dos cursos distintos me dejó frío: “Profe, si yo veo a un hijueputa guerrillero estudiando en esta universidad, lo levanto es a pata”. Luego cayó en cuenta de lo que dijo y anotó: “Mentiras, no lo levanto a pata”.
Y en la noche del plebiscito, en un centro comercial de Medellín, una señora muy encopetada –por la pinta y la manera de hablar seguro que del estrato social más alto– me dijo: “Siquiera ganó el No, esto se iba a volver como Venezuela”.
Cuando le pregunté las razones para afirmar eso, respondió con lugares comunes propios de la propaganda simplificada diseñada para causar efecto sin necesidad de pensar. Al insistirle que me explicara mejor esas razones, no fue capaz de articular una frase coherente y lógica. Menos mal se paró y se fue porque ya me estaba empezando a disgustar tanta ceguera y pobreza intelectual.
Si se soluciona todo este embrollo jurídico y político en el que estamos después de que ganó el No, el gran problema no va a ser desarmar a los combatientes, sino desarmar el corazón de los civiles, de aquellos que creen que “los buenos somos más”, porque guardan unos odios y deseos de venganza terribles, incluso sin siquiera haber sido víctimas directas de las FARC.
Al fin y al cabo, los que están en la guerra saben lo que ella significa y tendrán el valor de dejarla. Los que no la conocen son sus principales enemigos y los más tercos para entender las bondades de que siete o diez mil personas dejen las armas, se sometan a la justicia transicional, reciban unas ayudas económicas limitadas y tengan 10 curules de las 268 que tiene el Congreso de Colombia (que llegó a tener 35 % de sus miembros afines a los paramilitares, según confesó años atrás Vicente Castaño, uno de los jefes de ese otro ejército ilegal).
Pero esa es el alma inexplicable de Colombia que no cabe en los parámetros de la lógica y la racionalidad.
*Periodista, profesor Universidad EAFIT (Medellín)