Resistentes
Tengo una imagen fijada en la memoria. Miento, tengo varias imágenes indelebles que me acompañan aún en los silencios.
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Una se produjo en Remacho, un caserío fantasma por obra y gracia de la arremetida paramilitar en el río Jiguamiandó. Era 1999 y cuando nuestra panga llegó a ese recodo del río empezamos a ver cómo de entre la selva comenzaban a salir niños, mujeres y hombres comidos por los insectos y sonrientes por el encuentro. Unos días antes, mi hermano Juan Gonzalo Betancur me convenció de que lleváramos de regalo un par de balones de fútbol. Yo no entendía… me parecía que lo importante para ayudar a los resistentes del Jiguamiandó -las cientos de personas encaletadas en la selva para no abandonar el territorio que los paramilitares querían arrebatarles para cambiar gente por palma africana- era llevarles medicamentos, comida… no sabía bien qué, pero no balones de fútbol que, además, eran de incómodo trasegar en la travesía que nos esperaba.
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Me equivocaba, como tantas veces en mi caminar por Colombia. Los niños que llevaban ya un año largo encaletados necesitaban jugar, correr, reírse… Los adultos también. Quizá por eso, en la noche, en la pequeña capilla de Bellaflor de Remacho, alumbrados por un bombillo conectado a una pequeña planta traída por la comisión humanitaria de la Diócesis de Quibdó, cantamos y bailamos al ritmo de un grupo de vallenato improvisado entre estos campesinos verracos que tanta sangre pusieron para no perder la dignidad.
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La tarde antes de entrar al Jiguamiandó arribamos a Murindó. La comunidad, inundada por el Atrato y bañada por el derrame permanente del cielo del Chocó, nos recibió entre el silencio y la alegría. Era una de las pocas visitas que no generaba miedo. La zozobra podía aguardar. Por eso, quizá por eso, la asociación de adultos mayores de Murindó nos invitó esa noche a compartir baile y conversa en una casa de palafitos sobre el río. Tocaba El Sexteto de Murindó y una alegre tristeza se colaba por nuestra ropa mojada y alicataba nuestras expectativas para el día siguiente. En el baile, solo viejos, como si el resto supiera que el Atrato, en esos años, no era río para jóvenes.
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La noche vallenatera en Bellaflor llegó después de horas de testimonios espeluznantes y de haber compartido con Jonás su vida, sus anhelos. No puedo olvidar su respuesta cuando le pregunté qué era lo que más deseaba: “Una camisa nueva… ponerme en mi cuerpo algo que nunca haya usado nadie antes”. Después de tres desplazamientos y de resistir encaletado durante meses junto a su esposa, Jonás fue asesinado por los paramilitares.
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En Bellaflor pasé de narrar el miedo a sentirlo. Tarde en la noche, me separé de la capilla con dos colegas para fumar y tratar de digerir lo vivido en el día. Estábamos a unos 500 metros. Dos motores resquebrajaron la noche cerrada. La bulla vallenata hacía imposible que en la fiesta sin guaro se escucharan. Nos escondimos y sólo vimos pasar a hombres uniformados con armas largas y linternas. Después de lo escuchado en el día tenían que ser paracos. Quizá fueron los 20 minutos más largos de mi vida y una minucia al lado del sufrimiento por décadas de estos campesinos. Eran guerrilleros y sólo trajeron tensión, pero no disparos. En esos 20 minutos soñé en motosierras y masacres. Lo único que cambió esa noche fue mi forma de narrar.
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Unos años antes conocí Riosucio. No he vuelto. Era septiembre de 1996 y ya los caños cercanos al casco urbano sabían de la violencia paramilitar. Recuerdo que antes de salir de Turbo, donde en un cerro estaba el puesto militar y en el de enfrente el paramilitar, llamé a España desde un teléfono público. Le dije a mi madre que estaba en el Caribe. Tenía miedo.
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En Riosucio se podía mascar el miedo. Yo estaba camuflado como miembro de la Cruz Roja que no era porque el exterminio no suele gustar de testigos. A las 3 de la madrugada alguien golpeó duro la puerta de la casa donde tratábamos de dormir la tensión de un día en el que la Cruz Roja de verdad había dictado un taller sobre Derecho Internacional Humanitario, como anticipando todas las violaciones de derechos humanos que se desencadenaron a partir de ese último trimestre de 1996.
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Teníamos un buen motor para la panga y un emblema que daba confianza. Y traían a una muchacha, no creo que supera los 16 años, a la que le habían pegado un tiro diagonal que le había atravesado la cabeza entrando por uno de sus ojos y saliendo por la parte superior del cráneo. Estaba aún viva. Ahora se podía mascar la muerte. Nadie de la zona la podía acompañar a Turbo porque Riosucio era considerada zona guerrillera y poner un pie en el puerto del pueblo antioqueño era firmar una sentencia de muerte, o de desaparición o un vale para la tortura y el ensañamiento.
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No es la mejor idea atravesar el Golfo de Urabá en la noche pero no había remedio. Todavía tengo atragantado ese viaje en el que nos repartíamos la tarea de sujetar cráneo, mano y voz de esa niña del Atrato para que su vida alcanzara a superar el golpeteo violento del bote contra el oleaje que recibe a la salida de las bocas de Riosucio. Recuerdo, aún lo recuerdo, que yo le hablaba torpemente de las cosas más absurdas porque uno de los miembros de la Cruz Roja dijo que no se podía dormir.
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En Turbo, en esa mañana que debía ser caliente pero que yo recuerdo helada, nadie quiso ayudar a sacar a la niña del bote. Llegó viva, pero dejó su último aliento a pocos metros del centro de salud donde seguramente ya no podrían hacer nada por ella.
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Después, fueron cientos los muertos y miles los desplazados. Antes de conocer la oquedad infinita de un disparo en el ojo triste de una niña inocente pude sentir el olor de la huida. Fue en Pavarandoncito. Allí llegamos unas semanas antes del suceso de Riosucio. Recuerdo, aún lo recuerdo, un fogón prendido y una olla reseca de desatención. Dos perros vagaban por el caserío y aprovechaban que nadie los regañaría por robarse algo de comida. Se acaban de ir. Todos se acaban de ir y en algún lugar guardo un dibujo de algún niño que recogí en una de las casas abandonadas. En el papel, estaba el niño y su familia desdibujada. Y había gente armada y un helicóptero y un loro. Tiempo después, una psicóloga me explicó que el loro, simbólicamente, era el que podía ver y contar lo que los humanos debían callar. Al miedo, a veces, sólo se le puede medir con alas.
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Han pasado 20 años. Juré entonces que no volvería a pisar Turbo. Seguro que incumpliré esa estúpida apuesta a la nada. Tengo ganas de regresar a Riosucio. Hace pocos meses conocí a un par de mujeres de ASCOBA (Asociación de Consejos Comunitarios del Bajo Atrato) que me confirmaron la dureza de estas comunidades. A pesar de todo lo vivido, a pesar del olvido del resto del país, a pesar del Estado asesino y del paraestado asesino, siguen soñando y resistiendo. Así ocurre en el Salaquí, en el Cacarica, en el Curbaradó, en el Jiguamiandó…
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Si aún quedan resistentes, entonces… aún restan esperanzas de un futuro en paz.
*Paco Gómez Nadal es periodista y coordina Colombia Plural y la Escuela de Comunicación Alternativa de Uniclaretiana