Semillas de ‘tal vez’
Hay fotos dolorosas que no se le borran a uno de la cabeza. Van tan por dentro que uno comienza a pensar que se las imaginó y no que fueron un retrato de la realidad. Una de las mías es la que me mostró un amigo que trabajaba en labores forense hace muchos años ya.
Era un amasijo de sangre y uniformes de lo que había sido un ser humano, tras un combate entre guerrilla y fuerza pública. Sólo se reconocía la condición de persona porque las extremidades eran reconocibles. No había pecho, no había cara.
Recuerdo haberle preguntado indignado, en mi pensamiento adoctrinado por la teoría de “los buenos y los malos” por si el muerto había sido un policía o un soldado. Mi amigo me respondió que no se sabía si era policía, soldado o guerrillero.
Entendí de una bofetada en ese momento que no había diferencia, que todos morían por igual en el mismo desastre moral de guerra, que no se era mejor ni peor, que solo se podía ser parte del horror y que ser muerto era casi una liberación de la carga de vivir esa pesadilla de tener que escoger entre ser difunto o ser asesino, haciendo lo que la guerra y sus voceros, tan tranquilos ellos desde la tribuna de humanomaquia, pedía que hiciéramos.
Las imágenes nos crean imaginarios y bien que seamos conscientes de ellos, bien que se nos naturalicen como medida protectora, el alma, donde quiera que se halle, sigue sabiendo de ellas y sigue haciendo nuestra visión del mundo.
Con todo y el desmadre que aún se sigue viviendo, con todo y los disparos que desde las sombras, con una sincronía y organización que solo un funcionario oficial se atreve a negar para negar la realidad, el verde comienza a brotar de entre la tierra quemada, de entre las ojos sin brillo que fueron guadaña y simiente de nuestro horror local de baja intensidad.
De Jesús Abad Colorado, de quien tengo otras cuantas imágenes que no se me borran, recibí ayer uno de esos brotes germinados hechos fotos, una de esas imágenes que tal vez no se me olviden mientras me llega el Alzheimer.
Una mujer en traje de guerra, que bien podría ser policía, pero que es guerrillera, con un recién nacido envuelto en una cobija, el gesto neutro, fusil terciado a la espalda y sus manos protegiendo el retoño, delante de sus otros compañeros armados. Tal vez ella sea la madre y alguno que venga atrás sea el padre. O tal vez este ya esté muerto. No lo sé. Pero sé otras cosas.
Mientras los que viven de la muerte y el despojo, esos que siguen creyendo que la vida no es un milagro para cuidar sino una biomasa disponible para convertir en dinero y poder siguen disparando sus cartuchos, gritando sus fronteras y sus odios, declarando su bondad a punta de bombardeos y visas negadas, exigiendo su derecho a hacer del sufrimiento de un animal su propia diversión, o del sudor obrero de un salario mínimo la fuente de su ostentación, allá, en la selva, lejos de las noticieros ocupados en goles y reinas, comienza a florecer de nuevo la vida.
Combatientes de uno y otro lado que tal vez pueden comenzar a imaginar que su destino no tiene que ser la sangre de nadie ni el destino de su semilla sea la eliminación por un plomo en la cabeza.
Una semilla de “tal vez” que puede dejar de ser esperanza para convertirse en certeza de país posible. De un país con nuevos imaginarios.
*Fotero todo tiempo, escribidor de cuando en vez. Bobo desde 1968. No perfore el envase.