2017: El Talón de Acero y Colombia

En este colosal teatro llegará a su fin el colosal problema

José Martí

En febrero de 1917, hace cien años, se iniciaron los sucesos que desembocaron en la revolución bolchevique de octubre de ese año. Nadie podía imaginar en ese momento que la confrontación de ese proceso social con el orden capitalista -que se expandía como una gangrena por el mundo- también traería consecuencias tremendas en esta esquina subcontinental 31 años después y hasta nuestros días.

José Martí, nacido el 28 de enero de 1853, había contemplado con impresionante claridad la amenaza que entrañaba no solo para el sur de América, sino para el espíritu humano, el engendro político económico que había emergido en los Estados Unidos en los lustros finales del siglo XIX. “Viví en el monstruo y le conozco las entrañas”, sentenció. “La enfermedad del dinerismo”, la llamó: una forma de pensar, valorar y actuar en la que sólo cuenta la ganancia, sin importar lo que se arrase, una reglas de juego que todo lo convierten en mercancía y enfrentan a los seres humanos entre si.

Esta organización de la vida social ha logrado en unas pocas décadas colocar a la Humanidad al borde del abismo. Despilfarrándolo, agotó el petróleo de millones de años en menos de 150 años. En cien años catapultó la cantidad de seres humanos de mil a seis mil millones. Y plegó las infinitas posibilidades de la revolución tecnocientífica en información y comunicaciones a codificar en los cerebros una pulsión consumista insostenible, y un universo de palabrería, confusión y aturdimiento.

Desde 1903, se evidenció que Colombia, como América Latina, era anexada al nuevo campo imperial. Pasamos de la Cruz al Dólar. Desde ese entonces, la red estadounidense de monopolios y su gobierno contaron con la colaboración de aquella estirpe de colombianos que piensan más en su provecho inmediato que en la comunidad y en la tierra en que nacieron. Con la bandera de la guerra contra el comunismo instauraron la represión como lo normal y corrieron los ríos de sangre. Desde los años sesenta, un engendro que reunió las utilidades de la cocaína, el petróleo, las armas, el entrenamiento militar, y la industria de la falsedad, y convirtió el territorio en una geografía de sufrimiento redoblado y de vidas convocadas sin amor y arrojadas temprano al matadero.

En 2012 se abrió una ventana indispensable para poner en marcha el vasto y prolongado proceso de curación: la paz. Pero las fuerzas sociales y políticas cebadas en la guerra, el narcotráfico y el despojo, se opusieron porque el proceso de paz afectaba, claro, sus intereses. Muchos años de detritus comunicativo y comunicación plegada a la guerra habían conformado, además, una franja esclava intoxicada por el odio, enajenada de sus realidad, y capaz de acompañar borracha de euforia a sus matarifes.

Otra corriente política de centro derecha, que venía adelantando lo necesario para acceder a la jefatura del Estado en 2018 se desmarcó de la paz como propósito nacional. Lo hicieron porque veían en la paz el acuerdo de dos fuerzas políticas diferentes a ellos. Entonces, de manera velada, no acompañaron o torpedearon el proceso.

La izquierda política, diezmada por la barbarie, sucumbió en su mayor parte al control de los que dicen ser de izquierda pero se parecen demasiado a la derecha en sus ambiciones personales, en sus corruptelas, y en los discursos en los que camuflan su codicia personal y sus artimañas. Los aparatos institucionales que mucho podrían servir en la creación y el aliento de una nueva cultura política permanecen atrapados por camarillas que los utilizan para su beneficio grupal.

El acceso al poder estadounidense del fascismo germinal, que contempló Jack London cuando publicó en 1908 El Talón de Acero, se traduce hoy en Colombia en el respaldo y la utilización de las fuerzas políticas enemigas del proceso de paz, en el marco de la disputa estratégica de la región latinoamericana con China.

Hay en los movimientos sociales, en la izquierda política, en la fuerza política que emerge del proceso de paz, en otras fuerzas democráticas, gente que piensa más en la comunidad y en la tierra que en sus ambiciones e intereses. Gentes que no han luchado durante años para cambiar unas camarillas por otras camarillas. Pero estas fuerzas sociales y políticas están atomizadas, disgregadas. Y las reglas del juego electoral instauran un realismo de cifras de votantes que fortalece a los agentes clientelares de todos los pelambres e impiden lo indispensable: la construcción, la visibilización de un referente de honestidad y capacidad. La creación de un nuevo sentido de vida. La gestación de otra política.

La ceguera, los rencores, siguen impidiendo la unidad a tiempo de los que estarán en la mira si no se unen. La ceguera, las rivalidades de los egos, los rencores, siguen impidiendo la unidad a tiempo de los que tendríamos que unirnos para que 2018 no signifique la involución de la vital dinámica democratizadora en un mundo que ha ingresado en un tiempo en el que nos columpiamos entre una revolución global que reenquicie una cordura elemental y el cuidado de la vida, o el apocalipsis.

 

* Héctor Arenas es ensayista, profesor universitario y amante de la vereda.