Un día leí que Eric Hobsbawm explicaba que una de las características propias del mundo rural-campesino residía en que el patrimonio y el trabajo existían de manera articulada y complementaria y que además este patrimonio se constituía en un bien o ámbito exclusivamente familiar. Hace unos días recordé esto debido a una experiencia propia: mi papá había decidido cerrar “La Tienda”, un lugar situado en la esquina de un pueblo antioqueño, al lado de la iglesia de la plaza principal, pintadito de colores y lleno de “chécheres” colgados en el techo.
Cerrar una tienda, una decisión y una situación que es triste per se, en la medida en que antes que nada muestra que alguien que ha invertido sus recursos económicos en algo parece no haber tenido rentabilidad suficiente para mantenerlo, y entonces, como un sueño que no se cumple, un negocio muere. Pero más allá de eso, un dolor agudo y denso se me instalaba por dentro ante cada noticia del avance del cierre: “Ya está acabándose la mercancía que hay”, “ya estoy regalando las cosas que no voy a necesitar más”, “¿será que usted quiere el radio de pilas que era del abuelito?”, “¿le guardo el cuadro de la virgen del Carmen que era de la abuelita?”… preguntaban mi papá y mi mamá a kilómetros de distancia a través de un teléfono. Se me partía el corazón mientras intentaba entender por qué me dolía tanto lo que podía ser una simple y merecida jubilación de mi papá, que desde sus 6 años trabajaba allí: primero lavando pocillos, luego empacando mercados, luego co-administrando con su papá el negocio, para finalmente retomar sólo las riendas de un caballito que le pagaba a cuotas a su progenitor. Y, entonces, ahí llegó a mi cabeza –o a mi corazón- ese planteamiento de Hobsbawm, entendí que el patrimonio familiar, eso por lo que habíamos trabajado conjuntamente todos y todas, por tres generaciones, moría en ese instante… Y entonces ahí pude llorar mi dolor y escribir estas letras.
Siento que me crece una indignación profunda, una revoltura de panza por cada campesino y campesina que como mi papá y mi mamá deben perder su tierra por la imposibilidad de ‘competir en el libre mercado’, por la imposibilidad de tener una economía sostenible ante un Estado que exige tributación pero no devuelve derechos materializados»
Perdoné mi egoísmo, porque comprendí que estaba perdiendo con eso un pedazo de mí y de mi historia, que debía comenzar a enunciarme desde otro lugar y pensarme lo que soy y como soy desde la memoria, como un ejercicio político sobre lo que fui y lo que estaba perdiendo.
Pude entonces en ese momento, mientras re-tejia recuerdos, agradecer… agradecer a ese lugar por haber sido el espacio de disertación y formación política que fue, donde en cada elección popular y durante cada periodo de gobierno pude escuchar discusiones y múltiples posturas críticas en confrontación, de personas de todos los colores y las ideologías, que se encontraban allí para hacer de aquella pequeña tienda el ágora de un pueblo; agradecer el arraigo profundo con lo campesino que nació tras un mostrador de madera mientras veía llegar señores de sombrero y mujeres coloridas, que venían sonrientes a traernos plátanos, yucas y naranjas de regalo; agradecí la comprensión ilógica del color que seguro me viene de aquellas mujeres pero también de la organización geométrica de cientos de paquetes de productos que se disponían en entrepaños con especial cuidado: el azul del jabón rey, el rojo de la Kola granulada, el verde de las lentejas, el amarillo de la mantequilla y el maíz, el rosado del “moresco”, el vinotinto de los frijoles, las florecitas del jabón “parami”, etcétera; agradecí las tardes de chisme y tinto en el quicio de la puerta en las que aprendí a tejerme desde el ombligo con mi hermanita y mi mamá, con mis tías, mis vecinos y mis amigos; agradecí a cada grano de arroz, de frijol y de maíz que al ser vendido pagaba mi universidad y mis libros… no tuve más opción que agradecer.
Aún tengo un poco de nostalgia por eso que fue y no será más, pero es una nostalgia bonita que aunque me llena los ojos de lágrimas también me da, como en mercado campesino, una sonrisa de ñapa.
Pero más allá de esa nostalgia siento que me crece una indignación profunda, una revoltura de panza por cada campesino y campesina que como mi papá y mi mamá deben perder su tierra por la imposibilidad de “competir en el libre mercado”, por la imposibilidad de tener una economía sostenible ante un Estado que exige tributación pero no devuelve derechos materializados, por la imposibilidad de no lograr mantenerse en píe, resistiendo con alternativas frente a los grandes capitales y a sus intereses legales e ilegales, por la imposibilidad de hacerle entender a las nuevas generaciones que no esta mal alimentarse de aguapanela y frijoles en vez de Kellogg’s y Coca-cola, la imposibilidad de hacerle entender a la gente educada por una pantalla y mil programas superficiales la importancia de consumir local y contribuir a las pequeñas economías y no a las grandes marcas y los productos importados… Pero bueno, lo importante de que esta indignación me crezca por dentro es que la indignación siempre da como cosecha acciones, da nuevas luchas y da posibilidades de nuevos mundos posibles; lo importante de esta indignación es que ha hecho que no solo lleve La Tienda por dentro, sino que cada día a través de los valores, los pensamientos y las acciones yo sea un poco La Tienda.