¿Ego o paz? Del periodismo y las víctimas
Los profesionales del periodismo tenemos un enemigo directo y peligroso: nosotros mismos. El ego es nuestro premio y nuestra trampa. Nos despeñamos por él con más frecuencia de la deseada y solemos tener pocas herramientas para lidiar con sus recovecos. Mientras no tenemos firma (reconocida), el ego es sólo una expectativa. Cuando la tenemos, puede ser el aceite que engrasa nuestro trabajo de campo o el lastre que nos impide ver más allá de nuestro ombligo.
El ego es tramposo cuando olvida (¡Ay!…la memoria) que se alimenta de voces ajenas. Los periodistas que hemos cubierto el conflicto armado y, ahora, esto que dan en llamar postconflicto (aunque se parezca tanto a una guerra) somos lo que somos gracias a las víctimas y a los victimarios. Sus voces, sus acciones, sus proyectos, sus fracasos, sus éxitos narrados por nosotros con textos, fotografías o imágenes en movimiento son la base de nuestro éxito profesional. Perder de vista eso, la deuda con las fuentes, es caer en la trampa del ego. No hablan con nosotros por quiénes somos, sino por lo que podemos hacer por ellos.
Dicho esto, es verdad que toda fuente es interesada. El militar quiere aparecer como una ovejita, el paramilitar oculta la sangre y destaca su pseudopensamiento político, el guerrillero se esfuerza por posar revolucionario y esconder en el cambuche las cagadas de la guerra, y las víctimas están interesadas en encontrar a su familiar, en visibilizar las amenazas que las acosan, en señalar a su victimario con la ingenua esperanza de la justicia, o en cualquier otro legítimo interés alrededor de su vida. Somos nosotros y nosotras, los periodistas, los que decidimos que interés es prioritario, a qué le vamos a apostar nuestro ego. Parafraseando a José Eustasio Rivera el peligro es que: “Antes que me hubiera apasionado por historia alguna, le jugué mi pluma al ego y me lo ganó la Violencia”.
Siento que eso le ha pasado a Patricia Nieto en Bojayá, como antes le ha ocurrido a periodistas, fotorreporteros y documentalistas en otros territorios de dolor del país, cuando la frustración de su ego profesional se ha traducido en un ataque frontal a las víctimas. El centro del periodismo jamás es el periodista. Así me lo enseñaron y así lo he creído siempre. Por tanto, la primera idea a compartir es que los problemas que tiene un periodista para conseguir la información que anda buscando no es noticia. Es parte de nuestro trabajo, es el riesgo y el reto. Como ha dicho en las últimas horas Javier Darío Restrepo, nadie está obligado a hablar con nosotros y la libertad de prensa (que casi siempre es de empresa) no es un salvoconducto que abre todas las puertas al periodista.
La segunda idea tiene que ver con cómo tratamos y cuidamos a las fuentes de la sociedad civil que sufre el conflicto. Y eso tiene que ver con el momento que vivimos y con los momentos que hemos vivido. Recuerdo que cuando toqué tierra en Quibdó al regresar de Bellavista el 6 de mayo de 2002, decenas de compañeros me rodearon y me preguntaron que cuántos muertos dejaba la masacre. Yo respondí que 117 civiles. Un periodista argentino se rió y me preguntó que cuál era la fuente oficial que confirmaba ese dato. Le respondí que ninguna, que yo confiaba en la voz de la comunidad y eso era lo que ellos decían. Su mirada de desprecio, y las de condescendencia que le hicieron coro, sólo me reafirmó en la decisión tomada poco tiempo antes: yo sí tomaba partido, pero por la población civil, esa ala que ahora le hemos puesto el cartelito de “víctimas”.
Respeto y, a veces, me descresta el trabajo de algunos compañeros, pero no veo más mérito en lo que hacen que el de la profesionalidad. Respeto tanto a un buen plomero o a un buen panguero como a un buen periodista, pero ninguno de ellos ni de nosotros es un arcángel. No somos especiales ninguno de los periodistas que caminamos por las venas de este país en permanente hemorragia. Y, de hecho, a diferencia de lo que algunos creen, no creo que hayamos cubierto bien la guerra (de ser así, los victimarios no comerían tranquilos en elegantes restaurantes de Bogotá o Medellín). No hay heroísmo en este trabajo o no más del que tiene u obrero que se sube a un piso vigesimoprimero a limpiar los vidrios de la oficina desde la que amasamos nuestro ego.
Las especiales son las víctimas y sus procesos y si no entendemos eso estamos equivocando el foco porque son ellos los dueños de las historias y son ellos los que deciden a quién y cuándo confiárselas. Todos hemos caminado o hecho decenas de kilómetros en incómodas pangas para volver con las manos vacías. A veces, yo he decidido no viajar para no contar lo que creía que podía hacer daño a las comunidades si se contaba a una opinión pública tan ignorante de lo que pasa en los territorios. Las decisiones -como las frustraciones- son nuestras y ese es nuestro verdadero poder.
En realidad el periodismo del postconflicto sólo debería ser buen periodismo, con criterios éticos básicos, como los que recuerda siempre Restrepo o partiendo de las tres cualidades básicas del buen periodista que repetía hasta la saciedad mi maestro ya fallecido Jesús de la Serna: “humildad, humildad y humildad”. Lo que nos falta, y en eso si creo que estamos lejos del objetivo, es un análisis crítico del papel de los periodistas y de los medios en la historia reciente del país. Y son dos análisis diferentes. Una cosa son los periodistas –una tribu tan diversa que no se puede juzgar de una- y otra los medios masivos –controlados por tres grandes propietarios comprometidos con el establecimiento más perverso y con parte de los victimarios-. La Comisión de Verdad, si no tiene un ataque de amnesia, debería abordar este hemisferio de la memoria. Los periodistas, como buena parte de la sociedad, hemos sido tanto víctimas como cómplices de los victimarios y hay que empezar a distinguir las responsabilidades para no meter (nos) a todos en el mismo saco.
La decisión personal a la que se enfrentan periodistas como Nieto es elegir entre su ego o la construcción de paz, entre la rabia por el fracaso o la comprensión ante el dolor ajeno, entre los derechos humanos individuales y colectivos de los que tanto han sufrido y su marca personal. Yo creo que la respuesta a estas dicotomías son evidentes, pero la realidad, a veces, parece no tan nítida.
Postdata: De nada sirven años de experiencia, libros o títulos. Un buen periodista humilde y honesto no vive de títulos ni de premios, sino del respeto que le tienen sus fuentes. Son ellas, una vez más, las que nos abren o cierran la puerta de su historia personal y/o colectiva.
**Periodista y coordinador de Colombia Plural y de la Escuela de Comunicación Alternativa de Uniclaretiana.