El miedo
Así como no hay que matar nuestros propios demonios sino aprender a pastorearlos, al miedo, que es una forma endemoniada de amedrentamiento y un demonio que paraliza, habría que aprender a exorcizarlo. Más cuando éste nace de un “enemigo rumor”, diría en otro contexto el viejo Lezama Lima, de un intento de darnos la cucharada diaria del temor infundado que ahora propagan las falsas noticias. Miren que tener por oficio inventar noticias, como lo hacen algunos embusteros profesionales que funcionan en la sombra y a contrato por alguna campaña (remember, J.J.Rendón o hasta un agente de la postverdad que puede fungir de poeta o periodista). Una estrategia para acostumbrarnos al miedo que fomentan los espantólogos, los que quieren acorralarnos con historias nefastas, es propiciar que la sombra llegue antes que el cuerpo. Primero se crea una atmósfera de miedo, una especie de sensación térmica de que el opositor que es su blanco preferido traerá las siete plagas, entre ellas la expropiación o el castro-chavismo, una figura inventada para atemorizar mentes decrépitas y que en buena parte proviene de la idea que tienen algunos medios de que la opinión pública es la opinión de quienes no tienen opinión. Quisieran prolongar una sociedad asustadiza que viva en hibernación política maniatada por la neutralidad y el temor a que un país que no han dejado ser, sea. No importa si se trata del país de las mismas 100 familias que hace 200 años mandan y que viven acá pero en el primer mundo, cuando otros lo hacen en el primer inframundo de las comunas y las calles. Lo único que le falta a esa clase social que se reproduce una y otra vez en el expolio es exigir que ante sus desafueros y robos les den el yate por cárcel. “Ahí viene el lobo, ahí viene el lobo”, dicen, cuando el lobo hace rato llegó disfrazado de caballista, de vendedor de humo, de patriota o mesías de ópera bufa.
“El señor Petro le va a expropiar hasta la tierra que tiene en las uñas”, le dicen al campesino, esa tierra que en verdad es la única que tiene. Así vociferan los feligreses de la religión del odio. Entonces uno recuerda lo que decían en Uruguay ante la irrupción de Mujica: “Padres de familia, les quitarán sus bebés y los enviarán a Siberia”. Todo esto tiene algo de surreal y solamente en un país mágico lo creemos. “No podrán volver a viajar a las fincas”, gritan alarmados en la radio, pero la única finca que estamos pagando a cucharadas, a plazos de desesperanza, es una pequeña parcela que los cocheros de pompas fúnebres llaman tumba (afíliese a credi-tumba, incluye servicios exequiales). “¿No les da miedo?”, nos preguntan los menos agresivos, “su candidato no es perfecto”. Y no lo es, pero no estamos eligiendo una reina de belleza (60-90-60).
El miedo, siempre
Mi generación ha vivido y sobrevivido de manera evidente, sobre todo, a dos miedos impuestos con derivaciones y regresos a las raíces de la violencia del 9 de abril. Uno de esos momentos lo vivimos en los años ochenta bajo el llamado “Estatuto de Seguridad” de Julio César Turbay Ayala. En su gobierno se incrementaron las torturas y los desaparecidos, se abrieron las compuertas al narco-tráfico pero había una también una exultante atmósfera de rebelión. El otro cultivo del miedo se dio de forma muy intensa en los dos períodos de Uribe Vélez a nombre de una “seguridad democrática”. No es gratuito que Turbay Ayala apoyara a Uribe hasta su muerte en 2005 y hablara de cierta ilegalidad que se requiere para aceitar la maquinaria del estado. Decía que la corrupción había que “bajarla a sus justas proporciones”.
Hemos sido educados en el miedo, en una cultura del temor a algo que no siempre resulta visible. De ahí su eficacia. Miedo inspirado en una violencia que ya pasó o que está por pasar y en el intermedio la imposición de una violencia cotidiana, vista muchas veces como único destino histórico del país. O como un espectáculo que solo concierne a las víctimas directas de un ancianizado conflicto.
Hemos crecido entre temores religiosos y políticos, temores que por supuesto producen una parálisis social, aunque no podemos olvidar las miles de luchas de todo orden. Esa parálisis política que promulgan a veces cuenta con teorías sofisticadas para la no-acción, inspiradas en las ideas peregrinas de que si no hay una causa perfecta -que es algo inexistente-, resulta mejor resguardarse en la apatía. Voto en blanco. Es de esa manera como la invisibilidad del miedo trabaja a favor de quienes lo manipulan: hay una suerte de minado de la realidad para que ahora no haga explosión a nuestro paso, sino una implosión en un territorio de incertidumbres. Sin duda hay un intento por acabar con los campos largamente minados por la guerra en Colombia, y sin embargo no se da paso a una suerte de desminado cultural. Una legión de políticos, de periodistas, de opinadores e ideólogos siguen minando el lenguaje de la zozobra, fomentando falsos peligros que supuestamente trae la paz, asustando con leyendas negras como el falso Golem del Castro-chavismo.
Es cuando los discursos de la derecha falsifican, escamotean o inventan hechos fraudulentos y supuestas amenazas fantasmales. Se niegan, por ejemplo, a aceptar el cambio de rumbo de una guerrilla sin arraigo popular, a la que personalmente creo que hacía mucho se les había detenido el reloj político, y a que un número importante de hombres desarmados accedan o intenten acceder a un orden político legal, en el debate de ideas, sean las que sean. La fortaleza de esos francotiradores del miedo no se empeña en discernir sino en atemorizar. Nunca estarían de acuerdo con el pensador anarquista Rafael Barret cuando habla del miedo: “No hay cosa tan cruel como el miedo cuando el miedo tiene las armas en la mano”. Del aserto de Barret se colige que un ejército no es más que una legión de hombres que lleva por delante la bandera del miedo.
El miedo fomentado y añorado por una derecha anquilosada, por una ideología fija a un pasado de temores que les deja muchos réditos, es el que quisieran perpetuar para hacer diana en la opinión pública, que por lo general es la opinión de quienes no tienen opinión.
El miedo deviene hipnosis colectiva, pérdida de la conciencia de sí mismo, uniformidad de pensamiento, mansedumbre de rebaño. No es una falsa analogía la del Quijote cuando ve en una manada de ovejas un ejército: todo ejército implica mansedumbre y obediencia. Atizados por el miedo al otro, van armados y dispuestos a matar. Cambian de atavíos según los países pero su verdadero uniforme siempre es el miedo. No creen en una suerte de ley sociológica que llevando el gallardete del temor lo que hacen es poner también las armas en manos del perseguido. Un silogista diría que ahí está buena parte del negocio de la guerra.
Bastaría con pensar en Hobbes cuando afirmaba que “la única pasión en mi vida es el miedo”. Estamos inmersos en él. Hermana del miedo es la avaricia, esa lepra del alma. El avaro se sirve su banquete de solista, su cena de Epulón en platos sin fondo, mientras cerca sus dominios y arma su ejércitos particulares, como ocurre en el latifundio colombiano y el gran fomentador de odios y miedos que quiere regresar a la presidencia a través de un subalterno.
Me molesta tener que pasar de una reflexión general a una particular, no por miedo, precisamente, como por tener que descender a nombres tan poco apreciables como el de Álvaro Uribe Vélez. Su candidato a la presidencia, otro obsecuente con el miedo, parece ser mejor su fórmula vice-presidencial. Sujetos como estos siempre acuden a la sacralizada palabra patria, como asintiendo a la idea de que “sólo el egoísmo y el odio tienen patria” y que se trata de un artilugio para hablar del Estado, que según Bakunin no es más que “la abstracción metafísica, mística, política, jurídica de la patria”, aunque detrás de esas palabrejas haya juzgados, capillas, presidios y cuarteles, muchos cuarteles.
Alguien le pregona a las masas que quienes tienen ideas revolucionarias frente el establecimiento solamente quieren quitarles la patria, pero “los obreros no tienen patria y por tanto no se les puede quitar lo que no tienen”, y ya no recuerdo si fue Carlos o Groucho Marx quien lo afirmaba. Hay que ver el éxtasis, los ojos entornados y las voces melifluas de personajes tóxicos como el caballista ya mencionado cuando hablan de la patria. Esta reflexión de Samuel Johnson les viene muy bien: “El patriotismo es el último refugio de un bribón”.
Una pariente cercana al miedo es por supuesto la mentira, ese coctel de verdades a medias y calumnias que ahora llaman la postverdad. Ese raro bebedizo tiene al menos tres gramos de insidias, dos miligramos de rumor y una guarnición de aire podrido. La mentira y la calumnia pasan como un beso oscuro de boca en boca y cada comensal le agrega un veneno a su gusto. El miedo ha logrado que buena parte del país se haya subordinado a la barbarie. Y que en el fondo muchos lo celebren. La verdad, sólo hay que temerle al miedo.