Romero, víctima y (ahora) santo
La iglesia católica ha estructurado un “panteón” a partir del reconocimiento de quienes, según sus criterios, han sido ejemplo de virtudes y por ello los proclama “santos”, es decir los reconoce con capacidad para ser intercesores ante la “misericordia divina”.
Sin embargo, por esta fórmula de canonización han lavado impunemente comportamientos y actitudes de personas cuya supuesta “santidad” se encuentran en entredicho, pues desde sus cargos de gobierno, como por ejemplo monarcas, han promovido acciones que rayan con la identidad cristiana de la justicia. Pero quizás lo más cuestionado de este procedimiento de la santificación surge cuando se le ha otorgado este título post morten a clérigos cuyas prédicas y comportamientos han atizado odios, resentimientos y venganzas a nombre de la fe cristiana que se identifica irónicamente, con el mensaje del “amor y la misericordia”. Un caso emblemático, por ejemplo, para Colombia es el de Ezequiel Moreno, obispo de Pasto, en el despunte del siglo XX, quien patrocinó acciones bélicas de conservadores contra los supuestos “enemigos de la religión”, en una cruzada contra los liberales.
También en esta misma vía hoy se sabe que está en camino de canonización el obispo de Santa Rosa de Osos, Miguel Ángel Builes, continuador de la obra de San Ezequiel Moreno cinco décadas después, en la última guerra de conservadores y liberales de los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado.
Este “panteón” fue engrosado significativamente en el pontificado de Juan Pablo II, cuyo título de Santo fue entregado de manera exprés tal vez en compensación por esta práctica abultada de canonizaciones, como la tan cuestionada canonización que hiciera a Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei. El santoral también exhibe figuras que en tiempos pretéritos fueran perseguidas por la misma Iglesia Católica y luego rectificando esa posición han sido puesta en los altares, como el caso de Juana de Arco, condenada por herejía y llevada a la hoguera para luego, muchos años después (casi 500), ser nombrada Santa.
Hoy, el mundo asiste a un acto tal vez similar a este último, se trata de la canonización de Óscar Arnulfo Romero, obispo de San Salvador, hombre reconocido en toda América Latina por su diáfana voz que proclama justicia, que denuncia con firmeza los atropellos del establecimiento de ese país que respaldado por los Estados Unidos atropellaba a su propio pueblo. Romero alzó su voz en nombre de su fe cristiana exigiendo al régimen salvadoreño que “cesara la represión”. Tales razones lo llevaron al martirio, pues fue vilmente asesinado el 24 de marzo de 1980 mientras celebraba la eucaristía. Su similitud con Juana de Arco, está no porque haya liderado o acompañado una guerra como lo hizo ella en Francia, sino porque fue calumniado por miembros de la propia iglesia, [como lo dijo el actual Papa Francisco], también martirizado por sus hermanos obispos luego de su muerte con sus voces de desprestigio del nuevo santo.
Hoy Romero recibe el título de Santo, lo es en cuanto mártir, es decir, testigo de su fe, de su convicción de estar al lado de las víctimas a tal punto que él también fue víctima, como la víctima cristiana por antonomasia: Jesús. Por ello, su reconocimiento como Santo hace justicia a su honesta causa, la de su solidaridad, como el samaritano de la parábola, con las víctimas por las cuales exclamó constantemente en sus homilías que sus “lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos”.
Mientras el santoral católico acepta allí a este profeta de la Teología de la Liberación, condenada por San Juan Pablo II, con la argumentación del entonces cardenal Ratzinger, hoy Papa emérito (Benedicto XVI), la justicia penal salvadoreña no avanza en la identificación de los responsables intelectuales de dicho asesinato político, a pesar que ese Estado ha sido condenado por ese caso y más víctimas por la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
Las víctimas de los conflictos armados de América Latina, del Salvador y de Colombia en particular, tienen en San Óscar Arnulfo Romero, ejemplo de la santidad de lo político, una razón más para alimentar la esperanza, para que su grito de justicia, verdad, reparación no caiga en el anonimato, en el desconocimiento, sino que esta memoria se torne en espacio de resarcimiento y construcción de una reconciliación conducente hacia sociedades justas y equitativas.
Los cristianos, en particular los católicos, tienen en San Romero de América una voz que sigue resonando, como la del Bautista en el desierto, en lo más profundo de sus conciencias para que sean fieles al proyecto evangélico, pues él manifestó justo un año antes de su martirio lo siguiente: “Una iglesia que no sufre persecución, sino que está disfrutando los privilegios y el apoyo de la burguesía, no es la verdadera iglesia de Jesucristo”.
*Antropólogo, teólogo y doctor en Antropología. Exdirectivo de la UNICLARETIANA. Acompañante por más de 25 años a pueblos indígenas y comunidades afrocolombianas en el Pacífico. En la actualidad Decano de la Facultad de Humanidades de la Universidad Autónoma de Occidente en Cali y miembro del Comité Coordinador de la Coordinación Regional del Pacífico.