El retorno de los muertos a Bojayá

La iglesia en sombras

La iglesia de Bellavista sigue ahí 17 años después de la masacre, custodiada sólo por sombras y lagartijas. En sus alrededores, la jungla promete tragarse las paredes, como se tragó ya las pocas construcciones del pueblo que quedaron en pie; la casa de las hermanas Agustinas, la escuela, cierto edificio que no reconozco y que parece una antigua tienda de abarrotes. El lugar donde quedaba Bellavista fue conquistado por una belleza brutal, los sonidos de la selva se combinan con el canto de pájaros raros y chicharras y con el rumor cercano del río Atrato, una estampa que se contrapone a las historias demenciales que escucharé estos días en Nuevo Bellavista, el pueblo que construyó el gobierno lejos del río para reubicar (y, teóricamente, reparar) a la población muchos años después de la masacre del 2 de mayo de 2002.

Escucharé la historia de la segunda pipeta que “sonó ronca”, ese cilindro de gas cargado de explosivos que los guerrilleros de las FARC lanzaron contra los paramilitares atrincherados en el pueblo. Escucharé que después un guerrillero corrió gritando: “Se acabó Bellavista”.

Escucharé otra vez que la explosión reventó los cuerpos y dejó un enredo de vísceras en las vigas del techo. Había manos y piernas regadas por el pasto y una señora de la que solamente quedó el “tamborcito del vientre”, así es como me lo cuenta Domingo Chalá, el ‘famoso’ enterrador de Bellavista que se pasó tres días recogiendo los pedazos de cadáveres y echándolos a las fosas con la pala entre las manos y una caja de aguardiente al lado. Hoy Domingo Chalá tiene más canas y menos dientes que entonces y una voz rocosa, como de gravilla arrastrada por la corriente, una voz que cuando habla parece que canta y cuando canta parece que llora.

Escucharé la historia de Guillermina, que entre el centenar de heridos murió pariendo, o parió muriendo, y la historia de su niño sin nombre que nació para vivir sólo unas horas y luego morir de frío en medio de la confusión. O la historia de Eimer, que tenía menos de un año y quedó aplastado debajo del montón de escombros revueltos con los cadáveres, pero lo encontraron vivo al otro día, apenas gimiendo en susurros. Eimer es hoy un muchacho más de los que se juntan a buscar la precaria señal de internet en la plaza del pueblo ‘nuevo’.

Y la historia del viejo Armando Velásquez, el último que salió de Bellavista en un bote junto a la monja Carmen Garzón, antes de que cayera la otra bomba. Y que la gente no se olvida de cómo el general Mario Montoya vino personalmente, no para auxiliar a la población, sino a salvar a los últimos paramilitares heridos. Y lo que dicen que dijo Sílver, el comandante guerrillero, antes de dar la orden de lanzar la pipeta que partió en dos la historia de este pueblo: “Guerra es guerra, el que murió, murió”.

Un centenar de cajitas de madera

Los muertos vuelven a Bojayá 17 años después de la masacre tras un accidentado recorrido por laboratorios, oficinas de instituciones forenses y estrados jurídicos. 98 cofres, blancos para los niños y cafés para los adultos. Contienen los restos de igual número de víctimas aguardan en el polideportivo al entierro colectivo que se hace este lunes 18 de noviembre dentro de un mausoleo construido a la entrada del pueblo.  Antes de eso la Fiscalía debe culminar la entrega oficial de cada uno de los cofres a sus dolientes.

En medio de un hermetismo férreo (no dan declaraciones, no permiten fotografías ni cámaras en los actos con las familias), los funcionarios de la Fiscalía confirman que se trata, hasta el momento, del mayor acto de entrega de restos en la historia del país [Bojayá tiene eso: tristes récords en su mínima historia]. Varios miembros despistados del CTI que andan por acá sugieren que no hay precedentes iguales en el mundo, porque ignoran que en Kosovo, Argentina o Ruanda se hicieron exhumaciones de fosas con cientos y miles de personas.

Mucho más sensata, Liliana María Foronda, la fiscal coordinadora del Grupo de Búsqueda y Entrega de Personas Desaparecidas, reconoció que este “ha sido un proceso de aprendizaje”.

No obstante, Bojayá es el caso colectivo de identificación de restos más numeroso en el país. Un equipo de peritos conformado por médicos, genetistas, odontólogos y balísticos trabajó los últimos tres años en Medellín analizando los restos que fueron inhumados de los cementerios de Pogue, Bellavista, Vigía del Fuerte y Napipí, donde se presumía que estaban enterradas las víctimas de la masacre del 2 de mayo.

Después estos restos se cotejaron con muestras genéticas de los grupos familiares que perdieron miembros durante la masacre, así lograron establecer un total de 84 casos, de los cuales hay 72 plenamente identificados. Esos son los restos guardados en cofrecitos blancos y cafés que volaron en dos helicópteros de las Naciones Unidas desde Medellín hasta Vigía del Fuerte y luego cruzaron en botes el Atrato, haciendo el recorrido inverso al que siguieron los desplazados del 2 de mayo cuando salieron huyendo de su pueblo aniquilado. Los mismos cofres que la Fiscalía y la Unidad para las Víctimas han ido entregando familia por familia desde el 11 de noviembre en actos privados donde los peritos explican a los parientes cuestiones técnicas como las causas del deceso, la hora aproximada en que se produjo la muerte o los daños en los cuerpos que provocaron proyectiles y esquirlas. Una vez acabadas las explicaciones, la familia entona algunos “alabaos”, los cantos rituales que los chocoanos usan en sus funerales para despedir a sus muertos.

Para algunos familiares ha sido reparador que por fin el Estado aparezca a dar la cara y asuma, aunque sea parcialmente, su responsabilidad. “Tenía unas dudas, pero ya salí de ellas”, admite Heiler Martínez, un campesino que perdió a sus cinco hijas y a la esposa embarazada. Heiler agrega que las explicaciones de la Fiscalía coinciden con lo que él mismo recuerda de aquellos instantes: su esposa Luz del Carmen Palacios vestía unos jeans recortados de tela gruesa color vinotinto y las piernas le quedaron partidas. Él contó con suerte: salió de la iglesia con una varilla clavada desde el muslo hasta la rodilla y con esquirlas que le rajaban el lado izquierdo de la cabeza.

Las dudas de Heiler era las mismas de la mayoría de las víctimas de la masacre, que no confiaban en los dictámenes de la Fiscalía y Medicina Legal realizados entre el 2002 y 2004, cuando se desenterraron por primera vez las fosas comunes para practicar los levantamientos.

Esas dudas se acrecentaron en noviembre de 2016 una vez la Fiscalía rindió el informe caso a caso para todas las víctimas. Ese informe estaba plagado de inconsistencias. La comunidad descubrió que los restos de la niña Yorleisi Rivas Mena, a la que creían enterrada en un cementerio de Riosucio (Chocó), reposaban realmente en un laboratorio de Bogotá desde hacía 14 años. El método de identificación había sido la carta dental -método que evidentemente falló- y los familiares habían estado llevándole flores y vasos con agua todo este tiempo a un muerto ajeno.

El informe también aseguraba que los restos del señor Emiliano Palacios correspondían a un hombre de 30 años, aunque todos en la comunidad lo recuerda mayor de 55. Y apareció la ‘famosa’ fosa número 75: una verdadera colección de huesitos y fragmentos que acabaron revueltos y de los cuáles sólo 33 fueron plenamente identificados mientras que hay restos de por lo menos cinco cuerpos que no coinciden con ninguna de las víctimas ya identificadas, ni con los grupos familiares que aportaron su ADN para los cotejos. Lo que significa que hay cinco nuevas víctimas que, por ahora, nadie reclama.

En ese informe, además, no había ninguna mención de los fetos de las ocho mujeres en embarazo que murieron durante la masacre o a consecuencia de ella. Una de esas mujeres esperaba gemelos, por eso los familiares hablan de nueve “no nacidos”, para los que piden también reparación.

Fue a raíz de todo ello que la asamblea de la comunidad exigió al Estado que debía volver a exhumar y analizar todos los cuerpos para garantizar verdad, justicia y reparación. El Estado se comprometió a ello y muchos en Bojayá creen que fue un resultado positivo del proceso de paz con las FARC, pues posibilitó comenzar un proceso donde las tres partes involucradas en la masacre asumieran sus responsabilidades. Los primeros en dar la cara fueron los comandantes de la antigua guerrilla, quienes realizaron un acto privado de perdón con las víctimas a finales de 2015.

No obstante, los resultados que la Fiscalía ha entregado esta semana no dejaron a todos contentos y algunos aún señalan inconsistencias. Ese es el caso de Javier Antonio Sánchez López, el único paisa que cayó en la masacre. “Dice mi padre que cuando fue a recogerlo estaba cerca de la casa de las Agustinas acostado bocabajo en una colchoneta, con varios orificios en la espalda”, asegura Yuberth Palacios, “pero según la Fiscalía murió por shock”.

Yuberth hace parte del Comité de Víctimas de Bojayá y añade que hay personas cuyos restos nunca aparecieron y restos que no corresponden a ninguna de las víctimas: “Los asumimos como propios más allá de las inconsistencias del proceso”.  Frente a la comunidad y los representantes del Estado Yuberth Palacios toma la palabra para sentenciar con vehemencia: “La Fiscalía tendrá que reconocer ante ustedes que el proceso entre el 2002 y el 2004 estuvo viciado”.

Un arrume de cables que cayó del cielo

Por estos días en Nueva Bellavista se escucha un concierto de acentos forasteros. Paisas, bogotanos, costeños, vallunos, una recua completa de funcionarios que tienen abarrotados los dos únicos hoteles del pueblo y todos los hoteles de Vigía del Fuerte, al otro lado del Atrato. Llegaron en avionetas y helicópteros con un arrume de cables, computadores, radioteléfonos y cajas repletas de papelería. Algunos ajustan dos semanas en el pueblo.

Andan embutidos en chalecos y gorras con igual cantidad de logotipos: Policía Judicial, Unidad de Víctimas, Medicina Legal, ONU, Defensoría del Pueblo, Cuerpo Técnico de Investigaciones, Fiscalía, Justicia Especial para la Paz, OCHA… Nuevo Bellavista parece un gran complejo administrativo en la mitad del Atrato, donde cada edificio público se ha convertido en una gran oficina improvisada. La biblioteca fue tomada por una empresa de logística de Medellín que la convirtió en depósito de cajas, montañas de bolsas, refrigerios y  media docena de computadores para registrar a las víctimas. El jardín infantil se lo disputan la Fiscalía con la Unidad de Víctimas y en el auditorio hasta el sábado mandaba un grandulón del Cuerpo Técnico de Investigaciones que vigilaba los cofres en los que reposan los restos. Tres plantas eléctricas mugrosas de grasa aturden en la plaza y atrás de la iglesia. Un veterano técnico paisa en overol, arrugado, cascarrabias, ojiazul, se la pasa peleando con ellas e insultándolas de la mañana a la noche para que no se apaguen.

No obstante, el pueblo no tiene luz corriente para todos los barrios, ni servicio de acueducto, porque las plantas y el arrume de cables que se enreda por todas las calles fue traído en helicóptero exclusivamente para el evento del 18, donde se esperaba al presidente Iván Duque, quién nunca llegó. Nueva Bellavista, ese pueblo raro con calles correctamente pavimentadas surcadas de palmeras y resaltos (no hay ni un solo carro y apenas unas pocas motos), más que nunca, Nuevo Bellavista parece cualquier cosa menos un pueblo chocoano. El arrume de cables que cayó del cielo es la muestra más reciente de cómo han operado las respuestas del Estado con esta comunidad después de la masacre: son respuestas desproporcionadas, improvisadas y completamente ajenas a las lógicas de su gente.

La gente, por ejemplo, se queja de las casas lejos del río y del calor horrible que hace dentro de ellas porque fueron construidas como si se tratara de otro plan de vivienda de interés social en Bogotá o Medellín, sin tener en cuenta el entorno húmedo y lluvioso y las costumbres del pueblo negro, que suele plantar cultivos, huertas, matas de plátano, árboles de borojó y gallineros junto a las viviendas. La gente sigue quejándose de la pérdida irreparable de sus tradiciones y de la llegada de la drogadicción, que no se conocía por estos ríos antes de la reubicación.

Y de repente, por el medio de las plantas eléctricas que aturden y los ciento y pico de chalecos y la gran carpa como de conciertos que instalaron para el evento final, se cruza un pelotón del ejército con los fusiles bien cargados y las granadas en la pechera y los cascos ajustados a la cumbamba, para que nadie se olvide que mañana, cuando los helicópteros levanten el arrume de cables, este seguirá siendo un pueblo chocoano cualquiera en los confines del río Atrato.

Alabaos, pájaros, cartas

Es la noche del domingo 17 de noviembre y todas las señoras del pueblo caminan en romería con sus mejores vestidos rumbo al polideportivo. Hoy ocurre el último velorio para los 98 cofres, hasta la madrugada el rezo se alterna con los alabaos, cantos conmovedores que se escuchan incluso a varias cuadras de distancia. Las mujeres se turnan para hacer café.

Siete personas diferentes me cuentan que todos sienten temor por la inminente posibilidad de una nueva masacre. “Estamos en una situación muy parecida a la que se vivió antes del dos mayo [de 2002]”, asegura el sacerdote Jesús Albeiro Parra en el atrio de la iglesia del viejo Bellavista, señalando el lugar donde cayó la bomba.  Un habitante del pueblo que por su trabajo debe viajar con frecuencia a las comunidades apartadas de los ríos Bojayá, Opogadó y Napipí confirmó que ha visto a los soldados “cogidos de la mano” con los paramilitares. Es lo mismo que me había dicho hace unos meses en Quibdó un funcionario que trabaja con una entidad no gubernamental en los ríos más alejados del Chocó.

En el evento del domingo 17, los pobladores de Bojayá esperaban la asistencia del presidente Duque para entregarle una carta que copia fragmentos textuales de otra  de otra carta enviada en 2004 a Álvaro Uribe, denunciando la grave situación humanitaria en el Medio Atrato. “Nuevamente se percibe una actitud omisiva y complaciente con el accionar de los actores armados”, aseguran las organizaciones firmantes, encabezadas por la diócesis de Quibdó.

El velorio aplazado por dos décadas prosigue. Observo los cofres y el dolor de las familias y la feria que ha montado las instituciones para entregar 98 cajoncitos de madera ¿Cuánto le ha costado al país y a las comunidades todo esto? ¿Cuánto costaba hace 17 años haberlo evitado? El Atrato está anegando y en sus aguas chapotean unos pájaros espigados de color gris con manchones blancos, que de lejos parecen gatos y de cerca cormoranes o garzas, pero no son ni lo uno, ni lo otro. Bojayá, de alguna manera, resume a Colombia: tantos esfuerzos, tantos intentos, tantos años de buscar recomponer los fragmentos quebrados por esa bomba que cayó una mañana rompiéndolo todo  y que amenaza con volver a explotar.

Las familias juegan dominó, rezan rosarios y cantan. Afuera hay comida, café para todos. Es el duelo que ha durado 17 años, el duelo que por fin se cierra.