A parar para avanzar

El 21 de noviembre Bogotá anocheció con un espectáculo insólito: miles de cacerolas retumbaban desde los barrios y edificios de la ciudad en un concierto estremecedor y asombroso. Era la culminación de una jornada de protestas en la que se habían volcado a las calles millones de personas de todos los rincones del país, movilizaciones cuyo precedente más cercano se remonta al paro cívico de 1977, ese levantamiento popular que el Alfonso López Michelsen, el presidente de entonces, calificó como un “pequeño bogotazo”.

La diferencia con el estallido de 1977 es que el nuevo paro, lejos de ser una efervescencia de pocas horas, apenas estaba comenzando y ajusta ya veinte días de marchas, cacerolazos y protestas sin interrupción con asistencias masivas en ciudades como Cali, Barranquilla, Medellín, Manizales, Quibdó, Bucaramanga, Pereira o Bogotá. Una explosión de creatividad se ha tomado las calles, los pueblos grandes y pequeños, las carreteras, las Universidades, los territorios. La impresión es que durante tres semanas las conciencias del país han cambiado más que en treinta años, por eso, ante un escenario tan insólito vale la pena hacer una pausa y reflexionar con cabeza fría.

“Hay una emergencia tremenda de una nueva generación muy diversa que está dispuesta a plantearse las transformaciones”, asegura Adriana Arboleda Betancur, abogada y defensora de Derechos Humanos de la Corporación Jurídica Libertad en Medellín, quién además ha estado acompañando las movilizaciones atendiendo casos de arbitrariedades y agresiones de la Policía a los manifestantes. “Creo que si bien las movilizaciones no son un resultado absoluto del proceso de paz, el proceso de paz ayudó, porque mostró a la gente que el único problema en Colombia no era el conflicto armado. Hay otras cosas por las que tendríamos que pelear”.

Discursos que parecen nuevos (aunque no lo son) han dejado de ser marginales y se instalan en el centro del debate público. El planteamiento de Arboleda confirma las consignas y discursos que se han tomado las pancartas y los cánticos en las marchas, exigencias que desbordan la simple lucha por reivindicaciones concretas como el salario y las mejoras en salud o educación, y abarcan enfoques más amplios como la lucha contra el patriarcado, la defensa de la paz y el acuerdo con las FARC, o la reivindicación de un modelo social y económico distinto que no sea depredador del medio ambiente y las comunidades.

Eso es lo que opina Adriel Ruíz, uno de los promotores del paro cívico en Buenaventura, quien está acompañando las movilizaciones en el Pacífico: “Una cosa es reclamar por subir el salario, otra cosa es reclamar por la dignidad”, asegura, “el paro nacional tiene elementos que van desde ahí: no es posible negociar la dignidad. Hay académicos, hay artistas, hay indígenas, hay afros, sectores sociales, entonces tiene que haber algo que haga la cohesión de todo eso”. Esa cohesión se expresa en un rechazo frontal al gobierno de Iván Duque y su proyecto de país. Esto es esperanzador, en cuarenta años no habíamos visto eso”, agrega Ruiz.

El reto consiste en superar la movilización y la indignación espontánea de millones de ciudadanos que no están organizados ni pertenecen a movimientos o partidos políticos para que se conviertan en una opción real de transformación: “Esta nueva generación y parte de la izquierda se está planteando la importancia del poder político”, opina Adriana Arboleda. “Hay una idea de que el poder ciudadano puede ir logrando transformaciones estructurales así no sean los cambios de fondo, lo que estamos viendo es que Colombia ha cambiado, la gente está dispuesta a pelearse en las calles otras alternativas”.

El Pacífico tiene antecedentes cruciales para entender el movimiento ciudadano que hoy despierta en el país. Los paros cívicos de los años recientes, cuyo punto culminante fueron las protestas en Tumaco, Quibdó y Buenaventura en 2017, demostraron que la ciudadanía podía organizarse, movilizarse y conseguir triunfos importantes gracias a la lucha. Y la reciente victoria en las elecciones del líder del paro Víctor Vidal en Buenaventura demuestra que el movimiento puede aspirar mucho más que bloquear calles y sentarse en las mesas de negociación con ministros o presidente. “Estamos ante una posibilidad real de cambiar el país”, nos cuenta el alcalde electo Víctor Vidal desde Buenaventura. “Lo local ha cogido también una fuerza extraordinaria, que podemos relacionar incluso con las últimas elecciones, en muchas zonas del país la gente votó diferente. Lo que está pasando hoy no nació ayer”.

“Es una apertura hacia la democracia participativa”, afirma el sacerdote John Reina, otro de los más activos líderes y promotores de los paros cívicos en el Pacífico. “Se ha escrito mucho sobre el tema, pero nos toca a nosotros intentar direccionarlo en la práctica. Lo más duro de todo este proceso es sostenernos”. Sostenerse implica que la ciudadanía se organice, siga haciendo presión y pase a propuestas concretas de gobierno y transformación. Sostenerse significa que la indignación se materialice en programas efectivos de cambio.

Los riesgos son obvios: el movimiento puede entrar en una frustración cuando descubra que marchando dos meses o poniendo un candidato no necesariamente va a transformar el Estado, por eso “las transformaciones deben ir más allá de tener el poder”, opina Adriel Ruiz. No obstante, este primer momento de movilizaciones continuas ya constituye en sí mismo un triunfo, pues impugnó aquella normalidad que sólo favorece los intereses de las élites.

Mientras el país cumplía el diez de diciembre su tercera semana de movilizaciones permanentes, con cacerolazos sinfónicos en Medellín, marchas en Cali y disturbios en varios puntos de Bogotá después de que la Policía y el ESMAD agredieran las concentraciones pacíficas, el gobierno de Iván Duque hacía oídos sordos con una táctica dilatoria que se devanea entre la soberbia y la temeridad. Duque insiste en impulsar la agenda legislativa de reformas tributarias y pensionales que resulta sumamente lesiva a las clases medias y trabajadoras. La popularidad del presidente ha caído por debajo del 30% y siete de cada diez colombianos desaprueba su gestión. El gobierno simula vivir encerrado en una urna de cristal donde no llega nunca el sonido de las cacerolas. “Esta extrema derecha es arrogante, insolente. Es muy autoritaria y represora, no quieren ceder ni un mínimo, gobiernan para una pequeña élite mafiosa, están tan enquistados en el poder que no están dispuestos a dar nada”, concluye Adriana Arboleda. “Duque está tan amarrado a esos poderes que no tiene maniobrabilidad, pero eso le puede salir caro. El desafío es cómo este movimiento social se mantiene y acumula todas esas ganancias”.