La paz en su laberinto
Hace un par de años estando en Noruega, una amiga me preguntó: ¿Cómo se siente vivir en un país en paz? Yo llevaba muy poco tiempo residiendo allí y contesté que al final no importa donde estés viviendo, el conflicto que vive tu país sigue estando en tu cabeza, en tu corazón y aunque tengas mejor bienestar en otra parte, nunca ése estado de bienestar es pleno porque no te puedes separar de la realidad de haber nacido y crecido en un país que aún no alcanza la paz.
Después de un poco más de dos años residiendo en Noruega, le respondí de nuevo la pregunta a mi amiga, le dije que vivir en un país en paz, te permite imaginarte de una forma más tangible el bienestar que se puede construir para tu propio país, azotado por la guerra. Un país donde no se celebra el día nacional con una parada militar, sino con una marcha cívica donde los niños son los protagonistas de la misma. Donde en los discursos del día nacional, un miembro del movimiento LGTB tiene la palabra en la plaza pública para expresar la alegría de que su país le garantiza sus derechos individuales y fundamentales, la no discriminación y nadie del público presente lo insulta o lo rechifla.
Un país donde da alegría escuchar a un rey que reivindica el pluralismo, la diversidad, la inclusión de los inmigrantes y refugiados. Un país donde el estado tiene un control responsable de los recursos naturales, porque tiene conciencia de que estos garantizan el equilibrio económico, ambiental, social y cultural de la nación. Un país trabajando en garantizar el estado de bienestar colectivo e individual. Un país donde se discute públicamente el gasto público.
Ahora bien cuándo el proceso de paz entre el Gobierno colombiano y las FARC logró firmar un acuerdo y se la jugó toda poniendo el mismo a consideración del electorado colombiano, creí que por fin podríamos empezar a caminar ese camino de construir un país incluyente y respetuoso de las libertades fundamentales.
Desde que empecé a ver los cambios en los discursos radicales y unilaterales de las partes, a ver que tenían y tienen la disposición de hacer consensos que permitan a Colombia empezar a transitar un país mejor, el positivismo y la ilusión empezaron a crecer en mí y a pensar en escenarios de paz.
Empecé a sentir que por fin empezaría a desaparecer de mi mente ese olor a muerte, esa sensación de dolor y desesperanza colectiva que hasta la fecha nunca ha dejado de acompañarme, desde que estuvimos velando en plena vía panamericana las doce víctimas, entre ellas cuatro menores de edad, ocurrida el 26 de agosto de 2009, en el Resguardo Indígena de Gran Rosario; una de las tantas masacres de las que fue víctima el pueblo indígena Awá durante los años 2008 y 2009, así como de todos los asesinatos selectivos que aún continúan afectándoles; entonces empecé a creer que esos dramáticos escenarios dejarían de repetirse en el país y vendrían solo tiempos mejores.
La polarización que se generó en la sociedad colombiana, como resultado de la exclusión en la participación política en la década del cuarenta del siglo pasado está allí latente.
Empecé a creer que ya nunca más tendríamos que vivir en una “democracia” donde hiciese falta presionar al gobierno con vías de hecho, como el de tener que velar los cadáveres de una masacre en plena vía pública para exigir que el Ministerio del Interior hiciera presencia efectiva y empezara a implementar los acuerdos del Plan de Salvaguarda de éste y otros 33 pueblos indígenas en riesgo de exterminio físico y cultural. Implementación de dicho plan que aún hoy en día no ha sido efectivamente implementado, a pesar de ser una medida de protección especial sentenciada por la Corte Constitucional.
Cuando escuche el resultado del plebiscito realizado para refrendar el acuerdo de paz entre el Gobierno y las FARC el pasado dos de octubre; creí inicialmente que ahora si no iba a ser posible empezar a transitar el camino de la civilidad y dejar atrás el camino de la barbarie. Cuando ves celebrar a seis millones y medio de personas porque gano el No a los acuerdos, me pregunté: ¿qué están celebrando, qué ganaron? Que vencieron por un escaso margen de diferencia a otros casi seis millones y medio de colombianos que votaron Sí a los acuerdos. Y en el caso de que hubiera ganado el Sí, por ese escaso margen de diferencia electoral, también cabría hacerse la misma pregunta.
No hay nada que celebrar, realmente lo único que queda claro es que los orígenes del conflicto colombiano siguen intactos. La polarización que se generó en la sociedad colombiana, como resultado de la exclusión en la participación política en la década del cuarenta del siglo pasado está allí latente.
Sin embargo, con los acuerdos de paz en la mesa, hay una gran diferencia que me permite seguir creyendo en un país en paz: a diferencia de esa exclusión política que se generó en los años cuarenta del siglo pasado y que desencadenó en la formación de distintos grupos armados de izquierda y de derecha, con sus respectivas reivindicaciones en las décadas siguientes, a atrincherarse en las selvas y en la periferia de las ciudades y pueblos; hoy tenemos a uno de eso grupos en armas las FARC sentados, aún con la votación del domingo 2 de octubre, con la intención intacta de renunciar al uso de las armas; tenemos a un gobierno al que hay que reconocerle que se la jugó por las vías constitucionales como lo es un plebiscito para preguntarle a los colombianos si estaban o no de acuerdo y aunque el resultado no fue el esperado; también mantiene intactas sus intenciones de arribar a la meta y derecho máximo de todas las sociedades: el derecho de vivir en paz.
La esperanza de la paz sigue estando intacta, las formas de seguirla construyendo es la discusión necesaria ahora. La paz sigue estando en su laberinto, laberinto creado por diversos intereses para no permitirle encontrar la salida.
Es fin es muy difícil hacer balances ahora, lo cierto es que mientras las partes sigan manteniendo su intención de construir la paz, siempre se podrá hacer algo para ayudarla a salir de su laberinto. Puedo entender perfectamente la decisión del presidente Santos de hacer un plebiscito para refrendar los acuerdos, puesto que sin la refrendación se hubiera exacerbado la violencia de la extrema derecha recalcitrante, como la de aquel grupo que la semana pasada dijo públicamente que si ganaba el sí: “cambiarían las biblias por los fusiles”.
Lo que sí se puede decir es que con el plebiscito ganó la democracia colombiana, porque con todo lo que uno pueda estar en desacuerdo con políticas económicas del presidente Santos, él sí hizo un proceso de paz, de cara al país y no de espaldas e impune como el más reciente proceso de justicia y paz con los paramilitares, donde a ningún colombiano se lo convocó a elecciones para decidir al respecto y el cual no fue sujeto de debate público.
Otro hecho esperanzador y clave para seguir construyendo el proceso de paz, iniciado entre el gobierno y las FARC, es que las encuestas publicadas han demostrado que en los municipios y departamentos donde se ha vivido más duramente la confrontación armada con las FARC y donde se han generado más víctimas, ganó el Sí, y no porque hayan recibido prebendas, sino porque las víctimas han reflexionado suficientemente para decir con toda la razón: NO MÁS GUERRA. Porque las víctimas han tenido participación activa en la mesa de diálogo, con propuestas que han contribuido a que el Sistema de Justicia Transicional contemple la verdad, justicia, reparación y las garantías de no repetición.
Ese voto del SÍ de las víctimas, es en mi opinión la clave para enrutar los acuerdos. Las organizaciones de víctimas deben ahora tener ahora aún más participación para enfrentar con argumentos a los impulsadores del NO.
Son las víctimas las que deben adquirir más protagonismo para decidir en el derecho a vivir en paz, no los que discuten desde la manipulación mediática y la desinformación quienes al final decidieron.
La gran mayoría de las víctimas provienen del movimiento indígena y afro-descendiente, quienes son víctimas directas del conflicto armado, pero quienes además son los que han vivido de forma estructural la exclusión en la participación y el desarrollo de la nación colombiana desde los orígenes de la República.
Así que deben ser las víctimas, los movimientos sociales, la academia y no los partidos políticos quienes son los llamados a consolidar este proceso, puesto que una de las explicaciones a lo que pasó en el plebiscito; es que el manejo que se le dio a la discusión de la paz fue de tipo partidista y con las mismas estrategias electorales que han sido justamente un símbolo de la inequidad y mezquindad presente en nuestro sistema democrático.
Así las cosas, si queremos ayudar a la paz a encontrar su salida del laberinto la respuesta es: no dejar se soñarla, no dejar de pensarla, seguirla dibujando a través de consensos, liberarla del manejo partidista, seguirla manteniendo pública, contribuir a despolarizar la opinión pública, nunca dejar de verla como ideal y futuro para nuestra nación, dejar de vernos como contrarios, empezar a vernos como conciudadanos y permitir que sean las víctimas y las regiones más afectadas por el conflicto quienes sean los protagonistas y actores claves para liderar esta salida negociada al conflicto, esta salida de la paz del laberinto de la guerra.