Ley 70: vacíos y aciertos veinticinco años después

La Ley 70 fue un triunfo para los pueblos afrocolombianos pero también la prueba de una forma estructural de incumplimiento estatal. Santos se fue del Gobierno sin firmar la reglamentación de la mayoría de los aspectos de una ley de la que hacemos balance 25 años después.
Camilo Alzate  | Quibdó

Nevaldo Perea goza cada que recuerda aquella anécdota: la vez que desde Bojayá hasta Quibdó se fueron en cinco pangas recogiendo gente de los caseríos en las orillas del Atrato con el cuento de que iban para una gran rumba en Quibdó. “Y cuando llegamos les dijimos ‘muchachos, aquí no hay ningún baile, aquí lo que hay es una toma”. Así fue como hicieron la toma de la catedral –una de tantas– para exigir la promulgación de una ley que reconociera los derechos de las comunidades afrocolombianas.

Nos trataron de guerrilleros”, recuerda Perea, quien primero había sido peón de las grandes empresas que arrasaban las selvas en el Atrato y luego terminó luchando junto a los curas claretianos en la resistencia contra las madereras. Nevaldo trabajó por un jornal de diez pesos abriendo trochas en la cuenca del río Arquía para que las compañías entraran a cortar los mejores árboles. Dice que un día entendió que estaba empeñando su futuro y el de sus hijos. “No había salud, no había medios de transporte, sólo cada tres o cuatro años veíamos la caravana de políticos en bote visitando las comunidades, luego desaparecían. Entonces el equipo claretiano diseñó una cartilla donde mostraba cómo las aves comenzaban a volar, a volar, a volar, y sólo encontraban donde posarse en las trozas de madera que habían sido cortadas: fue el detonante, la rabia que nos dio con Maderas del Darién”, cuenta Nevaldo Perea, quién después figuró como uno de los líderes fundadores de la Asociación Campesina Integral del Atrato, la ACIA, que más tarde se convertiría en COCOMACIA, el Consejo Mayor del Atrato. Con la abogada Amparo Escobar repartieron copias del código de recursos naturales en los caseríos, la gente se lo aprendió de memoria y podía incluso recitarlo ante los funcionarios oficiales o los emisarios de las compañías madereras. (La historia de Nevaldo Perea se puede leer completa en el libro Yo Soy Atrato, descárgalo aquí)

En la antesala de la constituyente del 1991, el Pacífico vivía una efervescencia inédita. Por los principales ríos aparecieron movimientos sociales y organizaciones étnicas que surgían al influjo de la iglesia católica. Mientras las comunidades indígenas lograban la delimitación de sus resguardos, siguiendo el ejemplo de una lucha emprendida décadas atrás en el Cauca, los negros y negras del Patía, del San Juan o del Atrato se organizaban en asociaciones campesinas cuyo propósito era frenar la entrada de las multinacionales mineras y las compañías madereras que amenazaban con echarlos de sus territorios ancestrales. “El negro no tenía derecho a cortar madera, las empresas metían su maquinaria por encima del maíz, del arroz, y si el negro salía al pueblo y se quejaba, lo metían a la cárcel”, asegura Leopoldo García, otro viejo dirigente del río Truandó que ayudó a fundar una de aquellas organizaciones: la Organización Campesina del Bajo Atrato.

Los indígenas, que ya tenían organizaciones fuertes y cohesionadas, obtuvieron varios cupos en la Constituyente de 1991, pero no había representantes de los negros. Ese naciente movimiento afrocolombiano quedó huérfano en la ley de leyes, y estaba ante una encrucijada: debía lograr un precedente jurídico que reconociera los derechos de esas comunidades organizadas en todo el litoral Pacífico. Los principales dirigentes afrocolombianos buscaron a los constituyentes indígenas para pedirles que las comunidades afro no quedaran excluidas de la nueva Constitución Política. “Francisco Rojas Birry dijo que no sabía nada de los negros pero que sí le explicaban él hablaba en la Constituyente”, recuerda Nevaldo Perea.

Y así fue, al final los indígenas y los constituyentes de izquierda dijeron que no firmarían la carta magna sí las comunidades afrocolombianas no quedaban incluidas. Desde todos los rincones del país las organizaciones afro se movilizaron poniendo su gente a enviar telegramas a los delegados de la constituyente, esos, los “telegramas negros”, fueron más de 10.000 y siempre decían lo mismo: “Los negros existimos”. Así se logró el artículo transitorio 55 de la Constitución Política de Colombia, que reconoció a las comunidades afrocolombianas como sujeto de derechos, lo que dio pie a la promulgación de una norma específica: la ley 70 de 1993.

La ley 70 ha sido lo mejor que han logrado las comunidades negras, es lo mejor que nos ha podido pasar, incluso es superior a la ley 21 de abolición de la esclavitud, porque esa obedecía a un contexto internacional, mientras que la ley 70 es fruto de un movimiento social de los negros de este país”, eso sostiene Orlando Pantoja, representante de los Concejos Comunitarios del departamento del Cauca. “Hubo unos hechos muy valiosos: el reconocimiento de los valores culturales y la identidad, se avanzó en concebir una educación propia, en titular unos territorios como propiedad colectiva, en conformar autoridades locales étnicas, las asambleas, los convites. Eso es lo que se puede resaltar veinticinco años después”.

Quizá la principal conquista de la ley 70 fue la titulación colectiva de los territorios baldíos del Pacífico para las comunidades afrocolombianas y raizales, un territorio que abarca cerca de ocho millones de hectáreas de selvas y ríos desde la frontera con Ecuador hasta Panamá, tomando la cresta de la cordillera occidental como lindero. La titulación colectiva de los territorios y la conformación de los Concejos Comunitarios como autoridades locales blindaron al Pacífico de la depredación de las grandes compañías madereras y mineras.

Pero la ley dejó por fuera del derecho al territorio a muchas comunidades afrocolombianas asentadas en otras regiones del país como el norte y centro del Cauca, la Costa atlántica, los Santanderes o el Valle. Eso para no hablar de los afro asentados en las ciudades, a los que sólo les queda la asimilación cultural. Sólo pudieron acceder a tierras aquellos afrocolombianos que vivían en las áreas baldías y ribereñas del Pacífico, y en algunas veredas muy puntuales del Caribe y el Norte del Cauca. Después llegó el lío con la reglamentación de la ley y las mañas jurídicas. Miremos un caso: cuando el Estado vio que otorgar la personería jurídica a nuevos Consejos Comunitarios abría una ventana para que estos reclamaran tierras entonces más bien dejó de reconocerlos.

Nevaldo Perea hace su propio diagnóstico: “Se reglamentó el capítulo tercero por el tema del territorio que fue el detonante, nos íbamos a quedar sin los territorios, concretamente por las empresas madereras que tenían los ojos puestos en los recursos naturales del Medio Atrato. Los Consejos Comunitarios hoy son autoridad en sus territorios. Hemos logrado todo el tema de la consulta previa, porque resulta que el subsuelo no nos pertenece, entonces con la consulta logramos decidir si los proyectos nos benefician o no nos benefician. Logramos el tema de la etnoeducación… Pero el gobierno no ha tenido la voluntad política para reglamentar los capítulos cuarto, quinto, sexto y séptimo, prácticamente toda la ley”, asegura, “parcialmente se reglamentó el capítulo quinto, pero no nos sentimos representados porque está hecho a favor de los mineros”.

La ley no avanzó más allá de la titulación colectiva y el reconocimiento de la identidad cultural. Como muchas leyes en Colombia, la ley 70 nació sin recursos fiscales y eso equivale a decir que nació muerta. “El Estado no brindó garantías a ninguna de las acciones pensadas en la ley. Lo que se ha hecho ha sido por presión o iniciativa de las comunidades, por ejemplo, los planes de manejo de los territorios se hicieron con apoyo de la cooperación holandesa”, asegura Orlando Pantoja.

Ana Granja, una mujer de Salahonda, en la desembocadura del río Patía, es otra de las lideresas históricas que estuvo al frente de este proceso. Hoy es crítica con aquel sector de las organizaciones afro que se dedicó a tramitar proyectos y dineros de cooperación internacional mientras se olvidaba de luchar con firmeza por los derechos de su pueblo: “Fallamos en el desconocimiento de la visión de la ley 70. Se propusieron cosas pero se dejaron sueltas, hoy en día eso nos está haciendo doler mucho la cabeza. Esos proyectos a nosotros nos están perjudicando, porque cuando vieron los proyectos lo que quisieron algunos fue meterse la plata al bolsillo. Todo el Pacífico debe hacer una propuesta integral de territorio, a ver si avanzamos”, dice Ana.

Cuando se cumplieron los veinte años de la ley, en 2013, se realizó el primer congreso de negros, palenqueros y raizales del país. En el marco de ese congreso, el presidente Santos aseguró que la reglamentación de la ley era un hecho pero cinco años después las comunidades siguen esperando. Por todo el país se hicieron asambleas y movilizaciones reclamando la reglamentación, incluso ha sido uno de los puntos centrales de los últimos paros cívicos de Tumaco, Buenaventura y Quibdó.

No obstante, al final del gobierno Santos se dijo que la cosa estaba a un pelo de concretarse. “El decreto reglamentando ya estaba listo, sólo faltaba la firma presidencial”, asegura Orlando Pantoja. “¿Por qué el presidente no lo firmó? Por presión de los empresarios. Este es un interés colectivo, pero como acá lo que importa es la gran economía”.