Lo que hay detrás de dos asesinatos

Es difícil poner fecha exacta al inicio de la guerra que desangra a la Colombia periférica. Los violentólogos se atreven a escribir fechas, acontecimientos que marcaron el inicio. Pero entiéndase que hay que diferenciar entre la(s) violencia(s) que han atormentado a la población y la guerra.

En el Chocó saben que la violencia es estructural, que la estrategia de desposesión que comenzó con la Colonia se prolongó mutando en la República, que el racismo y la angurria mestiza no ha dejado de provocar dolor en la región. La guerra, sin embargo, tienen una fecha de comienzo: 1996, cuando los grupos paramilitares, envalentonados por el apoyo institucional, abandonaron las zonas semiurbanas del Urabá para adentrarse en el río Atrato y comenzar el asalto a Riosucio. Hace 23 años de aquello y la guerra no ha cesado, por mucho que en teatros de la capital se escenificara una paz de papel o por mucho que las cantaoras de Pogue certificaran en Cartagena de Indias que la paz, de ser tendría que llegar a estos ríos y a estas veredas sin salida.

Pero hace 20 años, la guerra tuvo un quiebre a favor de los armados. Las comunidades habían logrado romper el cerco económico paramilitar con una estrategia de tiendas comunitarias abastecidas por barcos protegidos por banderas blancas. El bloqueo se resquebrajaba y uno de los líderes de esa estrategia de resistencia civil se había hecho muy molesto. Jorge Luis Mazo, párroco en Bellavista (en la desaparecida cabecera del municipio de Bojayá), era un hombre tranquilo, carismático y con una visión clara del acompañamiento que la gente de iglesia debía ofrecer en esos duros tiempos a las comunidades.

El 18 de noviembre de 1999, Jorge Luis, que tenía 34 años, junto a otras nueves personas, viajaba de Murindó a Quibdó. Ya sin luz de día, muy cerca ya de la capital del Chocó, una lancha fuera borda paramilitar reforzada en la proa, arremetió contra su panga. El joven sacerdote murió en el instante, el cooperante vasco Iñigo Egiluz, de 24 años, cayó al río y la corriente lo arrastró sin remedio mientras el resto trataba de poner a salvo a los dos menores que iban a bordo. El cadáver de Iñigo se recuperó dos días después.

El asesinato de estos dos hombres no fue casual y tuvo dramáticas consecuencias para la resistencia civil. En especial, la ausencia de Jorge Luis y la extinción de su liderazgo.  “La muerte de Jorge Luis yo creo que fue orquestada para mandarle un mensaje a los líderes: quitémosle este punto de apoyo de resistencia y ellos van flaqueando”, explica Leyner Palacios, líder del Comité de Víctimas de Bojayá y presidente de la Comisión Interétnica de la Verdad del Pacífico: “Creo que ahí empezó a tambalear el proceso y no fue peor porque el equipo misionero fue muy resistente. Lo cierto es que a partir del asesinato se empieza a quebrar toda esa dinámica de trabajo que había en la región. Ese era parte del objetivo”.

El asesinato de Jorge Luis ralentizó el proceso comunitario y dejó algunas vías libres para los armados. También fue el inicio de un lento cambio en la iglesia de los pobres que inspiraba la acción de los equipos misioneros. Un líder afrochococano nos relata: «Los curas de ahora no están por trabajar el tema de la organización. Ya no son como los de antes. Aquí aguanta por cuatro o cinco que siguen sosteniendo el proceso, pero los nuevos curas negros lo que quieren es un puesto de docente o de rector de colegio».

El asesinato de Iñigo Egiluz transformó para siempre la cooperación en la región y el puñado de internacionalistas comprometidos hasta el tuétano que operaban hasta esa fecha fue sustituido por una «procesión de chalecos» (como la denomina la población) de cooperantes profesionales con buenos presupuestos y una relación más distante con los liderazgos locales.

La región no ha dejado de sufrir las consecuencias desde entonces. La guerra ha tenido varias crestas: la primera la de Riosucio, en 1996-1997, con la Operación Génesis; la segunda, y quizá más recordada, la de Bojayá, con la matanza del 2 de mayo de 2002.

Estos días, justo cuando la comunidad recibe los cuerpos identificados con 17 años de atraso, vuelve a lanzarse una alarma como la que ninguna autoridad quiso escuchar en 2002: hoy “se ciernen nuevamente sobre nuestros pueblos y territorios hechos amenazantes de desplazamientos, confinamientos, masacres, torturas, desapariciones, reclutamientos, violaciones que creíamos que podían ser superadas con la firma de un acuerdo de paz y la voluntad política del Gobierno para la construcción de una paz territorial estable y duradera y con garantías de no repetición”, expresan las comunidades a través de una carta dirigida al presidente de la república, Iván Duque,  y firmada por las organizaciones étnico territoriales del Chocó y la Diócesis de Quibdó.