Medellín bajo fuego: ¿Qué ocurre en la Comuna 13?
Antes de la semana santa, la monja Rosa Cadavid ya sabía que las cosas se iban a complicar en la Comuna 13. Circulaban rumores de un nuevo grupo que había llegado al barrio buscando y presionando a los líderes comunales para que trabajaran con ellos. En el ambiente se percibía que otra confrontación podía estallar en Medellín y así se lo hicieron saber los dirigentes barriales y defensores de derechos humanos a las autoridades, pero la respuesta oficial fue la negación: “El secretario de seguridad [Andrés Felipe Tobón] nos decía que eso no era verdad”, asegura Rosa, misionera de las Lauritas que trabaja hace dos décadas al occidente de la ciudad acompañando procesos de víctimas y organizaciones sociales.
El domingo 22 de abril por la noche un tiroteo despejó los rumores. Sicarios fuertemente armados llegaron hasta la cancha de Santa Lucía, en el barrio La América; iban persiguiendo a Raúl Eduardo Álvarez, un hombre de 53 años que terminó asesinado en la mitad de un partido de futbol. Horas antes, otra balacera dejó tres heridos y un muerto en el barrio Juan XXIII. Los tiroteos continuaron esa semana en distintos sectores de las Comunas 12 y 13 sin que la opinión pública se diera por enterada, hasta que el 26 de abril dos pistoleros en moto interceptaron una buseta en el barrio San Javier y le prendieron fuego delante de pasajeros y transeúntes impávidos. Eran las cuatro de la tarde y la calle estaba repleta de gente, por eso los videos caseros del vehículo carbonizado hicieron la delicia de todos los noticieros.
Fue entonces cuando Federico Gutiérrez se pronunció. Fiel a su estilo de gobernar en una especie de reality show dónde alterna el papel de víctima de los delincuentes con el de hombre duro y bravucón dispuesto a combatirlos -y “atenderlos uno por uno”-, el alcalde de Medellín posó ante las pantallas de Telemedellín rodeado de burócratas, mandos militares y policías: aseguró que existía un complot de las bandas contra él, pues buscaban generar zozobra en retaliación por el éxito de los recientes operativos policiales, atribuyó toda la violencia de la Comuna 13 a alias “Juancito”, lo amenazó con que le quedaban “pocas horas de libertad”, y hasta filtró unas interceptaciones de alias “Pichi” y “Carlos Pesebre”, dos poderosos criminales que desde la cárcel controlan bandas en la ciudad. “¿Qué vamos a hacer con ese alcalde pirobo?”, preguntaba Pesebre, “hay que analizar los puntos débiles de él”, respondía Pichi, a lo que el otro agregaba: “Hay que hacerle saber que estamos dispuestos a todo”.
El alcalde visitó la Comuna 13 seguido por un peregrinaje de micrófonos y camarógrafos, ofreció más ruedas de prensa y presionó a la policía por resultados que no se hicieron esperar: hubo una veintena de capturas, allanamientos, incautaciones de armas y, por fin, el primero de mayo se entregó Juan Manuel Piedrahíta, jefe de la banda Betania. Federico Gutiérrez sacó pecho dando parte de victoria en un video que publicó por twitter: “Juancito no aguantó la presión de las autoridades. La Comuna 13 estará más tranquila sin él”.
Sin embargo, el alcalde se equivocaba. La guerra apenas estaba comenzando.
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El sábado 7 de julio mientras el subsecretario de derechos humanos de Medellín, Carlos Alberto Arcila, se encaminaba hacia la Comuna acompañado de una veintena de chalecos con sus respectivos funcionarios dentro, entre los barrios Belencito y Corazón hubo otra balacera que no dejó víctimas. Eran poco menos de las nueve de la mañana, aún así a nadie se le hizo extraño el tiroteo porque, como me recordó Natalie*, “no hay día que no falte bala, a cualquier hora”. Natalie pertenece al colectivo Mujeres caminando por la verdad, una organización de víctimas que ha liderado varias de las movilizaciones recientes para frenar la confrontación en la Comuna. Un día antes, ella había presenciado otro enfrentamiento a las doce del día junto la terminal de buses de Belencito donde resultó herida una muchacha por una bala ‘perdida’. Por eso, explica, casi ninguna familia está enviando los niños al colegio.
Las cifras más conservadoras apuntan de 41 homicidios desde que se desataron los primeros choques, aunque podrían ser 57, e incluso más según otros reportes. Las empresas de transporte han declarado varios paros negándose a entrar a los barrios, el más largo de ellos duró 18 días. Hay centenares de amenazados y desplazados y los tiroteos ocurren casi a diario. Las bandas impusieron un toque de queda permanente en las noches, dicen que no responden por la vida de nadie.
Saliendo del barrio 20 de julio una mujer llamó a mi acompañante a un lado. Le imploró ayuda, decía que intentaron asesinar a su hija cerca a La Torre, que se salvó porque uno de los tipos la conocía, que no sabía qué hacer. Poco antes, acabábamos de asistir a un encuentro improvisado que sostuvo el subsecretario Carlos Arcila con la misionera Rosa Cadavid y varios pobladores y líderes de la Comuna aquel sábado. “No confiamos en la institucionalidad, y sobre todo no confiamos en la Policía”, dijo una defensora de derechos humanos que ha coordinado acciones de resistencia civil a los grupos armados en la zona. “Ya sabemos lo que está pasando ¿Qué más diagnósticos hacemos? ¿Cuánto hace que venimos hablando de esto? Los niños que hoy están en los combos son las alertas tempranas que hicimos en 2008. Esto no es nuevo, acá no se combate la criminalidad, la política es capturar unos cuántos pero la empresa criminal está intacta. Si la comunidad no puede confiar en la Policía ¿Qué nos queda?”.
Después de esta intervención se vino una avalancha de quejas y reclamos al subsecretario: que los policías están aliados con las bandas, que la gente los ve conversando con ellos, que hay personas que han escuchado desde las ventanas de sus casas como coordinan acciones entre uniformados y sicarios, que cómo son posibles tantas balaceras cuando la Comuna está llena de Fuerza Pública, que atropellan a los muchachos, los amenazan y golpean, que han recurrido a la vieja práctica de “banderear” a los jóvenes: los capturan en masa para luego liberarlos en barrios contrarios donde opera alguna banda rival que puede atentar contra ellos o matarlos. La primera semana de julio los policías incursionaron con brutalidad en Las Independencias, allanando casas de madrugada sin orden judicial y llevándose detenidos a todos los jóvenes que encontraron.
“Han matado dos a menos de cien metros del CAI móvil de Belencito”, señaló un líder comunitario, a lo que otro funcionario de la misma alcaldía respondió: “Digámoslo a carta abierta: la policía está atropellando la gente, hay que cambiar a toda la policía, acá no se trata de traer los de la Comuna 8 para la 13”. Natalie me había contado la historia del venezolano que mataron en Belencito mientras se jugaba un partido del mundial: el señor quedó tirado en la calle y nadie hizo nada, muy a pesar de que en el punto donde lo asesinaron siempre hay cuatro uniformados de guardia. “¿Dónde estaban a esa hora?” preguntó Natalie: “Sabían que lo iban a matar”.
“La gente no siente que la Fuerza Pública los este protegiendo, más bien ven que están al lado de los de las bandas”, me había dicho Rosa Cadavid un momento antes. Carlos Arcila, quien se mostró prudente y receptivo, evadió cualquier respuesta que lo pudiera comprometer aunque reconoció que había un problema grave con los policías y dijo que el General al mando quería hablar con la gente para atender sus reclamos. “¿Y quién habla?”, le respondieron a coro varias personas. “Nadie va a hablar”.
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Fernando Quijano, uno de los analistas que mejor conoce las dinámicas de la criminalidad en Medellín, asegura que acá no hay una pelea para ver quién se apodera de dos o tres expendios de drogas, como han querido vender los medios, ni tampoco una disputa de matoncitos de esquina, como suelen explicar el asunto los generales y coroneles. La eterna narrativa es que la violencia empieza porque alias “Samir” se enemistó con “Juancito”, o porque “Sombra” fue capturado, o porque el combo de “La Agonía” la emprendió contra la banda de los “Cocos” y así hasta el infinito. Quijano, quien hace poco reveló una filmación mostrando los arsenales de fusiles, lanzagranadas y rifles con miras telescópicas que poseen las organizaciones del crimen organizado, sostiene que hace décadas que en Medellín el control efectivo de la ciudad está en manos de las mafias y los grupos ilegales.
Un poder nominal da declaraciones por Telemedellín y reclama los avances en infraestructura, innovación, crecimiento económico, índices de cobertura educativa, mejoras en la seguridad ciudadana… Pero el poder real se agremia en la tenebrosa Oficina de Envigado, una federación de mafiosos y bandas criminales que opera en la sombra y controla los barrios populares del primero hasta el último, así como algunas zonas del centro.
La Oficina impone cobros a los negocios, a las empresas, a los transportadores, ajusta cuentas a bala, pistola en mano cobra las deudas perdidas, regula el precio de la marihuana y el perico, y hasta recupera carros robados cuando los ladrones actúan sin su permiso. La Oficina, fundada por Pablo Escobar en los ochenta, es una organización altamente sofisticada heredera de muchas vertientes: del Cartel de Medellín, de los grupos paramilitares desmovilizados, de las bandas de sicarios y atracadores que aparecieron en la ciudad a partir de los setenta. Está claro cuáles son los negocios ilegales de la Oficina, pero nadie podría decir a ciencia cierta hasta dónde llegan sus tentáculos ‘limpios’. Al contrario de lo que parece, ambos poderes se necesitan, en la práctica han cogobernado en Medellín y el Valle de Aburrá desde la desmovilización de los paramilitares.
Cada tensión al interior de La Oficina equivale a una nueva oleada de violencia. Entre 2007 y 2010 la confrontación de los capos Sebastián y Valenciano se saldó con 6.000 homicidios. Entre 2012 y julio de 2013, las Autodefensas Gaitanistas intentaron penetrar en Medellín y La Oficina respondió con otra guerra que acabó en un acuerdo conocido como “el pacto del fusil”: la tasa de homicidios cayó a niveles nunca vistos y la administración municipal se atribuyó el éxito de la paz que en realidad obedecía a un trato entre mafiosos. Entre 2014 y 2015 hubo otra disputa de las bandas conocidas como las “Convivir”, que se repartieron el control del centro de la ciudad. Desde entonces imperaba una tranquilidad relativa.
“No es fortuito que la guerra esté en la Comuna 13, el bastión más poderoso de Los Pesebreros, en la 7, en la 10 de manera silenciada. No es fortuito que la Comuna Centro tenga tantos muertos, que se estén presentando ataques muy fuertes en Comuna 15 y Comuna 8, hay cosas que no son normales, como que aparezcan cadáveres embolsados por una parte y ataques a jefes importantes de La Oficina por otro lado”, sostiene Fernando Quijano. “Los jefes de La Oficina todavía no se están disparando, lo que hacen es una guerra fría tratando de llegar a acuerdos. Pero estamos ante una disyuntiva: una línea mayoritaria, que es la más fuerte, y una línea minoritaria, que pareciera interesada en recuperar poder”. Esa línea minoritaria es la de Freyner Alonso Ramírez o “Carlos Pesebre”, un importante jefe de La Oficina que fue capturado en 2013 y el año pasado desde la cárcel dio la orden a sus bandas de recuperar territorios en los barrios. “A Pesebre lo veo desquiciado, siente que va a perder, siente que si no se fortalece lo van a sacar. Él es un lunar oscuro dentro de La Oficina, en cualquier momento lo sacan”, asegura Quijano.
El periodista Juan Miguel Álvarez reveló en un extenso reportaje que durante todo 2017 los principales miembros de la Oficina, encabezados por alias “Tom” (Juan Carlos Mesa), intentaron negociar un acuerdo con el gobierno nacional porque sentían que después de la paz con las FARC se abría un escenario político que no les favorecía. Buscaban la legalización de sus fortunas, rebajas de penas y la no extradición. El gobierno de Juan Manuel Santos impulsó una ley de sometimiento para bandas criminales –sancionada justo este 9 de julio– que resultó a la medida de las Autodefensas Gaitanistas, quienes de inmediato anunciaron que aceptaban las condiciones. La Oficina quedó rezagada con la captura de “Tom” en diciembre de 2017; aunque también podría favorecerse con dicha ley, llega dividida en medio de una situación imprevisible. Curiosamente, Juan Miguel Álvarez relató que algunos de sus contactos con los bandidos los consiguió a través de un funcionario cuyo despacho quedaba en la propia Alcaldía de Medellín.
Cuando le pregunté a Fernando Quijano si La Oficina tenía concejales o funcionarios en su nómina sonrío y dijo que se había vuelto diplomático para ese tipo de cuestiones. “Digamos que están muy metidos en política. Habrá que ver cuántos votos pusieron en estas elecciones”.
Desde la época de “Los Pepes” y aquella alianza de narcotraficantes, bandidos y matones que colaboraron codo a codo con la policía y la DEA para derrotar a Pablo Escobar, pasando por la terrible incursión del paramilitarismo a la confrontación urbana durante los noventa y rematando con el dominio absoluto de la Oficina después de la desmovilización de las Autodefensas, toda la historia reciente de Medellín es una sucesión de tratos y pactos tácitos con el poder mafioso para mantener el dominio sobre la ciudad.
“Donde hay pistolas ilegales es más difícil que la gente se organice”, concluyó Fernando Quijano. “Al poder real le es funcional el crimen. Lo formal es el alcalde, los concejales, la institucionalidad, pero para el poder real de esta ciudad, mucho del cual está mezclado entre economías legales e ilegales, el crimen urbano es un pilar fundamental de protección, de control, de que no se desaten insurrecciones, de que el pobre no explote, de que la protesta sea más mínima”.
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Al final de las escaleras eléctricas que construyó la administración de Sergio Fajardo en el barrio Las Independencias hay un gran mirador donde los niños piden limosna a los turistas a cambio de ejecutar algún baile, otros saben contar la historia de la Operación Orión en inglés. Un guía le dice a los visitantes que este es el mejor punto para hacerse fotos, muy al fondo se divisa la famosa Escombrera y antes el laberinto de callejones como túneles y escalinatas estrechísimas que se desgajan por la verticalidad aplastante de la Comuna. Esta sería una buena postal de Medellín: niños que no asisten a ninguna escuela pero sí saben narrar en perfecto inglés cómo los helicópteros black hawk del ejército colombiano bombardearon los techos de sus barrios en 2002, cuando ellos aún no habían nacido y cómo el presidente Álvaro Uribe ordenó la retoma militar y paramilitar de la Comuna 13, controlada hasta entonces por guerrilleros y milicias izquierdistas. El saldo de la Operación Orión está bien documentado: 350 detenidos, 80 heridos, 17 muertos por acción del Ejército y la Policía, 71 ejecuciones extrajudiciales atribuidas a los paramilitares y 90 desaparecidos, muchos de ellos se presume que quedaron enterrados en la Escombrera.
Andrea, cuyo sobrino es uno de esos desaparecidos, me indica la casa de su madre debajo de La Torre, a menos de dos cuadras de donde hay unos funcionarios de la personería de Medellín con un grupo de policías. Cuenta que su madre y su hermana ajustan un mes desplazadas, igual que otras 300 personas, bien sea porque no soportan los tiroteos continuos o porque sufrieron amenazas directas en los últimos meses. Me dice que la casa quedó abandonada y que los pistoleros de las bandas no dejan alquilarla, si lo permiten es a condición de que ellos se queden el dinero del arrendamiento. Lisa, otra mujer que fue amenazada hace años y tuvo que huir del barrio El Corazón por buscar a su esposo desaparecido, me enseña un callejón angosto por el que los policías entraron de madrugada la primera semana de julio echando puertas abajo y llevándose a los muchachos detenidos. La gente contó que los uniformados iban con un encapuchado que señalaba a qué casa debían entrar y a quién capturar, una escena idéntica a las que se vivieron durante el año 2002, cuando el Ejército se hizo acompañar de paramilitares encapuchados que señalaban a los supuestos “colaboradores” de la insurgencia en la Comuna.
Durante el día, centenares de turistas extranjeros suben y bajan por las escaleras; gringos gordos en chancletas, asiáticas con sombreros, europeos delgaduchos, mexicanos o argentinos o cubanos de Miami que se hacen fotografiar junto a los grafitis y toman cerveza y guarapo criollo en los pequeños coffe shop adecuados por algunos vecinos de las casas aledañas. Hay ventas de artesanías y camisetas, bares, incluso un restaurante con menú vegetariano. Todos estos negocios le pagan un impuesto a las bandas, pero los extranjeros no lo saben, tampoco saben que al grupo de raperos que baila break dance a pocos pasos le falta un integrante: Alejandro Durango, quién fue rematado de ocho tiros acá mismo el 4 de julio a pleno medio día.
Al anochecer las escaleras quedan vacías, los turistas desaparecen y el aire denso pesa más que el plomo. Medellín, tan pujante, tan ella misma, es esa proeza incontenible, encerrada, aprisionada por montañas verticales y contradicciones antagónicas. Andrea me muestra el saliente de un callejón donde los de La Torre se han apostado todas estas noches para disparar sus fusiles contra los de Betania, en el barrio del frente. Esta sería otra buena postal de Medellín: la frontera entre ambos barrios, y por lo tanto entre las bandas, son las mismas escaleras eléctricas que mañana andarán otra vez rebosantes de turistas, rebosantes de dinero, de propagandas sobre la ciudad más innovadora, de niños que recuerdan bombardeos y matanzas de cuando ellos ni siquiera habían nacido.
*Algunos nombres fueron cambiados.