Para no exculparnos por la sangre derramada
Hace muchos años, cuando era más tonto de lo que soy ahora, yo era un pelado que creía en la bandera, las instituciones, los himnos… Creía en defender la Patria, en dar la vida y en quitarla, y con eso me fui a prestar servicio militar voluntariamente.
Al Ejército fui con la idea de “poner el pecho” porque uno debía merecer sus privilegios, pero como era bachiller me enviaron a eso que llamaban “operaciones sicológicas” (ayudar en labores médicas, prestar guardia).
Aprendí que la Patria era trotar por las mañanas gritando que “¡guerrilleros mataremos y su sangre beberemos!” y llevar el fusil en la mano esperando al enemigo, que para mi fortuna nunca llegó enfrente mío, aunque sí pasó la muerte a saludar con su aliento podrido y su cara destrozada.
Recuerdo particularmente la cara de un soldado. Bueno, lo que fue su cara… pues un disparo le había barrido los huesos que la conformaban y la piel amoratada, con unos huecos donde fueron sus ojos y boca, caían como una máscara flácida.
Tenía yo 18 años, un fusil y quería matar a un enemigo que no conocía.
Oía historias de boca de los cabos y sargentos de cómo se patrullaba en el monte, de cómo mataban al enemigo o al que estaba allí por de malas, de cómo interrogaban campesinos y lo asumía como una cosa que tocaba por la guerra. Sus ojos eran de metal sin brillo. Sus palabras eran secas. La sensación era extraña, ambivalente, tratando de ajustar en la cabeza el hecho de que una violencia me era necesaria y la otra me era criminal.
Así salí del servicio, con el discurso de la guerra como sacrificio en la cabeza hasta un día en que un amigo me llamó. El hombre trabajaba en la Fiscalía y me convidó a su casa, que quería mostrarme algo. “Algo” eran unas fotos de un combate que había ocurrido hacía unos días en algún lugar de Colombia, de esos que uno aprende solo a partir de la guerra.
Las fotos eran un poco esas imágenes que uno tarda en entender, que se miran, se voltean y uno no les halla el derecho. Sabía que eran unos cuerpos humanos porque de lo que parecían ser unas piernas sobresalían unas botas negras rasgadas. El piso estaba chamuscado y el camuflado era oscuro sangre seca. Lo que fue el pecho estaba aplastado como si fuera una hoja de cartón y encima de los hombros no había nada que pudiera parecer una cabeza, solo una masa sin forma, como un hueco en la foto.
“Hijueputas”, creo que dije, retirando las fotos de la vista y con la sensación de querer vomitar el almuerzo. ¿Cómo podía haber alguien capaz de hacerle eso a una persona? “¿Eran soldados?”, pregunté, con la cercanía que tenía por los ex compañeros. “No se sabe”, me contestó, mirando bajo, buscando en el suelo la respuesta. “No se sabe si este cuerpo es de un soldado o de un guerrillero. Estamos tratando de averiguar. Fue un combate teso”…
Recuerdo ese día como el fin de un tiempo en mi vida. Del día que entendí que en la guerra solo es posible el horror al final, construido por muchachitos que aún tienen acné en la cara, dispuestos a matar a desconocidos de la peor manera posible, sin saber que matando se mata uno mismo para toda la vida, que la guerra -y no otro ser humano- es el enemigo. Que no puede haber justicia y crimen en hechos iguales, sin importar el color del uniforme, la marca del fusil o la procedencia de la persona (que suelen ser los mismos). Hacerlo es convertirse uno en un loco funcional, en un idiota, más bien, que aplaude o grita de dolor según se lo manden los titulares en los noticieros.
Podremos encontrar justificaciones para el asesinato por bombardeo de unos niños muchachos en un campamento guerrillero. Podemos exonerar a unos y culpar a otros (los que sean) por esos hechos con tal de exculparnos de esa sangre derramada. Podemos sintonizar una emisora y hablar del escote de alguna famosa y oír discursos de explicaciones que llamen colateral al horror. Pero los cuerpos destrozados de esos niños seguirán ahí, en nuestra conciencia, susurrándonos por las noches sus nombres que no queremos saber.
Y con sus nombres, con su memoria, con su vida malograda, podremos construir tal vez un país posible, un país del nunca más, que mire a este tiempo como un pasado absurdo y no repetible.
**Fotero todo tiempo, escribidor de cuando en vez. Bobo desde 1968. No perfore el envase.