Una idea para Doris

La vida tiene cosas extrañas en sus sincronías, especies de alineaciones que ocurren sin previo aviso y que tal vez por eso, por lo súbitas, no siempre logramos reconocer y mucho menos entender sus significados; que aunque no son intencionales, pues el universo funciona sin intención, si pueden ser muy reveladores. Por estos días, por ejemplo, ocuparon la matriz informativa dos hechos ocurridos en tiempos distintos pero ambos con un común denominador: el horror de la guerra en Colombia.

A Bellavista (Bojayá, Chocó) llegaron finalmente esta semana, tras 17 años de la masacre, 99 cofres para ser inhumados en el panteón especial construido para tal efecto. La descripción del inventario es un asunto macabro: 78 cuerpos identificados, 1 conjunto de restos desintegrados que no pudieron asociarse a ningún cuerpo, otro no identificado de una niña de entre 4 y 8 años, 9 bebés muertos en el vientre de la madre y dos cofres vacíos que simbolizan a dos personas que no pudieron ser halladas en ninguno de los tejidos rescatados.

Paradójicamente, la mayor masacre de la historia de Colombia, en combate entre paramilitares -que se parapetaban en las paredes de las casas del pueblo- y guerrilleros -que lanzaron un cilindro bomba- y el soporte del Ejército Nacional a los paras, ocurrió por ‘error’, si es que cabe la expresión. El cilindro iba dirigido hacia los paras y cayó en la iglesia donde se resguardaban los civiles. “Querían destrozar a otros”, sería la frase cínica para excusarse por el desastre causado.

Al mismo tiempo que se movilizaban los cajones a Bojayá,  la tormenta política se incrementaba en el país de cuenta de la denuncia que hizo el senador Roy Barreras durante un debate de moción de censura contra el ministro de defensa, Guillermo Botero, sobre un bombardeo ocurrido a finales de agosto en Puerto Rico (Caquetá) que terminó con la muerte de 8 menores de edad, reclutados por la guerrilla. Son 8 por ahora, porque los otros 10 cuerpos aún no han podido ser identificados tan siquiera en su sexo o edad. Y no por falta de documentos, sino por que las bombas que los mataron dejaron sus cuerpos demasiado… no encuentro un verbo apropiado. Desintegrados, tal vez, demasiado desintegrados para ser identificados.

La paradoja esta vez corrió por cuenta del hecho de que los menores una vez reclutados quedan en una especie de limbo en el que, por un lado, son víctimas de reclutamiento forzado, del que deben ser defendidos, y por el otro, son enemigos del Estado, por lo que deben ser combatidos… desintegrados, según muchos.

Una vez hecha pública la matanza, el ministro se defendió diciendo que no sabía que ahí abajo, dónde cayeron las bombas -que dejaron cráteres de 14 metros por 10 de profundidad– hubiera menores. Se colige de su declaración que ellos si querían despedazar, pero era a otros. Las declaraciones documentadas del personero del municipio desmintieron los comunicados oficiales, dejando claro que si sabían, pero no les importó.

De cualquier manera, supieran o no, unos u otros, hace años o hace meses, el resultado iba a ser el mismo: seres humanos despedazando a otros hasta desaparecer su condición de humanos y muchas veces sin siquiera hacer algo más que oprimir un botón de descarga ¿En qué momento aprendimos a suponer que el horror y la vergüenza eran menos si el blanco era lícito y que había justicia en las bombas oficiales y crimen en las ilegales?

Muchas veces me he preguntado como fotógrafo si nos habría sido más corta la guerra y más dura la oposición a ella, si nosotros y los medios, en vez de narrar los estragos de la guerra con limpias imágenes de sábanas que cubren cuerpos o de féretro alineados, mostrásemos el nivel de miseria que cometemos sobre nuestros congéneres. Si pudiéramos contar el horror que dejan esas bombas, no sólo en los que yacen partidos en pedazos, sino en sus familias que cargan con esa herida abierta de por vida, como la cargan, aunque no logren asumirla siempre, los que causaron tal estropicio.

Uno suele relacionar el término “reclutamiento forzado” a las fuerzas ilegales y lo imagina usualmente como un secuestro de la persona. Pero ni son sólo los ilegales los que reclutan forzadamente –las ilegales redadas del Ejército siguen ocurriendo en los barrios pobres o territorios periféricos– ni es sólo la fuerza la que recluta, pues también lo hace el hambre, la falta de oportunidades o la sed de venganza. Ya es tiempo de asumir que esta guerra nuestra la hemos hecho todos -no un solo lado- por acción y por omisión.

Es tiempo de pedirle al monumento de Doris Salcedo, hecho con las armas fundidas de las FARC, que agregue otro piso de metal hecho con las armas fundidas de la Fuerzas Armadas que han participado en cada desaparición, asesinato, falso positivo, masacre y bombardeo; porque el horror de la muerte lo hemos causado desde cuando menos dos lados.

Si no logramos quitar del espejo en el que nos miramos la imagen pegada de héroes pulquérrimos y justicieros con la que juzgamos nuestros actos, para poder ver nuestra sangrienta imagen, plagada de odio vestido de democracia, si no logramos construir un país fundamentado en la vida, seguiremos, como lo profetizaba Gonzalo Arango, matando y viendo resucitar al enemigo, porque “Desquite resucitará y la tierra se volverá a regar de sangre, dolor y lágrimas”.

****Fotero todo tiempo, escribidor de cuando en vez. Bobo desde 1968. No perfore el envase.