De ateos confesos y otros demonios
Estos tiempos que corren ponen en duda los establecidos. Mientras, los dueños de los antiguos paradigmas se esfuerzan por sostener sus grandezas en medio de bombardeos, amenazas de demonios bárbaros, con voces estridentes y retardatarias, que ofrecen la seguridad de los dogmas desvencijados como refugio de los que sienten que sin ellos, sin los dogmas, no se puede vivir.
“Ateo confeso” llamaba, con tono de inquisidor medieval, Alejandro Ordóñez al ministro de Salud, Alejandro Gaviria. “Nada sin Dios”, agregaba este señor, Procurador destituido por pagar su elección con cargos, que claro, es muy distinto a la fe en Dios, porque ¿dónde dice en los mandamientos algo sobre eso? Nos advierte el personaje que no se puede confiar en un ateo (en todos en general), ni en nadie que considere que el sexo y el género son cosas distintas y mucho menos en esos que no respetan las ideas tradicionales de familia y propiedad. Ni se diga, por supuesto, de los que ya son esos pervertidos que quieren destruir la inocencia de nuestros niños (¡que siempre está bien hablar de los niños¡)
Soy ateo, ya hace como 20 o 30 años. No tengo fecha, pues eso ocurre como casi todo en la vida, de a poquito. Empieza uno con cualquier decepción con la Iglesia y de ahí ya en cada vaina uno va quitándole hebras a la tela que nos han construido en la cabeza con tanto esmero desde chicos. No me ha dado cáncer, ni sacrifico gatos en las noches de Luna llena. Mis años no han sido especialmente buenos o malos a partir de ello, ni antes tampoco lo fueron. Alegrías y tristezas igual que la media. Tal vez sí sea un poco difícil eso de andar por la vida sin esperar ayudas del ser invisible, pero no me ha hecho falta la amenaza de una vida en el infierno por mis actos pichos, que no han sido pocos. Con tener que lidiar con mi conciencia o pedir una cita médica en la EPS, basta y sobra.
Ser ateo no me impidió tener amigos creyentes, ni me obligó a ser aficionado a ninguna música o estilo de vestir en particular, no me eximió de la estupidez o de la lucidez, de la alegría o la depresión. Tampoco se me ha aparecido ningún santo, ni me ha hablado alguna voz para convencerme de algo distinto. Ni de ir a misas me he librado, que igual muchos amigos se siguen casando y muriendo en medio de ritos religiosos y hay que estar ahí para ellos.
Debo reconocer, eso sí, que soy un poco ateo con asterisco, un ateo de los dioses que hemos logrado imaginar los humanos. Es decir, no pienso que haya un dios a nuestra imagen y semejanza, o viceversa, que se pueda describir en verbos y adjetivos humanos, ocupado Él o Ella de nuestras pequeñas necedades e intereses. Es tan grande este universo y tan grande nuestra ignorancia sobre él que creernos el centro -con dios particular y tal- cuando simplemente vivimos en las cercanías de una de los cientos de millones de estrellas de esta galaxia, que es una de las billones de galaxias del Universo visible, es francamente, me disculpan los creyentes, de una presunción insolente.
No soy inmune a la maravilla de la vida y la grandiosidad de las fuerzas de construcción y destrucción permanente que se perciben en el Universo, incluyendo la paradójica e insignificante experiencia humana, que por ser la propia le llena a uno el horizonte, ni a la pregunta constante -que será la misma de quien comenzó a imaginar un dios- de si esta experiencia que llamamos vida y todo lo que observamos significa algo y si hay un algo que junte todo esto. No lo sé. Ni creo llegar a saberlo. Con ser consciente de presenciar la maravilla, ya me alcanza.
Perder al dios me ayudó, eso sí, a ver con algo más de claridad la sutil trama que los poderes han armado a su alrededor y que nosotros los homo sapiens, tan proclives a creer antes que a pensar, hemos sabido extrapolar, de lo invisible a lo visible y luego de vuelta a lo invisible. No en vano entregamos nuestra responsabilidad en la construcción de la sociedad a los poderosos que hemos escogido para que nos gobiernen y creemos en el dios como quién es amigo de un senador. No es tan liviano ese dicho tan manido del “si Dios está conmigo ¿quién contra mi?», que dice, entre líneas, “conmigo nadie puede, que tengo a un tipo grandote conmigo” como cualquier pastor cartagenero. Pero bueno, ese es tema largo.
La discusión sobre el dios la abandoné hace mucho también, porque usualmente termina en el punto muerto de la fe religiosa, que no acepta (ni resiste) debates o comprobaciones y pues ante eso no hay discusión que valga. Opté por tener la cortesía de recibir las bendiciones y los “que Dios le pague” con la intención con que se dan y no con la carga ideológica implícita que tienen. Quiero mucho a la gente que quiero como para romperme con ellas por un ser intangible y a la gente que no quiero tanto, pues no está en mi la tarea de decirles lo que no quieren saber. Igual, puede que el equivocado sea yo y que Dios me esté guardando una buena paliza por tanta blasfemia, pero de seguro para cuando me entere ya estaré muerto.
“Los buenos somos más”, se dice con frecuencia, en una cantinela que tiene sentido en este mundo tan descuajaringado que tenemos que lidiar. Pero a ese lema le pasa lo de a un cuento que alguna vez le oí a Mockus. “Si quedan dos justos en el mundo y uno de ellos se da cuenta de su grado, quedará solo un justo.” Creerse el bueno es creer que lo que no sea como yo, ni crea en lo que yo, ni luzca, ni tenga, ni huela como yo, es lo malo, lo peligroso, lo a exterminar.
Ya es tiempo de que construyamos paradigmas más flexibles, que nos permitan encontrarnos en nuestra diversidad para celebrarla y no para exterminarla buscando uniformidades. Ya es tiempo de darle espacio al pensamiento del que tanto presumimos, por sobre las creencias fundadas en el temor al ser nosotros mismos.
Ya es tiempo, que ya estamos grandecitos y con un planeta en cuenta regresiva para la vida como la conocemos, de entender que los cambios pasan por mi y por mis actos y mis omisiones, incluidas, como no, mis actos políticos y mis actos de consumo.
Que si es cosa de creer en dioses, pues venga, a creer, pero con toda la carga y responsabilidad de ese mandamiento único que es el “ama tu prójimo”, que mucha misericordia le hace falta a este país lleno de cristianos de cruz en cadenita y odio en el corazón.
Que si tu dios solo te sirve para rezar por tu beneficio, tal vez ni a ateo llegas. Es mera superstición lo tuyo.
*Fotero todo tiempo, escribidor de cuando en vez. Bobo desde 1968. No perfore el envase.