El perdón de las Farc en Urabá: una verdad para sanar el odio

Para quienes no la conocen, la región antioqueña de Urabá es una inmensa planicie cubierta de enormes plantaciones de banano, atravesadas por líneas negras o amarillentas que son sus carreteras e interrumpidas por irregulares aglomeraciones de construcciones que son los municipios que la conforman.

El Eje Bananero es la zona que reúne a los municipios de Chigorodó, Carepa, Apartadó y Turbo, vistos en sentido sur-norte, donde se concentra la mayor riqueza agroindustrial de la región en una zona donde las divisiones administrativas son una superestructura invisible que separa lo que el ojo no logra aislar: están unidos por la inmensa riqueza de la agroindustria del banano -y del plátano, el ganado y de un sólido mundo comercial-, y por la inmensa pobreza de miles de personas que, en un proceso de más de 60 años, han ido llegando y saliendo, naciendo y muriendo, viviendo casi de cualquier manera en esa selva de promisión.

Por esa inmensa riqueza que ha convivido con esa inmensa pobreza, por lo alejada que está de los centros de decisión que la afectan (Medellín y Bogotá, en ese orden), la región de Urabá ha sido centro, foco, laboratorio y escenario -todo al tiempo- de la guerra en Colombia.

EJE-BANANEROPara la madrugada del domingo 23 de enero de 1994, el conflicto en Apartadó, el principal centro urbano de la región, ya no era entre la guerrilla, el Estado y los paramilitares, que pugnaban por mantener el control político, avanzar en sus posiciones o reducir los fenómenos de inseguridad (como la extorsión y el secuestro). La trama del conflicto era más compleja.

Un conflicto de muchos actores

Un reducto mayoritario del Ejército Popular de Liberación (EPL, marxista línea maoísta) había adelantado un proceso de paz y desmovilización con el gobierno de César Gaviria Trujillo, producto del cual había surgido un movimiento político que conservó la sigla, pero cambió el nombre: Esperanza, Paz y Libertad.

Ambos, las FARC y el EPL habían intentado mantener cierto control en las organizaciones sindicales de la región y, mientras los segundos estuvieron en armas, las relaciones -con algunas excepciones a mediados de los años 80- habían sido sino fraternales, por lo menos respetuosas. Pero, al desmovilizarse el EPL, las FARC intentaron “copar” los espacios que habían dejado aquellos. Pero los desmovilizados querían mantener el control político sobre las organizaciones sindicales y sociales y ahí comenzó otra guerra.

Muchos desmovilizados del EPL fueron a parar a organismos de seguridad estatales y con la experiencia militar que tenían terminaron cooptados por los que antes eran sus archienemigos: los paramilitares, cuyo crecimiento se había producido como consecuencia del hecho de haber incorporado a la región a las actividades del narcotráfico. A diferencia del sur del país donde las FARC pudieron convivir con la siembra de la coca, en el norte de Colombia, el tráfico de cocaína era monopolio de otros grupos y ahí no cabían -al contrario, sobraban- las FARC.

En esa explosiva combinación se formaron los que se conocieron como “comandos populares” para defenderse (y atacar) a las FARC, a sus simpatizantes y a las comunidades donde tenían zonas de influencia.

Cada facción tenía en Apartadó su zona de influencia. Los desplazados de Córdoba y el Chocó de comienzos de los años noventa formaron un barrio de invasión en un lote de engorde de Guillermo Gaviria Echeverri, uno de los grandes productores de banano de la región y entonces propietario del diario El Mundo de Medellín. Allí se formó el barrio La Chinita, donde se refugiaron algunos desmovilizados del EPL -a quienes se conocería como “esperanzados”-. La dirigencia de la guerrilla ya en la vida civil se interesó en formar su electorado entre las más de 5.000 mil familias que poblaron esa invasión.
Pasando la calle sin pavimentar que señalaba el límite del barrio estaba otra invasión, más vieja pero igualmente pobre, el barrio Policarpa, donde la influencia política era mayoritariamente de la Unión Patriótica (UP) y del Partido Comunista -cuyas cercanías con las FARC fueron la razón para ser perseguidas casi hasta su aniquilación-. La fuerza electoral de la UP había sido de tal tamaño que los primeros alcaldes populares de Apartadó representaban candidaturas de la UP.

La aniquilación de activistas y simpatizantes de los “esperanzados” a manos de las FARC y de los seguidores de la UP a manos de los “comandos populares” se volvieron casi rutinarias. Ese era el escenario político que se vivía la madrugada del domingo 23 de enero de 1994.

La masacre

La víspera, en el principal callejón de La Chinita, se había organizado un baile popular cuyos recaudos iban a servir para comprar cuadernos y útiles escolares para los niños más pobres del barrio -es decir, todos- y la fiesta, pese a las muchas amenazas, transcurría en calma.

Poco después de las dos de la madrugada, un grupo de hombres pertenecientes al Frente V de las FARC entraron disparando contra los asistentes a la fiesta. El resultado fueron 35 personas muertas y 17 más heridas. Una mujer y tres menores se contaron entre las víctimas fatales.

Sin embargo y a pesar de las evidencias, las FARC negaron su responsabilidad en los hechoshasta el 10 de septiembre de 2016, cuando -reunidos con representantes de las víctimas de aquella masacre en La Habana-, reconocieron su responsabilidad y se comprometieron a presentarse, de nuevo en el barrio, pero ya sin armas, a pedir perdón.

Eso es lo que sucederá hoy: encabezados por Pastor Alape, un grupo de desmovilizados de las FARC irá a La Chinita, cuyos predios ya fueron legalizados, a empezar a cerrar las heridas, duras, hondas, viejas, de la guerra en la región de Urabá donde todos, sin distingos, propietarios, profesionales, dirigentes políticos, sociales y sindicales, mujeres, niños, pobres, drogadictos, homosexuales, religiosos, campesinos, han sido víctimas de la guerra.


El acto, que no ha tenido precedente en la región -ni el EPL ni los paras ofrecieron el perdón a sus víctimas- tiene la importancia simbólica de que por fin en Urabá -en el país todo- comienza la reconciliación a partir de reconocer el error, la culpa y la reparación. De Bojayá a La Chinita, las FARC dan señales positivas en un proceso que apenas comienza.