Para lo que sirve un desaparecido
«El versionado menciona el homicidio de dos caminantes, ordenado por el comandante, las víctimas estaban sentadas en un andén y en un balneario los asesinan con cuchillo, los desmembraron vivos y luego los lanzaron al río, les abrieron el abdomen, las víctimas llevaban mochilas. (…)» Dicen que esta era la forma en que la guerrilla infiltraba las zonas, haciéndose pasar por caminantes (CNMH, OMC, Base Desaparición Forzada). Podría parecer un suceso brutal, aleatorio, caprichoso, fruto de la animalización de los guerreros. No lo es. Cada acto de guerra, cada violación de derechos humanos en el conflicto responde a una lógica y, ante todo a unos objetivos.
El informe Hasta Encontrarlos, del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), identifica, al menos, tres propósitos en la desaparición forzada: “(1) Castigar y dejar mensajes aleccionadores tendientes a inhibir ideologías y prácticas políticas y sociales; (2) generar terror y así ganar y ejercer control, debido al potencial simbólico de este delito, y (3) ocultar crímenes, eliminando los cadáveres de las víctimas y borrando evidencias, para así dificultar que los delitos cometido sean juzgados o para manipular y tergiversar las cifras”.
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Brutal, sí; caprichoso, no. Los tres objetivos han cambiado, mutado. Las víctimas no siempre han sido las mismas. Si en los primeros años de la desaparición forzada que están documentando (los setenta del siglo pasado) el castigo iba dirigido a los disidentes políticos, especialmente militantes de izquierda, en las décadas con mayor cantidad de casos (1996-2015) “los grupos paramilitares desaparecieron a presuntos delincuentes, consumidores y vendedores de alucinógenos y abusadores sexuales, entre otras víctimas de la llamada ‘limpieza social’, quienes son vistos como indeseables y amenaza a la armonía y al orden”. También contra los presuntos colaboradores de uno u otro bando, porque las guerrillas, al igual que los escuadrones ‘paras’, también ejecutaron y desaparecieron a supuestos ‘sapos’ o personas colaboradoras de paramilitares y ejército.(En la imagen foto del río Guamúez- Putumayo donde los paramilitares tiraban los cuerpos de personas desaparecidas)
La limpieza social o la desaparición por incumplir las normas que imponen los armados forma parte del mito “justificativo” de los grupos que se presentan como la única solución ante el mal.
La desaparición forzada no sólo se cobra una víctima, sino que afecta a todo su círculo familiar y social. Los relatores de Hasta Encontrarlos, recuerdan que “el señalamiento y la estigmatización que pudieron haber motivado el evento violento se extienden a la familia de la víctima, a sus allegados y a la comunidad. El miedo a ser violentado por las personas armadas estimula la ruptura del tejido social dado que, como mecanismo de autoprotección, se genera distancia y fractura en las relaciones sociales y comunitarias con quienes han sido victimizados. Se crean así condiciones para la dominación y el control puesto que, en un contexto en que la solidaridad y el apoyo comunitarios son resquebrajados y la organización sufre inmovilización, se imponen las conductas y dinámicas que precisan los actores armados y se crea un escenario para que se erijan como autoridad.
Castigar y aleccionar. Toda persona que se revele, se niegue a desplazarse, resista, no cumpla los reglamentos, se sospechosa de colaborar con el enemigo… es la víctima perfecta para lograr el primer objetivo.
El terror genera control
Si Adam Curtis mostró con detalle en dos documentales (El poder de las pesadillas) cómo se instaló el miedo como la mejor herramienta de control político de las sociedades, los grupos armados y el crimen organizado no se han quedado atrás en su implementación. Con ellos, eso sí, no hay sutilezas ni complejas estrategias de marketing político.
“Este sería el Toyota que salió por Trujillo [Valle], llegó hasta La Sonora, subió, se devolvió, pasó por Trujillo y tenemos La Rochela, pasó a la hacienda La Peladora, donde torturaban a las personas y les mochaban las cabezas, los cuerpitos, los brazos. Con una manguera los ahogaban, los torturaban y los echaban a estos costales. Los llevaban al río Cauca y los tiraban allá” (Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación / Grupo de Memoria Histórica).
Terror, y el terror se convierte en control social, territorial, político. El informe recorre alguno de los lugares físicos que forman parte ya del imaginario del miedo. Faltan otros. Leyner Palacios, miembro del Comité por los Derechos de las Víctimas de Bojayá relata cómo se vivía el año 1997 en Vigía del Fuerte: “Los únicos que se movían eran ellos y andaban con esa panga dizque ‘Rumbo al cielo’… cuando uno escuchaba la panga y subían a alguien en ella, ya decía: “Ese no vuelve”. Montaron un reten en la boca de Bojayá y varias veces nos pararon ahí. Allí tenían un sitio como que le decían ‘El matadero’, era un pedacito de monte rozado que en todo el centro tenían un banquito y en cada esquina los matones -uno con un hacha, otro con una peinilla…-, el lugar no más era una cosa espantosa… allí mataban a la gente, los picaban, los metían en un costal y los tiraban al río”.
En Hasta Encontrarlos se explica cómo otra forma en que el terror se ha propagado mediante la desaparición forzada de personas se refiere a aquellas víctimas que han sido descubiertas en los ríos y las fosas, cadáveres que han sido o no recuperados, pero que tienen inscrita la violencia infligida. De hecho, para las comunidades que han vivido la desaparición forzada “los cuerpos mutilados que flotan en los ríos producen dolor y sufrimiento a los familiares de las víctimas, a través de estos se representan los suplicios de los desaparecidos cuyos cadáveres aún no han sido recuperados”.
El Cauca, el Magdalena, el Atrato, el Patía… ríos de vida cargados de muertos que empujaban sus corrientes con el cartel de “prohibido tocar” o “prohibido enterrar”. La víctima como siembra de terror y de pánico social a los que muchas organizaciones de base, a pesar de todo, retaron y doblegaron.
La ocultación numérica, legal, ética…
Los relatores de este informe del Centro Nacional de Memoria Histórica creen que hay tres objetivos específicos de ese objetivo general que es la ocultación de la violencia: la invisibilización de la responsabilidad del perpetrador, el enmascaramiento de las dimensiones del ejercicio de la violencia, y la manipulación de las cifras sobre las bajas en combate.
En el primer caso, se explica la relación perversa entre desaparición forzada e impunidad: “Las víctimas o sus cadáveres son ocultados por los grupos armados para evitar que se les atribuyan eventos violentos, pues estos constituyen una prueba irrefutable de su actividad criminal. Este proceder busca que las denuncias de las víctimas carezcan de pruebas, dada la inexistencia de evidencia; también que la responsabilidad del perpetrador se pervierta y las huellas de la violencia sobre los cuerpos se encubran. La desaparición forzada hace las veces de mecanismo de impunidad y dificulta las acusaciones o seguimientos que deberían producirse ante la crueldad y el horror desatados”.
De hecho, en algunos pasajes del informe, se apunta a que la presión internacional y nacional existente a finales de los años noventa del siglo XX alrededor de la violación de los derechos humanos en Colombia animó a los victimarios a ir sustituyendo el asesinato selectivo por la desaparición. “No es casualidad”, apuntan los investigadores, “que a partir de 2001 la desaparición forzada prevalezca sobre los asesinatos selectivos en el repertorio de la violencia paramilitar dentro del conflicto armado. Las AUC [Autodefensas Unidas de Colombia] consideraban su declaración como grupo terrorista como un obstáculo para su reconocimiento político, así que desde entonces se volvió prioritario reforzar el ocultamiento de la violencia, pero también considerar la opción de la negociación política y la desmovilización”. La paradoja (más desapariciones a más exigencia de derechos humanos) aparece terrorífica años después de acontecer.
El segundo propósito (enmascaramiento de las dimensiones del ejercicio de la violencia) mira hacia adentro de las zonas controladas por los grupos armados. Se trata, en la mayoría de los casos, de “civiles [asesinados] y combatientes de grupos ilegales, cuyos cadáveres no aparecen -estos últimos enterrados clandestinamente y ejecutados por arreglo de cuentas internas o en los consejos de guerra-”.
Los comandantes paramilitares desmovilizados también confesaron que ese “enmascaramiento” era fundamental para que no crecieran las cifras de asesinatos en los departamentos donde operaban y así evitar llamar la atención sobre organismos nacionales o internacionales.
En Hasta Encontrarlos, finalmente, se explica que la “manipulación de las cifras sobre las bajas en combate, ha tenido dos expresiones en el conflicto armado en Colombia: el ocultamiento de los cadáveres de los combatientes que mueren en enfrentamientos, generalmente pertenecientes a los grupos subversivos; y la práctica del cambio de identidad a personas presentadas como muertas en combate con el Ejército Nacional [falsos positivos]”.
Los investigadores sí nos recuerdan que los tristemente famosos “falsos positivos” no comenzaron con la política de seguridad democrática de Álvaro Uribe. Se puede afirmar que ahí se masificaron, pero asesinar civiles y presentar a la víctima como guerrillero dado de baja ha sido una práctica recurrente en las fuerzas militares. Para poner un punto y seguido, este caso recogido en la base de datos del Movice (Movimiento de Víctimas de Crímenes de Estado):
“Ayudante de soldadura desaparecido, torturado y asesinado por miembros de la base militar de Bagre, al mando del mayor Orlando Alvarado, adscrita al batallón de infantería No 11 Junín, que los detuvo en el sector conocido como La Cornalise. Hoffman fue capturado por los militares a las 2:30 de la madrugada, los militares lo golpearon con puntapiés, luego le aplicaron corriente eléctrica, lo desnudaron y lo lanzaron a las aguas del río Tiguí (…) Su cuerpo fue hallado sin vida en la inspección de policía departamental Cuturú, en el municipio de Caucasia. El hecho fue denunciado al ministro de gobierno de la época César Gaviria Trujillo. El comandante de la II Brigada, el brigadier general César Eugenio Barrios Ramírez, el 1 de abril de 1987, en un comunicado público encubrió el asesinato de 3 campesinos a manos de la misma base militar de Bagre; el comunicado afirmaba que eran guerrilleros ‘dados de baja en combates’”.
Brutal, sí; caprichoso, no.