La geografía del desvanecimiento
No hay azar en la desaparición forzada. Las rutas de los perpetradores, a pesar de que su intención haya sido “el ejercicio de violencia sin consecuencias que se vuelvan contra el aparataje armado, y de las cuales devenga el señalamiento, la persecución y la judicialización”, están bien trazadas.
Si la desaparición forzada, tal y como relata el informe Hasta Encontrarlos del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) ha afectado en estos 45 años a casi todos los rincones del país -1.010 municipios de 1.115- hay 130 municipios donde han ocurrido 2 de cada 3 desapariciones forzadas. Y hay regiones especialmente golpeadas. Nada es casual.
Quizá merezca la pena pararse en le periodo en el que se produjeron algo más del 50% de las desapariciones: entre 1996 y 2005. Son los años de la expansión paramilitar, los de la negación de la guerra, los del Plan Colombia, los de… En ese periodo las desapariciones siguieron registrándose en zonas muy golpeadas por este fenómeno (como el Alto Sinú y San Jorge, Bajo Cauca Antioqueño, el Nordeste Antiqueño, Sarare, el Centro y Sur del Valle, y Florencia), pero entran nuevas zonas que estaban en disputa: la Altillanura, en el oriente; los Montes de María, el Canal del Dique, la Serranía del Perijá y la Ciénaga Grande de Santa Marta, en el norte; el Catatumbo y el Área Metropolitana de Cúcuta, en el nororiente; el Atrato, el Norte, el Occidente y el Suroeste Antioqueño, en el noroccidente; el Andén Pacífico Sur y el Bajo Putumayo, en el suroccidente, y el Norte del Tolima en la región central.
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Tal y como lo explican los investigadores del CNMH, “la geografía de la desaparición forzada en este periodo se corresponde con la estrategia de expansión territorial de las AUC (Autodefensas Unidas de Colombia) en la que se consolidan los territorios con presencia histórica de los grupos paramilitares, se conectan mediante una estrategia de copamiento territorial y se expanden a nuevos territorios, siguiendo el lineamiento estratégico de conectar el noroccidente con el nororiente del país desde Urabá hasta Catatumbo, pasando por el Alto Sinú y San Jorge, el Bajo Cauca Antioqueño, el norte del Magdalena Medio, el Sur de Bolívar y el Área Metropolitana de Cúcuta. Este corredor territorial permitía separar el norte del centro de país y garantizar la consolidación del norte del país como zona de retaguardia estratégica de las AUC. Asegurada esta zona de retaguardia estratégica, el proyecto paramilitar apunta a expandirse hacia el suroriente y el suroccidente del país para disputarle las zonas de retaguardia estratégica a la guerrilla de las FARC”. Es decir, la desaparición forzada se convierte en una herramienta de intimidación para disputar los territorios. El informe también recuerda que “esta geografía de la desaparición forzada no se disocia de la territorialización de la Política de Seguridad Democrática del gobierno Uribe, en particular el Plan Patriota en el suroriente del país”.
Mientras en los inicios de la desaparición forzada, décadas de los años setenta y ochenta, son los agentes del Estado y los paramilitares los principales perpetradores, y hay un perfil dominante en las víctimas de militantes en organizaciones políticas, en el periodo 1996-2005 son los campesinos y jornaleros los principales objetivos de los victimarios que, en su mayoría, son paramilitares (en el 63% de los casos en los que se tiene información). También irrumpe el perfil étnico entre los desaparecidos, con 240 indígenas, 172 negros, 6 raizales y 1 rrom.
Las víctimas son indiscriminadas y, defienden los investigadores que en este periodo “la magnitud de la desaparición forzada se vuelve entonces proporcional a la extensión de la trama social que en la legalidad sostiene el proyecto paramilitar”. Es decir, estos grupos se alían con amplios sectores de la vida “legal” y cuentan con “legitimación social por parte de un sector amplio de la opinión pública”. “Si había empresarios, políticos, multinacionales, autoridades y miembros de la Fuerza Pública en la trama, entonces es obvio que las presiones por el ocultamiento de la violencia incidieran en la masificación de la desaparición forzada”
Esa estrategia de “ocultamiento de la violencia” tenía que ver con el posicionamiento de los paramilitares para poder negociar con el Gobierno, como así ocurrió en 2005 y, por tanto, “no es casualidad entonces que a partir de 2001 la desaparición forzada prevalezca sobre los asesinatos selectivos en el repertorio de la violencia paramilitar dentro del conflicto armado. Las AUC consideraban su declaración como grupo terrorista como un obstáculo para su reconocimiento político, así que desde entonces se volvió prioritario reforzar el ocultamiento de la violencia, pero también considerar la opción de la negociación política y la desmovilización”.
La presión internacional en el marco de los derechos humanos hizo que varios actores ocultaran la violencia mediante la desaparición y eso, según el informe, también afectó a las guerrillas en dos modalidades concretas: la mutación de secuestros en desapariciones, negando información sobre la suerte de la víctima aún se hubiera pagado el rescate, y las desapariciones forzadas que mutaron en reclutamiento, especialmente de menores de edad.
La estrategia no cesa
La desaparición forzada es presente. Primero por el alto grado de impunidad y el desconocimiento de la suerte de la mayoría de las víctimas (sólo se sabe algo en el 13,4% de los casos). Pero, después, porque es una práctica sistemática que se sigue practicando. El informe Hasta Encontrarlos pone su punto y aparte en 2015 y destaca como en la década 2005-2015 la mutación del conflicto modifica ligeramente la geografía del horror y congela un poco las cifras, pero el fenómeno no remite en la proporción imaginable. “La geografía de la desaparición forzada [en la última década] coincide con las territorialidades de los grupos posdesmovilización, la política de seguridad democrática (especialmente el Plan Patriota y el Plan Consolidación) y los reacomodos del narcotráfico”. “Se destaca el caso del Valle de Aburrá con los violentos reacomodos que generó el vacío de poder provocado por la extradición de Don Berna y la disputa entre sus herederos, alias Valenciano y Sebastián. No menos llamativa resulta la coincidencia con las territorialidades del Plan Patriota y el Plan Consolidación, en el marco de la política de seguridad democrática, con las regiones del Ariari-Guayabero, el Piede- monte Llanero y Florencia y su área de influencia en el suroriente”.
Las víctimas cada día tienen menos relación con militancias políticas sino que, excepto en el caso de las ejecuciones judiciales cobijadas bajo el eufemismo de ‘falsos positivos’, se trata de “líderes de víctimas y los defensores de derechos humanos”. En este tramo, los agentes del estado irrumpen de nuevo como un perpetrador importante (al menos un 8% del total de desapariciones) por los “falsos positivos”: “Una estrategia perversamente sofisticada se incuba y se desarrolla en sectores de las Fuerzas Armadas como parte del desarrollo de incentivos dentro de la política pública que se combinan hábilmente con lógicas oportunistas”.
La desaparición forzada, aunque se recoja en informes de memoria, no es pasado. Siguen dándose casos y sigue la búsqueda de los desaparecidos. Los relatores de Hasta Encontrarlos, reconocen que la perspectiva de un posible posconflicto genera “optimismo”, pero piden que se asuma el futuro con precaución “pues la implementación de los acuerdos de paz provocará nuevos conflictos y nuevos riesgos que pueden incentivar a distintos perpetradores a recurrir a la desaparición forzada”.