Retrato de un país muchacho

Un muchacho colombiano como cualquiera, que tal vez aún lidia con su acné inoportuno y se pasa la máquina de afeitar con la esperanza de que le retoñe la barba algún día. El peinado de moda a imitación de los futbolistas que ve en televisión, que es a su vez imitación modificada de los guerreros mohicanos y que no acaba de asentarse en su cara de niño grande de ojos curiosos, ni en su cuerpo delgado de adolescente al borde de la adultez. Vestido de verde oliva, sus pantalones tres tallas más grandes y amarrados con un cinturón de reata que también le queda grande, viene de la quebrada de darse un baño al final de la tarde.

Un muchacho colombiano que portó un fusil AK 47, M16 o Galil; armas rusas, gringas o israelíes haciendo de colombianos en cualquier lado de la trinchera, unos candidatos a difuntos o asesinos. Que supo del miedo de la noche negra esperando un bombardeo o bombardeando a otros colombianos igual de asustados, igual de jóvenes, igual de pobres… poniendo en su alma la bestia de mil cabezas rugientes que fue esta guerra de medio siglo que recién comenzamos a apagar.

Con la oficialización de la entrega del 100% de las armas de las FARC a la ONU no se acaba la guerra, como no se acaba la niñez cuando nos dan la cédula de ciudadanía a los 18 años -que guerras y guerreros pendientes quedan aún- pero tal vez, al igual que ese pedazo de plástico, si tengamos que comenzar a pensar obligadamente en asumirnos como otro país, como un país adulto. Aunque el acto de este 27 de junio fue muchísimo más que un mero “acto simbólico”, pues hacer que una guerrilla no vencida acepte desarmarse para seguir su empeño “armados solo de palabras” es de un peso concreto incuestionable que se ve reflejado en las cifras del Hospital Militar o en las estadísticas del Ministerio de Defensa; el poder de lo que simboliza es descomunal: un Estado que se manifiesta a través de su principal miembro, el presidente, dispuesto a resolver los problemas del statu quo ante bellum sin acudir a la solución de bombas y balas que nos vendieron los amigos del Norte y que compraron, compramos, felices cuando todo esto empezó.

El puente veredal, el hospital, la participación política “las gallinas y los marranos” que mencionaba el difunto Manuel Marulanda en San Vicente del Caguán hace 18 años, se proponen hoy desde el Gobierno a través de los mecanismos ideales de la democracia. Y aunque desde adentro y afuera de la máquina estatal los que sienten amenazados sus privilegios, o los que ven la oportunidad perfecta para seguir viviendo de lo más espeso de la corrupción se alistan para hacer lo suyo, y en medio de ellos los que no conocen otro mundo que esta lógica de guerra marcada al fuego, el camino emprendido es bien distinto a esta trocha que hemos abierto a machetazos mortales.

Este muchacho, este campesino colombiano, deja su fusil y los tiros que no saldrán de él tal vez dejen espacio para que los otros fusiles, que matan lo mismo, dejen de hacer otro tanto, como muestra de que ya viene siendo tiempo de dejar de hablarnos a los totazos, entre el sí y el no, para que la opción no sea oud. o yo, sino tal vez nosotros. Y tal vez, si no lo alcanzan las cenizas ardientes de este fuego que se extingue, ese muchachito de aquí a 50 años, cuando las historias de esta guerra que hoy despedimos sean solo recuerdos de viejo que nadie quiera oír ya, en medio de una noche de ventisca un trueno de tormenta le recuerde su infancia perdida en medio de la guerra, pueda soltar un suspiro aliviado y un “no pasa nada, mijo, es solo la lluvia” para tranquilizar a su nieto asustado.

*Fotero todo tiempo, escribidor de cuando en vez. Bobo desde 1968. No perfore el envase.