La doctrina siniestra
Chucho Peña era un muchacho de Medellín enamorado de las letras. Escribió hasta el último día, antes de que lo mataran de “plomo y poesía”, como dicen sus versos más famosos. Chucho, teatrero en su ciudad natal, se mudó a Bucaramanga en 1982, cuando apenas tenía veinte años, para sumarse a un proyecto artístico y popular en esa ciudad. Andaba siempre de boina, mochilita y los jeans muy ajustados, con un atril bajo el brazo que usaba para colocar sus papeles. “Tan sólo es necesario vestirnos color de poesía; impregnarnos la frente de fragancia verso libre; ser prototipos del estilo canto sin barreras; caminar del lado de la vida, duro contra el viento, para que seamos declarados elementos fuera de orden”, puso en uno de esos papeles. Chucho recitaba en las sedes de los sindicatos, en las cafeterías de la Universidad Industrial del Santander, en los barrios más pobres, en las marchas del Primero de Mayo, en las huelgas de los obreros, en las plazas públicas. Un día recibió una amenaza, lo tildaban de “enemigo de la democracia”. Durante meses tuvo la certeza de que unos desconocidos lo seguían y un oficial del Ejército terminó involucrado en su desaparición. El 30 de abril de 1986, dos hombres armados lo obligaron a subir a una motocicleta y su cuerpo apareció días después en una zona rural con las uñas arrancadas, varios disparos, una veintena de puñaladas y otros signos de tortura. “El hierro nunca gustó de la palabra: siempre tuvo miedo de los gestos”, escribió Chucho en otro de sus poemas.
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En 1976, el dictador chileno Augusto Pinochet explicó en un discurso público la esencia de su gobierno: “Frente al marxismo convertido en agresión permanente, será imperioso confiar el poder a las Fuerzas Armadas y del Orden, pues sólo ellas disponen de la organización, de los medios necesarios para hacerles frente. Esa es la verdad profunda de lo que pasa en una gran parte de nuestro continente, bien que algunos se niegan a reconocerlo públicamente”. Pinochet, el militar que derrocó a Salvador Allende, un presidente electo democráticamente y amado por su pueblo. Pinochet, el que implantó una dictadura con más de 30.000 víctimas entre muertos y desaparecidos, resumía la esencia de los regímenes militares en Uruguay, Brasil y Argentina: “Para enfrentar la acción del enemigo hay que establecer regímenes fuertes que puedan, además, neutralizar a los que les permiten actuar”. ¿Quién era ese enemigo? ¿Dónde se encontraba? ¿Cómo había que enfrentarlo?
La Doctrina de la Seguridad Nacional y del “enemigo interno” fue el eje de la política exterior estadounidense en el marco de la confrontación con la Unión Soviética durante la llamada Guerra Fría. Según una resolución aprobada por la Cámara de Representantes de los Estados Unidos el 20 de noviembre de 1965, sería imperativo contener el avance del “comunismo internacional” en los países del hemisferio occidental mediante acciones de contrainsurgencia y aniquilamiento de las amenazas internas que pudieran desestabilizar los gobiernos locales. Ya había un paradigma conocido: la Revolución Cubana. En América Latina, el famoso “enemigo interno” era cualquier actor o movimiento social que se opusiera a los intereses estadounidenses y a los de las élites locales. En la mayoría de los casos, la intervención de los Estados Unidos no tendría que ser directa, a través de invasiones y guerras abiertas, sino que se canalizaba con el apoyo a las Fuerzas Armadas de cada país, a veces llegando a instaurar regímenes militares. Durante aquellos años predominaron la realización de operaciones encubiertas y la creación de grupos paramilitares con ideología de derecha en todo el continente.
El Ejército de los Estados Unidos instaló en Fort Benning la famosa Escuela de las Américas, una academia de formación ideológica y militar por donde desfilaron miles de generales y mandos medios de los ejércitos de Latinoamérica, donde se formaban en técnicas de contrainsurgencia que incluían sofisticados métodos de tortura y un fuerte componente ideológico anticomunista. Por la Escuela de las Américas pasaron buena parte de los golpistas del Cono Sur, y un elevado número de militares implicados en graves violaciones de los Derechos Humanos. Citemos un ejemplo cercano, el del general Rito Alejo del Río, el “carnicero de Urabá”, quién propició algunas de las peores matanzas ocurridas en esa región del país, se había graduado de la Escuela de las Américas en 1967. Citemos otro, el del general Jaime Uscátegui y el teniente coronel Hernán Orozco, responsables de la masacre de Mapiripán, ambos habían seguido cursos especializados en la Fort Benning.
Los resultados más evidentes de la Doctrina de Seguridad Nacional fueron una serie de dictaduras, golpes de Estado y regímenes gobernados por juntas de generales y coroneles, que provocaron cientos de miles de muertos, torturados, exiliados y desaparecidos en todo el continente. No obstante, hubo una consecuencia más profunda: la apropiación que hicieron las élites locales de dicha doctrina, que resultó un instrumento eficaz para mantener sus privilegios y reprimir cualquier tipo de oposición política y social, no necesariamente de izquierda. El “enemigo interno” podía ser cualquier cosa, podía ser la marcha de obreros que exigía mejores salarios, o un obispo incómodo denunciando a los criminales desde el púlpito; una confederación sindical que pusiera en jaque a los industriales, o cierta asociación de estudiantes críticos y rebeldes, o aquel movimiento campesino que luchaba por la tierra, o el grupo de madres que buscaba a sus hijos desaparecidos… Aquello desembocó en sociedades supremamente represivas, donde las Fuerzas Armadas no estaban destinadas a defender la soberanía y las fronteras del país, sino que masacraban a sus propios compatriotas. Todo ello quedó inscrito en lo que Harold Lasswell llamó el “Estado militar”, cuyo propósito central en el fondo siempre es el mismo: “Impedir que la izquierda política tome o conserve el poder, cualquiera sea la vía que use, y restaurar las condiciones decimonónicas de las relaciones de producción para posibilitar la aplicación de un modelo capitalista de desarrollo”.
Conviene recordar que durante uno de sus torpes arrebatos de desparpajo cínico, el presidente Julio César Turbay, célebre por el Estatuto de Seguridad con el que las Fuerzas Armadas cometieron impunemente torturas, desapariciones y asesinatos selectivos de opositores, declaró que en Colombia “o se gobierna con los militares, o no se gobierna”.
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“La idea del enemigo interno hace parte de la doctrina militar que históricamente tiene este país y desafortunadamente no ha sido tocada”, asegura Adriana Arboleda, abogada y defensora de derechos humanos de la Corporación Jurídica Libertad. “Es una de las famosas líneas rojas en los procesos de negociación, tanto con las FARC como con el ELN. El Gobierno con su estamento militar se ha negado a discutir esa doctrina”.
Tras las negociaciones de paz se suponía que el país iba a transitar a un escenario de posconflicto donde la oposición armada de las guerrillas iba a desaparecer, por ende, resultarían desproporcionadas unas Fuerzas Armadas tan grandes –unos 500.000 miembros- y con tanto poder. Pero la lógica fue opuesta: se incrementó el presupuesto de Defensa; se intentó ampliar el fuero y la Justicia Penal Militar, para que los miembros del Ejército implicados en delitos y violaciones de derechos humanos no pudieran ser juzgados; se presionó desde muchos sectores al Ejecutivo buscando que ni las Fuerzas Armadas ni sus servicios de inteligencia acabaran investigados por la Comisión de la Verdad…
“¿Dónde están los informes de inteligencia que han posibilitado todas las persecuciones a los líderes sociales, a los defensores de derechos humanos?”, pregunta Adriana Arboleda. “Los militares tienen un gran poder para incidir en la vida política del país, para trazar mecanismos que restringen la democracia, que restringen la oposición política, mecanismos que también han favorecido el impulso de grupos paramilitares. Gran parte de las dificultades que tiene el proceso de paz tienen que ver con eso, con la imposibilidad de transitar hacia una nueva institucionalidad”, concluye la abogada.
Justo cuando se terminaban de afinar los últimos detalles en La Habana, el Gobierno tramitó un nuevo Código de Policía que entró a regir en enero de 2017. Esta ley otorga inmenso poder y facultades excepcionales a la institución policial y, en menor medida, a los alcaldes. Los uniformados pueden detener ciudadanos a su antojo, sellar negocios o realizar allanamientos sin órdenes judiciales previas. Los alcaldes pueden prohibir manifestaciones y reuniones públicas de sus opositores, eso hizo recientemente el mandatario de Cúcuta con un evento público del candidato presidencial Gustavo Petro. El Código, que se presentó ante la opinión pública como una ley para mejorar la seguridad y la convivencia, en realidad contiene disposiciones que restringen la protesta social y las libertades individuales. “Además de inconstitucional, es una vergüenza. Tiene un propósito claro: limitar y judicializar la protesta social”, asegura Adriana Arboleda, quien participó de una de las demandas colectivas que varias organizaciones de derechos humanos interpusieron en contra del nuevo Código de Policía.
“Hay mucha presión del empresariado, porque no quieren paros, no quieren huelgas, dicen que se ataca la infraestructura, que se inmoviliza el transporte. Creemos que ahí hay intereses concretos”, prosigue Adriana Arboleda. “Ha habido reuniones donde han llegado los empresarios, la lógica que ellos tienen es que cada que hay protesta social se afecta la economía, así que cada paro y cada huelga se decreta ilegal”.
Pero el nuevo Código de Policía revela algo más grave aún: que la Fuerza Pública sigue operando con las lógicas de la Doctrina de Seguridad Nacional y del enemigo interno. Por eso, un bloqueo de la vía al Chocó, llevado a cabo pacíficamente por una comunidad indígena, se salda con el asesinato de uno de sus líderes a manos del tropas del Ejército. Por eso, la única respuesta del Estado a una protesta de cocaleros en Nariño es un operativo de policías con fusiles que termina con la masacre de los campesinos desarmados. “Esta es una doctrina que fomenta la brutalidad policial”, explica Adriana. “Nosotros, por ejemplo, hemos pedido el desmonte del ESMAD, no puede haber una figura como esa con una fuerza de choque y confrontación tan agresiva contra la gente que se moviliza. El número de muertos o heridos cada que hay una protesta es tremendo”.
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Nicolás Neira era un joven bogotano de quince años, todavía un niño, vegetariano, amante de los animales. El Primero de Mayo de 2005, Nicolás estaba en la calle 24 del centro de Bogotá comprando unos libros para el colegio cuando vio unos compañeros suyos en la tradicional marcha de los trabajadores. Lo saludaron. Los saludó. Decidió unirse a la manifestación. Seis cuadras más adelante –exactamente en la carrera 7 con calle 18– el Escuadrón Móvil Antidisturbios de la Policía arremetió contra la protesta: rociaron gases lacrimógenos, apalearon a los marchantes, dispararon recalzadas. Nicolás, asmático y frágil, quedó atrapado, cayó indefenso al suelo y perdió el conocimiento. Los policías le propinaron más de doce golpes entre porrazos y patadas, todos en la cabeza. Antes de morir, Nicolás permaneció cinco días en coma en una unidad de cuidados intensivos, hasta donde llegaron agentes de civil para hostigar a su padre, Yuri Neira, hoy exiliado por amenazas de muerte. Más tarde, la Policía afirmó, sin ningún fundamento, que Nicolás Neira pertenecía a un peligroso grupo de anarquistas que los uniformados intentaban contener durante las manifestaciones del Primero de Mayo. Tenían que preservar el orden.