El fuego como síntoma
El fuego no es el problema. Muchos medios colombianos amanecen escandalizados con el fuego ardiendo en la URI (Unidad de Reacción ¿Inmediata?) y en la sede de Medicina Legal de Popayán. No les asustan tanto otras realidades. Hubo mucho fuego anoche en Popayán, como lo ha habido en los últimos 16 días en todo el país, como lo había cada semana en los diversos fueguitos en los que arden los territorios del país desde hace décadas.
El fuego es un síntoma y cuando no se quieren (saben) ver las causas que prenden la mecha, no se pueden intuir las soluciones a largo plazo. Las causas del fuego son estructurales. Las más evidentes son de urgencia: la rabia ante el suicidio de Alison Meléndez tras ser presuntamente abusada por uniformados en la URI de la capital del Cauca; la impunidad ante la violación constante de los derechos humanos por parte de agentes del Estado, la negación por parte del Gobierno de la realidad, la estigmatización de la protesta y de quienes protestan…
El caldo de cultivo de la inexistente confianza en la instituciones –y, por lo tanto, de lo superfluo que parece respetarlas- es denso y se extiende por todos los meandros de un Estado carcomido hasta el tuétano por las mafias legales e ilegales que controlan el país.
Pero, más allá de lo urgente, está lo que arrastramos desde hace siglos pero que sigue vigente. Hay una violencia estructural con la que amanece y se acuesta cada día una inmensa mayoría de colombianas y colombianos. La pobreza, la falta de derechos sociales, la muralla que aleja de la salud básica, el racismo, el clasismo, el brutal patriarcado, la movilidad compleja y costosa, la infravivienda, los salarios de miseria (lo que ahora se llama pobreza laboral), la informalidad, la pésima calidad educativa… la lista de lo que Johan Galtung calificaba de violencia estructural es inmensa y se complementa con una violencia cultural que se asemeja a una lenta y constante tortura: la negación de la diversidad, el estigma de algunos territorios, los medios de comunicación criollos y masculinizados, las músicas machistas, los museos blancos, la terrible publicidad y los imaginarios que instala…
El fuego, el fuego apenas es una consecuencia anecdótica de estructuras mucho más lesivas. La gasolina está en un Presidente que presenta cínicamente la Ley de Trabajo en Casa mientras los sintrabajo, los nadie luchan en las calles contra otros nadie animalizados cuando se ponen el uniforme del ESMAD; el fósforo está en el informe del Ministerio de Defensa sobre lo ocurrido durante el Paro Nacional que concluye que hay más uniformados heridos que civiles. La negación de la realidad es funcional para la burbuja blanca y colonial de la élite colombiana, pero no deja de ser negación. A nadie le puede sorprender que haya medios que repitan esas mentiras hasta el hartazgo porque esos medios están dentro (para/por) la burbuja del establecimiento.
Que el fuego haya prendido con tal intensidad en Popayán no parece casualidad. La ciudad ha sido el epicentro de una mirada y unas prácticas coloniales y violentas. Las élites criollas caucanas heredaron la violencia en sangre y siguen apabullando y explotando a una población que, mayoritariamente, es indígena y afro. Popayán, la ciudad colonial es la capital de un modelo terrible que impera en todo el país y que se radicaliza en algunos territorios, como en todo el Pacífico colombiano, en los Llanos o algunos puntos de la costa Caribe.
¿Fuego? Parece poco. Las mentiras, los insultos, los falsos llamados a la concertación o al diálogo, los silencios de las jerarquías religiosas, la complicidad de funcionarios que para comer deciden callar, el espíritu marciano de muchas universidades (como si esto no fuera con ellas), la equidistancia… Eso sí es violencia directa contra los miles de jóvenes y adultos que se ha tomado las calles con una valentía que raya el heroísmo en un país en que la policía es un cuerpo de choque contra su propio pueblo.
¿Fuego? Cuando la población vive al límite de la muerte, en una especie de humillación sostenida, todo fuego parece sólo el primer acto de algo mucho más imprevisible que para los menos puede ser aterrador, pero que para los más puede anunciar un periodo postapocalíptico de (re) (de) construcción colectiva.